viernes, 7 de septiembre de 2018

“Escalo montañas para mi alma”







El Chorrillo, 7 de septiembre de 2018


Reflexionar sobre el fenómeno Álex (ver Un muchacho llamado Álex) continúa enfrentándome a interrogantes para los que no parece que haya respuestas. Sucedió que la tarde de ayer me quedé cuidando a mi nieto Manuel que estaba con fiebre. Después de comer algunas cosas con mucha desgana a Manuel se le cerraban los ojos y no tardó en cogerme de la mano y tirar de mí hasta la cama. Se quedó dormido como un bendito de inmediato. Me eché a su lado despacito para no despertarle y, mientras esperaba a mi vez que me embargara la modorra acostumbrada de esta hora de calor, ante mi surgió la imagen de Álex trepando por la Oeste del Naranjo, solo, sin cuerda, sin ninguna clase de seguridad. Era una mirada un tanto visionaria, acaso propia de una película de ciencia ficción o de la imaginación de un habilidoso especialista de efectos especiales. Yo intentaba situarme en Vega de Urriello, por ejemplo la última vez que pase por allí hace un par de otoños, un día en que la niebla jugaba algodonosamente con las cumbres y la pared Oeste emergía en la niebla que posaba blandamente sobre su base como la aparición de un enorme y hermoso ser de piedra creado por un dios benevolente para el placer de los montañeros y para mostrar el camino a los más atrevidos y valientes de los hombres; radiante, como una bella aparición destinada a mostrar el sumo esplendor que la naturaleza puede esconder en sus entrañas. El Picu emergía en aquel mundo tan cercano, tan amigo… Citaba el otro día Ramón Portilla a Isidoro Rodríguez Cubillas: "...Cuando vuelvas a la Vega de Urriellu sentirás, ante la ciclópea mole del Naranjo, sensaciones que nunca antes habías experimentado, notarás en la abrasiva caliza la presencia de los que te han precedido, reconocerás el coraje y la audacia de don Pedro y el Cainejo, la técnica de Rabada y de Navarro, la tenacidad de los murcianos, la destreza de Victor y sus hijos, el amor de Pedro Udaondo por las montañas...". Los sentimientos me brotaban entonces por dentro recordándome también al Miembro, José Luis Arrabal, y sus compañeros, de cuerda o de rescate, los tantos años en que el Naranjo, cuando acercándonos al collado de los Horcados Rojos ya hacía vibrar alguna de nuestras fibras más íntimas antes de sumergirnos en el Jou de los Boches. También recordé una antigua noche de vivac en su cumbre con el sol hundiéndose en un mar de nubes.

Pero mis pensamientos terminaban invariablemente por volver a ese muchacho de quince años, Álex, tan casi un niño, trepando “en carne viva”, como llamaban los escaladores polacos de la época de Kurtyka y Kukuczka a la escalada en solitario sin cuerda y sin protección; trepando, decía, por la hermosa y vertical pared Oeste del Naranjo; hermoso también él como un héroe homérico luchando contra los Cíclopes –el vacío, el miedo, sus limitaciones– con la serenidad y la concentración estudiada de quien hace de sí un hombre libre que soñando en grande ha atesorado en su corazón tanta grandeza y tanta voluntad de superación como para convertirse en un perfecto símbolo de la libertad.


 Manuel, acurrucado a mi lado como si quisiera paliar su fiebre en el regazo de su madre, decía algo ininteligible en medio del sueño. Me incorporé, lo miré y la escena me pareció tan entrañable que quise hacerle una foto para compartirla con mis hijos. Su fragilidad, dos añitos recién cumplidos, me hizo pensar en cómo los seres humanos crecemos, nos hacemos fuertes, maduramos. Pensaba que Álex estaba aprendiendo a los quince años lo que un porcentaje altísimo de personas no aprenderían nunca aunque cumplieran mil años; valoraba la madurez que puede aportar a la vida de alguien enfrentarse a dificultades tan significativas; lo miraba con admiración. Pero sin embargo, también es cierto, cuando abría los ojos dejando tras mis párpados a Álex y me encontraba de nuevo con el cuerpo encogido de mi nieto al lado, toda esa hermosura, toda esa libertad, toda esa capacidad de decisión y voluntad temblaba ahora en la incertidumbre de la hora de la siesta pensando a un nieto, a un hijo mío en una hipotética y lejana ascensión de extrema dificultad como la que recreaban mis pensamientos unos segundos antes. En ese momento ponerme en la situación de los padres de Álex se hacía un acto doloroso. Me era difícil asumir, como contaba un compañero en FB, que hacía un poco historia del muchacho, el hecho de que fuera apoyado por los padres. Si el padre hubiera sido yo la intranquilidad y el miedo no me habrían dejado dormir el resto de mis días. Y miraba a Manuel y esa facilidad con la que hablo de libertad, del arte de forjarse a uno mismo se convertía en una acerada punzada, un boomerang que se volvía contra mí y me hacía rechazar rotundamente todo ese valor y toda esa templanza ante el peligro para en todo caso refugiarme en una más conformista mediocridad.

Por la mañana había recibido un mail de una amiga que reprobaba las ideas mostradas días atrás por mí en aquel post que hablaba de Álex, incluso llegaba a calificar de estupidez e inconsciencia actividades de esas características. El contexto que vivía esos días era el de tener un hijo que hacía alguna ascensión en el Pelvoux, en el Delfinado. Sé que la libertad individual es importante, decía, y que la descarga de adrenalina que todo eso produce te hace sentirte vivo... pero el domingo lo pasé angustiada sabiendo que mi hijo andaba por los Alpes empeñado en alguna ascensión delicada. Llevo días preguntándome, terminaba su mail, por el porqué de esa necesidad de jugarse la vida por placer.

Creo que mi amiga se equivocaba cuando encerraba las profundas razones que llevan a un hombre a exponerse a un alto riesgo en montaña en el estrecho concepto “jugarse la vida por placer”. Cuando la conteste le sugeriré que lea a Messner; Mover montañas, por ejemplo, o a Kurtyka. A mí me resulta muy difícil explicar las razones de por qué se hacen estas cosas; las siento, creo comprender bastante a los actores de grandes ascensiones, pero explicar es otra cosa. Luego sucede que no todos funcionan, funcionamos con los mismos registros. Sin embargo creo que hay una idea central que recorre el alma de los pioneros, de aquellos que se enfrentan a sus límites y a sus hándicaps con tesón y ello es la alegría de vivir y la sensación de libertad que se experimenta. Tiene que quedar claro, según mi parecer, que las montañas, las paredes difíciles o los proyectos arduos se imponen en el deseo de las personas por sí mismos, escalamos montañas porque están ahí, dicen algunos. Quizás las razones sean hondas y poco accesibles y lo que venga detrás sean racionalizaciones a posteriori, que intentan explicar algo cuyo origen en el fondo desconocemos o está profundamente escondido. “No se encuentra sino lo que se busca, afirma Ernesto Sábato en Héroes y tumbas, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón”. Y, me atrevería a decir que si en lo profundo de nuestro corazón hay algo notable ello tiene que ver con la búsqueda inconsciente o no de la alegría de vivir, con la sensación de plenitud que nos asiste cuando nuestra creatividad, nuestro esfuerzo, nuestro arrojo y nuestra concepción de la belleza se relacionan entre sí.

En definitiva a mí me tocaría sufrir en el caso de que alguno de mis hijos, un nieto o una nieta hubiera decidido, decidiera hacer actividades de riesgo extremo, pero es ley de vida, todos debemos elegir nuestro camino, cada uno el nuestro y los bellos caminos, la bella plenitud, la alegría de vivir a veces exige un precio que no sólo pagan los actores sino también su familia, sus amigos. Mi madre esperó con el alma en vilo durante muchos años cada domingo, muchas veces hasta muy entrada la madrugada, mi regreso de Galayos o Gredos; o cuando marchaba a los Alpes a escalar durante dos meses y no sabía de mí más que por una ocasional postal.

Manuel tose, se da la vuelta y toma la mano del abuelo y, pese a que el abuelo es un entusiasta defensor de la libertad y la plenitud que da la escalada, prefiere seguir admirando durante muchos años a Álex a tener que hacerlo con su nieto. Al fin y al cabo «La contradicción es la raíz de toda manifestación vital»… Y lo dice Hegel, así que sus razones tendrá.










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