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martes, 31 de agosto de 2021

Guirigay matinal

 


Mi nieto Manuel, Gitano y su gato celebran la llegada de Filomena

"La levedad, como el rocío, vence a los 
minerales, es la virgen del tiempo
que enseña a la bestia a tocar la flauta"
(Mahmud Darwix, En presencia de la ausencia)


El Chorrillo, 31 de agosto de 2021

Desde hace días tengo un guirigay por dentro que se resiste a mis deseos de ponerle en cierto orden. Sin embargo esta mañana me siento dispuesto a hacerle la guerra para que no se siga burlando de mí con sus escurridizas evasivas. Mientras tanto cumplo con la rutina de mis ejercicios. Me encontraba hace un rato haciéndolos cuando mi pie izquierdo rozó un tomo de Jenofonte que llevaba en el lomo el título de Sócrates, y que estaba flanqueado a su izquierda por Los orígenes del totalitarismo, de Ana Arendt, y a su derecha por unos ensayos de Max Weber. Suspendí momentáneamente mis ejercicios a la búsqueda de algún subrayado que me ayudara a comenzar con “algo”. Deslicé mi vista por los tres tomos dejando pasar las páginas con el roce de mi dedo pulgar. En Max Weber no encontré ningún subrayado, una sociología de la religión que parece interesarme cada vez menos según me adentro en esa edad que un amigo llama provecta y sobre la que otro escribía días atrás un soneto con un aire de cierto pesimismo. En Hannah Arendt, un tomo que debí abandonar hacia la mitad porque me cargaba su largo discurso sobre el antisemitismo y sus conexiones bíblicas, otro asunto para el que ya no tengo tiempo. No encontré nada reseñable, así que tomé el volumen de Jenofonte y el primer subrayado que me encontré fue éste: “Comparto con quien las quiere las riquezas de mi alma. Es más, podéis verme cómo gozo de la más dulce posesión, una deliciosa ociosidad que me permite siempre ver lo que merece ser visto, oír lo que vale la pena de ser oído, y lo que estimo más todavía, pasar con Sócrates jornadas enteras”.

Esto me valía, conectaba precisamente con esta ociosidad en que me muevo desde hace semana y media, y de la que surge precisamente ese guirigay al que me refería más arriba. Cuando uno pasa mano sobre mano muchas horas al día mirando a las musarañas sucede este tipo de cosas, amén de otras de carácter más bien lúdico que tienen que ver con el calor y mi gusto por andar todo el día en porretas, que sucede que la pilila en estos casos parece que estuviera como a salto de mata esperando cualquier mínima sugerencia venida de leve brisa, y por tanto capaz de levantar la cabeza de su letargo y ponerse como gato al acecho de cualquier leve e inesperada fiesta; leve, digo, porque con el calor y cosas así mejor le viene la levedad y el arrullo como de alas de paloma que la violencia de esos jadeos que dejan el cuerpo como para sumirse en una larguísima siesta, y que con estar bien no cuadran con la temperatura de un caluroso verano que a la postre convertirían las sábanas en un charco de sudor. Eso, leve que te quiero leve, viento leve, leves ramas…

Lo otro es la sensación de que las redes me saben a pan mojado, las noticias de los periódicos una continuada pesadilla sin previsible fin, y acaso alguna cosa más que se desprende de dos novelas recién terminadas, una titulada Canción dulce (Leila Slamini), de la que decía a un amigo que de dulce no tenía nada, la horrenda soledad, cierta estupidez que se instala en los corazones haciendo de la vida un frenesí que tánto se parece a ese dar vueltas a una noria en que los cangilones hace tiempo que dejaron de llevar agua. Me dejó un mal sabor de boca. La otra lleva el título de Pura pasión, obra de Annie Ernaux, y resultó un sorprendente chasco después de leer una larga crítica que, recordada a posteriori, parece escrita por un mercenario a sueldo de las editoriales, una novelita que se lee en un rato tras la siesta y que de ser yo el autor me produciría rubor entregarla a la imprenta. Creo que últimamente mi sentido de la buena literatura se ha restringido tánto que a no más tardar me voy a tener que desplazar a ámbitos literarios mucho más consolidados.

Y pese a Jenofonte y su excelente optimismo, encuentro que ni siquiera para desbaratar ese ánimo me basta levantarme temprano y salir a correr durante una hora y meterme bajo la ducha de agua fría, porque ahí sigue sin más esa leve desidia que tinta la mañana de cierta melancolía. Y es inútil buscar entre las posibles razones, huidizas y dispuestas a escabullirse en el espontáneo laberinto de los pensamientos que van y vienen distrayendo mi atención.

Ahora la brisa levanta la cortina de la puerta de la cabaña. Mi nieto Manuel juega a la Patrulla Canina sobre la moqueta. De vez en cuando interrumpe su juego y me pregunta algo, ¿dónde está la abuela?, o se interesa por el paradero de Chase y Marshall, que previamente se han metido bajo la cama; me dice que sostenga la torre que ha hecho con los respaldos del sillón y que hacen de garaje a la Patrulla. Un rato más tarde se va con su abuela que anda con la hidrolimpiadora sacando brillo a la rampa. Le veo desde la cabaña entusiasmado empuñando, como si de una escopeta se tratara, el vástago de la presión. Estoy enamorado de este nieto criado entre las jaras y los vientos de la ladera de una montaña.

Guirigay como de pájaros los pensamientos y los estados de ánimo que habitan la mañana, y sin embargo el optimismo de Jenofonte me viene grande. Desisto de poner orden en el guirigay, que sean ellos como el alboroto que arman cada mañana los gorriones y los carboneros en torno al comedero que cuelga de la acacia.

jueves, 26 de agosto de 2021

¿Porque me da la gana?

 




El Chorrillo, 26 de agosto de 2021

 

Me inclino a pensar que la lucha que mantenemos muchas veces entre opciones diferentes está tintada por la lucha que mantenemos contra la comodidad y el confort. La idea la cacé esta mañana mientras repasaba la crónica de algunas rutas que hice años atrás por los Alpes Julianos en torno al Tiglav. Aquellos días habían desaparecido por los imbornales de mi memoria y un reciente paso de un amigo por las mismas montañas me llevó a querer recordar aquellas jornadas. Ese día había salido muy tarde camino del refugio Planika, que es la usual plataforma para ascender al Tiglav, me había encontrado mucha nieve por el camino y finalmente las nubes cubrieron las montañas haciendo muy complicada mi orientación por neveros demasiado pendientes para mi gusto. Me veía ya en la situación de tener que improvisar un vivac sobre la nieve, cuando entre la niebla percibí lejos la forma de otro refugio fuera de mi ruta. No fue fácil llegar hasta él, pero logré alcanzarlo antes de que se hiciera de noche. Del frío, la lluvia y la incertidumbre del vivac improvisado había pasado de repente al confort y al acogedor calor de un refugio atestado de gente que me recibía con simpatía en medio de la lluvia como si fuera una aparición.

Esa situación de cuando estás en plena actividad, en que no hay ningún salto que dar ni abandonar la comodidad por el esfuerzo, ni salir de la templanza del ventilador al solazo que deshace los sesos, es para el ánimo como deslizarse ladera abajo sobre unos esquís. Yo había salido entonces caminando desde las orillas del mar Adriático y mi objetivo estaba tan lejos tan lejos, quizás dos meses y medio por delante después de atravesar muchas montañas hasta alcanzar la orilla de otro mar, que en absoluto tenía que hacer ningún esfuerzo para levantarme cada día de madrugada y caminar toda la jornada, cosa que estos días, ni soñando me sucede, que pienso en darme una vuelta por la montaña o en levantarme al alba para un largo paseo y a mi ánimo le parece una excentricidad. Hoy echo de menos esa disposición con la que aquellos días del Tiglav me levantaba cada mañana enfrentándome a las lluvias, al calor o al continuado esfuerzo de superar miles de metros de desnivel.

Y en estas cosas ando. Y como esto es, sigue siendo, un diario, aunque a veces tome la forma de caprichosas digresiones, esa conversación machadiana del hombre que va con uno, nada que oponer al parloteo, en esta época, siempre a la hora de la siesta, que no sea la duda de si las páginas de un diario deben o no ser cosa pública. Vamos, que ya el gusanillo de la duda me está preguntando también si continúo aquí despanzurrado  bajo el ventilador o si por el contrario abandono mal que bien este estado de infinita relajación en el que he entrado desde hace semana y media tras el regreso a casa. La idea que encabezaba estas líneas. No es que en ocasiones se dirima entre distintas opciones a tomar porque te pueda apetecer esto o lo de más allá, sino que algo ajeno a aquello que quieras o puedas hacer, pongamos la pereza o la comodidad,  termine metiendo el cazo en lo que no es asunto suyo para determinarte, la mayoría de las veces recurriendo al autoengaño, a hacer lo que en el fondo no quieres hacer, seguir repantigado en aras de dar satisfacción a ese irreprimible impulso que es frecuentemente la pereza o la comodidad.

Hay quien piensa que todo eso se soluciona haciendo lo que a uno le da la real gana, pero me temo que eso que llamamos la real gana es un ente tan escurridizo, tan manejado por otros poderes fácticos que a duras penas se le puede dar credibilidad. Si Anguita se reía de los periodistas cuando éstos partían de la idea de que el gobierno era el que gobernaba en España, aquí sucede algo parecido, la familia de nuestros muy personales  lobbies, tantos de ellos adscritos a las tareas de llevar a cabo esa gran primera ley de la termodinámica :-), y que el amigo Cive me perdone, que dice que hay que atenerse a la ley del mínimo esfuerzo, está siempre tan a lo que salta que si por ella fuera no despegaríamos de por vida el culo del asiento. Una evidencia que si los sapiens no hubieran estado lo suficientemente al loro, a estas alturas nos veríamos saltando de rama en rama junto a las otras familias de monos. O peor todavía, si es que hay por ahí algún rancio creacionista y  Eva no hubiera inaugurado una nueva era de transgresión, que en ese caso viviríamos alelaos amando sobre todas las cosas a Yahvé y viviendo de la sopa boba, con lo cual a nuestro cerebro no le habría dado ni para inventar el lenguaje.

Esto de que el final de un post te lleve a sacar una conclusión o una moralina es la leche, una perversión de eso que llamamos razón y que bien podría estarse en su casita sin aparecer a cada momento poniendo su cagadita al final de tantos escritos, ese ergo, de Galileo Galilei que se empeña en poner la guinda de  su conclusión a todo  como si la vida fuera una tarta de cumpleaños.

En fin, que quien crea que hace lo que le da la gana, que se lo piense dos veces porque es bastante probable que lo que suceda es que se esté engañando a sí mismo. Más o menos como me sucede a mí con harta frecuencia.

 

 

 

 

miércoles, 25 de agosto de 2021

Una renuente esperanza

 


Hora de la siesta en Kandy (Sri Lanka, 2006)


El Chorrillo, 25 de agosto de 2021

 

¿Dejo a mi cuerpo tranquilo en esta hora de calor, que se estire en el colchón y sucumba al amodorramiento de la siesta o trato de contestar al amigo Paci que esta mañana dejó un comentario en uno de mis post de hace días? A veces pienso que es una pena dejar pasar sin pena ni gloria estos instantes de calor que, siendo aparentemente según la vara de medir de Cervantes, para el cual las primeras horas de la mañana eran de oro y la últimas del día de plomo, pura baratija, me recuerdan que incluso a esta hora de tanto calor es posible sacarle alguna que otra pepita de oro, siempre que tengas el runrún del ventilador sobre tu cabeza. Y es que el ventilador y el calor me saben siempre al sopor de ciertas horas de viajar por Oriente, ese olor húmedo un tanto  acre y pegajoso que te sorprende cuando bajas las escaleras del avión en cualquier aeropuerto del Extremo Oriente y que parece que no va a dejarte dar un paso sobre el hórrido y abrasador asfalto de la ciudad y que sin embargo del que, llegado al hotel y en medio de sucesivas duchas, y siempre bajo el ventilador, surge la preciosa e inesperada hilazón de una prosa que ha encontrado su mejor acomodo allá cuando a la habitación llegan en sordina los ruidos del tráfico, y los poros de la piel, aliviados ahora por la brisa, susurran al ánimo alguna clase de intuición, acaso la inspiración de unos versos que jamás verían la luz en otras condiciones que no fueran aquellas.

¿Quién será capaz de rescatar de aquellos viajes tantas sensaciones que duermen en el alma del viajero encerradas como en un precioso cofrecillo? No quién, sino qué. Qué que no sean estas horas de calor que tan lejanas de las otras, sin la tórrida humedad que las acompañaban, pero que aún así todavía las evocan con la fuerza y la cercanía de un suceso que hubiera acaecido ayer mismo.

Ja, me río yo de aquellos que pregonan, como si recitaran las páginas del catecismo Ripalda, que el pasado no existe. Ni idea tiene esta gente de lo que el pasado sea para aquellos que han bebido del vino de la vida con delectación. Que Omar Khayyan les inspire.

No, no dejo a mi cuerpo tranquilo porque la densa oleada de los recuerdos de otras tierras ha venido a ocuparme. Cuando las ideas o los recuerdos se arremolinan en el cerebro es ocioso echarse a dormir, sería como dejar pasar el tren donde tu anhelo busca la caricia de una amante. El problema es que debería hablar de esa confianza que manifiesta mi amigo en que la humanidad tenga solución. Narra él, para justificar esa esperanza, la historia de Vavílov en el marco del asedio de Leningrado, acaso el ejemplo más extremo de los horrores que trae consigo una guerra (Vavílov creó la mayor colección de semillas del mundo en aquella época, colección que fue preservada diligentemente incluso durante el Sitio de Leningrado y que sirvió en parte para paliar la hambruna de los sitiados). Personalmente guardo un recuerdo extremecedor de aquella contienda, que fue plasmada por Vasili Grossman en Vida y destino, una de las novelas más  conmovedoras y grandiosas de los tiempos contemporáneos. Yo alabo la esperanza de mi amigo Paci, pero me cuesta asumir esa confianza que él tiene en un mundo mejor. El Asedio de Leningrado por los nazis, donde murieron en torno a 700.000 personas, el 97 por ciento de ellas de inanición, pese a la actividad de personas como Vavílov dedicadas a luchar y prevenir la índole barbárica de los sapiens, lo que demuestra una vez más, al menos eso  me parece a mí, es la estupidez humana, el horror, ese grito bronco y cavernoso que le sale de las entrañas del alma al final de Apocalypse Now al personaje que encarna Marlon Brando, demuestra hasta dónde la iniquidad sigue siendo un patrón de comportamiento a nivel universal. Los horrores de Vietnam y Laos perpetrados por los estadounidenses, entre cuatro y seis millones de personas masacradas, asesinadas por la bazofia de la culta Norteamérica; el millón y medio reciente de muertos en Irak; el cuarto de millón de fallecidos que deja la actuación de Arabia Saudí en Yemen, con el beneplácito de la UE y la ayuda armamentística de España; la historia de Afganistán y los acontecimientos recientes. Todo esto habla de la realidad que es una parte importante del mundo hoy.

 Obviamente no todo el mundo es una mierda, hay muchos, muchísimos, Vavílovs en el mundo, pero la balanza sigue inclinándose hacia la estupidez y un egoísmo desenfrenado que no para mientes en hacer del mundo un negocio o un charco de sangre si es necesario. Y todo ello sin considerar que el planeta puede saltar por los aires en cualquier momento si a los demonios que andan soterrados en Corea del Norte, Estados Unidos, China o Rusia les da por despertar. Creo que fue Stephen Hawkings quien antes de morir vaticinó que nuestro planeta no superaría el umbral de los cien, doscientos años de vida.

“Al elegir me voy eligiendo”. Así terminaba su post un amigo hace días. Si contemplamos cómo en este mundo vamos eligiendo día a día un camino, cómo cada vez que llegamos a una bifurcación elegimos aquella que conviene a los locos de atar, a los acaudalados, a los intereses innombrables, al consumo desenfrenado, comprenderemos fácilmente qué estamos eligiendo como porvenir de esta pequeña humanidad perdida en la infinitud del universo.

La cosa no da para guardar muchas esperanzas. Quizás un estudioso del universo nocturno como mi amigo Paci pudiera minimizar la importancia de estas “nimiedades”, si las considerara en el contexto de esa inmensidad que él estudia y en donde somos, la misma Tierra, menos que un grano de arena en el desierto. A mí a veces me gusta mirar al mundo desde esa perspectiva; me tranquiliza el ánimo. Creo que en Occidente estamos marcados por nuestro afán de transcendencia, una pésima herencia que dejó el catolicismo en nuestro subconsciente colectivo y que nada ayuda a esclarecer la realidad de la vida o la muerte.

De todos modos, seamos o no insignificantes, somos lo que somos cada uno y eso es de suma importancia para nosotros por mucho que nuestra pequeñez sea ínfima. Y ello contemplando como va el mundo puede llegar a poner los pelos de punta. Hace un par de años, atravesando los Alpes, me metí entre pecho y espalda un tocho de ciencia ficción, un género que en absoluto es de mi gusto, el libro de Cormac MaCarthy, La carretera, una novela post-apocalíptica que explora las consecuencias de este delicioso mundo que estamos levantando ladrillo a ladrillo, un mundo en el que serán imposibles las pacíficas horas de la siesta o las recurrencias a la memoria de una vida viajera que, vista bajo la brisa del ventilador, hoy sigue alentando una cierta  renuente esperanza en el futuro.

 

 


martes, 24 de agosto de 2021

Perenne anhelo


Atardecer en la costa neozelandesa


El Chorrillo, 24 de agosto de 2021 


El temblor de las manos en su cintura como una impronta en el recuerdo que brota con la fuerza de la lava abriéndose paso en las entrañas de la tierra, así a veces el recuerdo de una piel que las yemas de tus dedos rozaron un día. Y bendita cintura y bendito recuerdo capaz de despertar a cada uno de los rincones de tu ternura. Y acaso son las sensaciones de aquí y allá que se llaman unas a otras y dejan los poros de la piel en estado de alerta, aquellas mujeres del Evangelio que aguardaban con sus lámparas y alcuzas de aceite a las puertas de la oscuridad, la expectativa, los callejones de la memoria, y esta tarde, ahora mismo, el olor a tierra húmeda, la fragancia que la tormenta ha dejado tras de sí a su paso. Lejos todavía suenan los truenos como el rumor que deja el tracatrá de un tren que se aleja. 

Y como leves oleadas humedeciendo una tras otras la arena de la playa, vuelve el recuerdo de aquella cintura, muchachas en flor, Proust, el olor de la magdalena inundando poco a poco los sentidos junto a la tierra húmeda que abatió la tormenta hace unos minutos. 

Me asaltan otros pensamientos, en mis oídos suenan todavía los restos de un artículo sobre Afganistán donde las plantaciones de opio y los yacimientos de litio eran los protagonistas del conflicto reciente, pero tras ellos subyace la leve brisa del deseo que despierta aquella cintura, la encantadora sonrisa de aquella joven de un refugio de los Alpes que salió a despedirme con un amistoso y rudimentario castellano en los labios y en cuyos ojos bailaba para mi gozo un delicioso ramillete de feminidad. 

Había contestado poco antes de la tormenta un mail de un amigo que exponía algunas claves que arrojaban alguna luz sobre el conflicto afgano diciéndole que a veces seguir la pista a esas dos variables que son el interés económico y las creencias religiosas de índole fundamentalista ayuda a desenmarañar la enorme complejidad del mundo. El caso de Irak no estaba tan lejos de ese supuesto económico que se cierne sobre Afganistán y que allí era el petróleo y el control estratégico de la zona y aquí el interés por el opio y las llamadas tierras raras donde el litio se ha convertido en un bien muy preciado. 

La hipocresía manda en el mundo, le decía, una lacra a nivel mundial que sirve de correa de trasmisión y que los medios, enzarzados en un interesado exceso de “información”, contribuyen a tapar dejando manos libres a los que manejan los hilos de la política y la economía mundial.

Terribles algunos aspectos del mundo en que vivimos. Y le contaba a mi amigo sobre el contraste que encontraba años atrás recorriendo el Pamir frente con frente al otro lado la frontera afgana. Aldeas misérrimas y economía de subsistencia era lo que se veía en la otra vertiente del río fronterizo. Siempre el vampirismo de los países poderosos allá donde encuentran un reato de sangre en donde alimentarse. 

Pero ni siquiera el problema afgano y la terrible situación a la que se enfrentan sus mujeres eran capaces de diluir la brisa que el recuerdo de aquella feminidad que había salido a despedirme con la gracia con que yo más tarde en mis sueños podría imaginar a Dido no inmolándose en las puertas de Cartago ante la partida de Eneas, sino como quien más tarde se reencontrará sucesivamente en sus sueños con el temblor en las yemas de los dedos de su sonrisa, con la fragilidad de su cintura sugeridora. 

La tormenta definitivamente se extinguió y ahora queda tan sólo el ronroneo del ventilador sobre mi cabeza. Tarde de verano, hora de la siesta, aquellos momentos de calor de la infancia del río Alberche cuando los adultos dormían y los niños explorábamos las orillas del río en busca de ranas, o humeábamos pequeños misterios cuando mi tío, que había venido de visita a nuestro campamento familiar a ver a mi tía, desaparecía junto a ella entre los juncos y los arbustos y tras los cuales nosotros oíamos más tarde pequeños gañidos y ayes que salían reprimidos de allí como si la tierra exhalara una suerte de perenne anhelo. 

Perenne anhelo que más tarde colonizará con el leve roce de sus alas la adolescencia, la juventud, la madurez, la entera existencia. 

Ayer contestaba un comentario de un amigo que había dejado unas líneas bajo mi post último. Escribía él que después del bagaje que le había dejado la lectura de miles de libros a lo largo de la toda su vida todavía no era capaz  de atisbar ni por asomo qué coño hacemos en este mundo y ni hacia dónde vamos; ante lo que yo me decía, también, para qué coño necesitamos saber el porqué de qué hacemos o a dónde vamos si el futuro no existe, que sólo es real este instante y el rescoldo que deja de la memoria en nuestro ánimo. Le contestaba que a mí tantas lecturas sí me han ayudado a descifrar algo ese enigma. Hacemos nada, absolutamente nada, vivir. La razón, que es algo que adquirieron a última hora los antropoides más avanzados, es muy impertinente :-) y se empeña en buscar una relación de causa efecto en todo. La especie, pienso, sigue la tónica de reproducirse indefinidamente y hace cuanto puede para conservar la vida. No creo que haya más, nada por lo que rasgarse las vestiduras por demás, concluía diciéndole. 

Eso en cuanto a la especie, ahora, en cuanto a nosotros, instigados o no por los imperativos de la especie, ¿qué mejor divertimento que vivir bajo la brisa de un perenne anhelo, mejor, un anhelo así, como de hora de siesta, anhelo sueño, anhelo querencia, anhelo ternura, anhelo vestido de mujer, de sueños, de belleza? Vuelvo a decirlo aquí, el conocimiento mata (Cioran). A cambio de cultivar el huerto en que Cándido (Voltaire) encerró las expectativas de su vida, mejor abonar el anhelo. ¿O no? 


lunes, 23 de agosto de 2021

Buenos libros y libros no tan buenos


Con las gafas rotas y en mitad de uma pérdida aldea de Malawi no había más remedio que apañarse


El Chorrillo, 23 de agosto de 2021 


Hace un momento, mientras tomaba el café con Victoria, salió a colación un tema que siempre me ha tenido intrigado. Y es que veo con frecuencia una discrepancia en los gustos literarios tan grande con otros amigos lectores que me admira. Observo, por ejemplo, cómo A y B se muestran tan entusiastas de Julio Llamazares, cómo para B Roberto Bolaño es lo no va más de la literatura de los últimos años, y me cuestiona. A B el Ulises se le cae de las manos, a mí me lleva a lecturas sucesivas. Se dan ejemplos de este cariz bastante a menudo. Para mí el libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco, quería explorar tan exhaustivamente todo lo concerniente al libro que terminó por aburrirme, mientras que a mis amigos lectores, B o F, les entusiasmó de principio a final. Un libro del que disfruté una buena parte pero cuya prolijidad exploratoria terminó por aburrirme al punto de abandonarlo algo más allá de la mitad de su curso. 

De Llamazares leí hace un pegote de años La lluvia amarilla y algo que hablaba de Madrid o del cine, y me dejó frío; de Bolaño terminé con Los detectives salvajes, bien tan solo, pero en 2666 no logré pasar de la mitad. 

Anoche, mientras releía a Salinger, El guardián entre el centeno, una obra que ha catapultado a su autor hasta constituirse en una de las figuras más relevantes de la literatura moderna, me echaba las manos a la cabeza. No es sólo que discrepe con alguno de mis amigos lectores, es que mi discrepancia se extiende mucho más allá, ese ámbito en que determinadas obras son elevadas por encima de las nubes siempre me fue sospechoso. Así, hacer de El guardián entre el centeno una novela clave de entre las publicaciones de los últimos cien años me parece un disparate fenomenal. La impresión que sacábamos Victoria y yo hablando de estas cosas es que es bien posible que muchos de nuestros gustos literarios, como otros tantos productos de consumo que se nos imponen y que con el tiempo adquieren la característica de presión social inconsciente, sufran de la influencia del medio hasta el punto de que nos sea difícil abrirnos paso en esa presión para ver por nosotros mismos si lo que leemos realmente nos está llegando a esa parte del alma o del placer que son las claves que determinan que una obra literaria es o no una gran obra de arte. 

Hay que recordar en defensa de este punto de vista que obras insignes como Bajo el volcán, de Malcolm Lowry o los libros de Kafka pasaron desapercibidas para sus contemporáneos, y Kafka, quizás uno de los escritores más notables de la literatura centroeuropea, no llegó a ver publicada su obra en vida. 

Evidentemente el tiempo no sólo cura muchos males, también depura nuestros gustos literarios y va dejando a un lado y a otro la presión que ejercen críticos,  editoriales y medios de comunicación en ellos para revelar la gracia de aquella literatura, aquellos libros que fueron claves en nuestra historia personal y que generalmente no difieren de la notoriedad y el aprecio que el tiempo les ha otorgado.

Cuando ayer tarde veía a mi chica buscar entre mis libros de la cabaña, enseguida me dije, date, seguro que está buscando alguna joya. De los miles de libros que andan sueltos por ahí en alguna habitación de la casa, yo he tenido el capricho de poner al alcance de mi mano en la cabaña aquellos que más me han gustado y que constituyen en cierto modo con sus enseñanzas, sus historias y el hilo de las emociones que han arrastrado a través de mi ánimo, una parte inseparable de mi yo. Había dado con el libro que buscaba, un tocho acaso más voluminoso que Guerra y paz. Se trataba de Middlemarch, de George Eliot. Me sonreí enseguida recordando las circunstancias en que lo leí. Había elegido aquel libro para llevármelo a Lanzarote, donde pretendía caminar alrededor de toda la isla con mi amiga Margarita. Fue tan absorbente su lectura, tantas horas de delicioso recreo entre sus páginas, que durante las tardes junto a la rompiente del mar, y que eran largas horas que dedicaba a leer, apenas tenía fuerzas para ocuparme de mi amiga. Ella terminó por enfadarse conmigo, tenía celos de mi libro. Caminar junto a las olas en Lanzarote es uno de los placeres que con más gusto recuerdo, pero si a la travesía de los campos de lava de Lanzarote , sus espléndidos atardeceres y el romper de las olas junto a nuestro vivac, uno la lectura de George Eliot, obtengo uno de los recuerdos más entrañables de mis tiempos de caminante. 

Quizás me sucede que cuando veo revolotear tantos títulos por las redes sociales, títulos más o menos de actualidad, como si estos fueran el no va más de todo aquello que podamos leer, me entra la sospecha de que sea harto frecuente el que se nos vaya la mano en el énfasis. En las redes sociales usamos, se usa, con excesiva frecuencia de una impostación de juicio que traducida al blanco y negro de la fotografía abusa de los blancos y los negros dejando al margen una extensa gama de grises. La excelencia de algo y lo simplemente malo se reparten anómalamente una parte considerable de los juicios, dejando entre bambalinas lo que acaso podría constituir el juicio más equilibrado de aquello que leemos o vemos. 

Ese entusiasmo con que nos expresamos en las redes bajo la influencia de una reciente lectura sigue siendo una incógnita para mí que soy bastante propicio a seguir tras los entusiasmos de algún amigo el rastro de muchas lecturas. Una incógnita porque no sé si el mucho o poco entusiasmo de mis amigos mostrado por alguna obra debo pasarlo por algún alambique al caso. A, por ejemplo, me proporcionó pistas sabrosísimas con La vida simple o algún libro de Conrad o Stevenson que todavía no conocía; C, me llevó a engancharme con Los bravos, de Fernández Santos, al punto de no poder soltar el libro hasta que a las tantas de la madrugada di con el final; D, amén de orientarme hacia algunos muy excelentes libros se montaña, me llevó un buen título sobre la España vacía (Sergio del Molino) hasta mis manos en un momento en que atravesaba la Península a pie, lo que unió al placer de caminar el del conocimiento del entorno que estaba cruzando, pero cuyo libro lleva a B a decir que Sergio del Molino es uno de los mejores escritores de nuestra época, lo cual me parece una exageración sin demasiados fundamentos. Y tengo favores que agradecer, tantos, de este estilo, en donde mi débito con Borges, que no  goza del todo de mi aprecio, es enorme por haberme descubierto hace décadas a uno de los mis escritores favoritos, Joseph Conrad, es sólo un ejemplo de cuánto debemos a unos y otros el habernos regalado un autor, un título, que después ha hecho las delicias de tantas y tantas horas de lectura. 


domingo, 22 de agosto de 2021

Misterios

 

Atardecer sobre el lago Lemán


El Chorrillo, 22 de agosto de 2021

Misterio también la hembra en la que piensas y que has rescatado de uno de esos rincones de la memoria donde el amor y el sexo fermentan la leve embriaguez del deseo. Misterios que surgen del calor de la hora de la siesta intuidos por esos momentos de gracia en que los cuerpos se acarician y se abrazan largamente bajo la brisa del ventilador. Misterio éste del vivir, hoy, un día cualquiera de un caluroso mes de agosto. Misterio lo que les sucede a nuestros cuerpos en donde el deseo y los recuerdos han recalado al amparo de un paréntesis en los actos corrientes de un domingo. Misterio lo que escribía ayer sobre la mediocridad y la plenitud, sobre los afanes impetuosos de algunos y la pacífica inacción de quien ve pasar la vida  por los tubos catódicos de una televisión.

Y que no me digan que la vida es eso que los periódicos dicen que sucede en el mundo, porque es mentira. Baste como demostración del aserto elegir un día cualquiera de calor y tras la comida quedarse en pelotas bajo el ventilador intentando no pensar en nada, acaso dejando que las sensaciones fluyan a su aire, para que esa realidad, que dicen que es la realidad, se diluya como un azucarillo en el café y aparezca en su lugar bajo la epidermis de esa confusión de ruidos del mundo, la densa y verdadera realidad que adivinamos entre los refajos y envolturas que cubren nuestra desnudez, rincones por explorar, deseos, sensaciones, impudicia, amor, una gran ternura que tímida vive a la sombra esperando acaso echar a andar bajo el influjo de alguna brisa benefactora.

No es bueno desvelar los misterios, llegar al fondo de un alma, un hombre, una mujer no es un buen negocio, primero porque ello es imposible, que lo es incluso para el sujeto en cuestión, y después porque lo importante, la razón de ser de nuestra búsqueda debería estar más en el camino que en una supuesta meta. De parecida manera que el interés de un largo viaje no está en el destino sino en el recorrido etcétera etcétera. ¿Quién asumiría que en el guirigay de un ruidoso orgasmo se encuentra la única finalidad del deseo?

Carlos Fuentes en Los años con Laura Díaz mete algo su pluma en el meollo este del misterio. En determinado momento de unas relaciones muy avanzadas entre Orlando y Laura, aquél, el joven amante, le escribe lo siguiente: “Laura mi amor, no soy lo que digo ni lo que parezco y prefiero guardar mi secreto. Te estás acercando demasiado al misterio. De tu Orlando. Y sin misterio, nuestro amor carecería de interés. Te quiero siempre...”

Días atrás recogía, hablando de Pedro Salinas, una idea que viene al caso y que atañía a la situación sentimental del poeta, el convencimiento de que sólo un amor separado por las aguas de un océano puede mantenerse incólume y ajeno a la erosión. “Y sin misterio nuestro amor carecería de interés”, escribe Orlando. Sin un océano por medio el amor de Salinas vertido en La voz a ti debida probablemente habría carecido de la fuerza y la intensidad con que saltó a las páginas de su obra.

¿No podríamos poner en duda que la desvelación de un misterio, el punto final de un sueño acaso no sea un momento del todo deseable? Imaginar años después a Odiseo en Ítaca en brazos de Penélope y a Telémaco con la caña de pescar en las manos viendo pasar ocioso los días no parece que fuera algo tan interesante como para saltar de alegría.

Es curioso comprobar con qué fuerza los sapiens vivimos de la expectativas y cómo corremos tras la estela que nos sugieren los misterios. Podría ser que el afán por ser el primero en algo, Magallanes o Elcano dando la vuelta al mundo, o Kukuczka corriendo tras los pasos de Messner para alcanzarle en la carrera de los ochomil, o Livingston o Amundsen en sus respectivas carreras tenga un fuerte componente motivacional, nunca un cocido está hecho sólo de garbanzos, pero es indudable que el misterio y lo desconocido nos preceden con una atracción muy poderosa y que sea ésta atracción un eslabón más en el conocimiento del comportamiento de los humanos. Cuando un vaso es sólo un vaso o una mujer sólo una mujer es que nos estamos haciendo viejos, escribí un día en un libro titulado La edad madura. Hemos llegado a Ítaca y ya no hay sirenas, ni cíclopes, ni misterio que descubrir. Total, que ya no toca otra cosa que morirse.

Así que mejor tener misterios a mano con los que seguir alimentando la imaginación y las expectativas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 21 de agosto de 2021

Entre la mediocridad y la plenitud

 

Atardecer en el pico Anie


El Chorrillo, 21 de agosto de 2021

 

En el libro que leo esta tarde, Invierno, aparecen personajes que forman parte del acerbo cultural  que han humedecido con sus pasiones y su visionaria percepción de la realidad las raíces de un conocimiento que tarde o temprano busca entre los rincones de la Naturaleza una aproximación a la explicación de la razón de ser. Kurtz (el protagonista de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad) y Aguirre y Fitzcarraldo, ambos protagonistas de las películas de Werner Herzog, Fitzcarraldo y Aguirre, la cólera de Dios, constituyen un poderoso trío que en su tiempo dejaron  una sutil impronta en mi ánimo. La lectura me lleva inevitablemente a las fuentes de una persistente emoción no exenta de interrogantes.

Mi personaje de la novela que leo esta tarde se plantea la duda de que la vida de estos personajes sea compatible con aquella otra de la gente de a pie. ¿Se trata de una impostación, un requerimiento que necesita nuestro ánimo como para quien asistiendo a la representación de las tragedias clásicas griegas da suelta a sus pasiones sin que por ello se vea ocupado por la responsabilidad derivada de hechos execrables? ¿Un modo de experimentar escondidas pasiones y anhelos que nuestra mediocridad de espectadores, de lectores, jamás podrá alcanzar? El misterio, la muerte, el amor, el ir más allá de los límites conocidos impregnan tanto la obra de Herzog como la de Conrad. Esas pasiones exacerbadas, el tinte de grandiosidad que adquieren las secuencias de Fitzcarraldo izando el barco por la montaña, que son tanto expresión de los protagonistas como del propio director del film, plantean el tema de la percepción visionaria de la realidad que algunos individuos son capaces de trascender, no sólo en la ficción cinematográfica o literaria, también en el marco de la vida corriente.   

El tema de la locura, que tanto puede referirse a los actos de un Kukuczka, un Messner o un Magallanes como a cualquier otro hombre o mujer empeñado en explorar sus posibilidades más allá de lo corriente, una plenitud que tan ajena encontramos si la comparamos con nuestra vida cotidiana, parece que sobrevolara alguna de las etapas de nuestra existencia en que la búsqueda de la plenitud y la profundización de nuestro yo, que deseamos conocer y forzar a un plano superior, se nos presenta como inaplazable. De ahí que, en la certeza de que jamás podremos  alcanzar ese estado pasional, esa fuerza para emprender determinados actos mistéricos que requieren la preparación, las habilidades y el empuje de una pasión excepcional, cuando nos tropezamos con alguno de los locos que en el mundo han sido, algo vibra en nuestro interior preparándonos para vivir junto a uno de ellos una parte de esa pasión que duerme en nosotros como en las empolvadas cuerdas del arpa del poeta esperando ser despertada.

Algo  primigenio y acaso desconcertante, desconcertante porque la rutina diaria puede enterrar escondidas pasiones en profundas oquedades al punto de no ser reconocidas como propias cuando atisban entre nuestros pensamientos, asoma siempre cuando nos tropezamos con estos locos de atar que remontan remotos ríos plagados de peligros, cuando los pensamos vivaqueando con lo puesto por encima de los ocho mil metros, cuando los vemos atravesar solos océanos navegando en una cáscara de nuez. Nada de retarse a sí mismo, como decía Messner de Carlos Soria en vísperas de una expedición de éste al Daulaghiri; es el misterio que habita en nosotros y que, como niños adentrándose en parajes desconocidos, intenta dar respuesta a un impulso ancestral buscando qué hay más allá, hasta dónde podemos llegar, quizás esa última rama del árbol que de infantes queríamos alcanzar porque un imperativo interior nos empujaba a ello.

Cosas que duermen dentro de nosotros y que despiertan a medias cuando leemos un buen libro. Esto piensa mi personaje de Invierno: Nuestra vida mediocre no nos permite creer, cómo trascender, salvar ese escalón que va de la vida corriente y la mediocridad a la locura, la ascesis, la fe que hace que uno se vuelva como los dioses, creer en una misma y ser capaz de izar el barco hasta el collado de la montaña. Cuando llegamos allí hemos trascendido la puerta invisible que nos impedía el paso y ahora somos como los héroes, poderosos, sublimes, hermosos, la naturaleza nos ha ofrecido su ayuda y podemos cabalgar entonces sobre las aguas y los bosques, Cristo sobre el Tiberiades, Kurtz dominando las fuerzas salvajes de la selva, Aguirre arrastrando su obsesión a través de los tortuosos e infectos senderos que la locura ha transformado en reto posible, o Klaus Kinski llorando la encarnación de su propio personaje asimilado después de meses de rodaje como un segundo yo del que jamás podrá separarse ya en vida.

El panorama del Himalaya y sus campamentos base es un ejemplo hoy de cómo vamos poco a poco espantando, me temo, casi todo el misterio que encerraba esta clase de aproximación a lo desconocido, el que vivieron los primeros exploradores, Mallory, Hermann Buhl, tantos, o los exploradores que surcaron los mares o atravesaron las selvas de África o América. Hoy vamos convirtiendo poco a poco la aventura en un enlatado producto que cada vez es más difícil de sortear. Viajar, escalar, atravesar montañas a pie, actividades en las que dormía un espíritu de aventura y encuentro con la soledad de la montaña, una relación íntima con la Naturaleza, cada vez se convierte más y más en “otra cosa”, mucho, mucho ruido y pocas nueces. Hoy es necesario cerrar los ojos y hacer un enorme ejercicio de intimidad, buscar caminos poco frecuentados, explorar la noche y la soledad para encontrar algo de ese espíritu de quien buscaba en la Naturaleza y las montañas una respuesta a esa alma que impele a nuestro yo anhelante de belleza, reto y recreación a buscar en la aventura el eco de aquel impulso ancestral que llevaba a Kurtz, a Aguirre o Fitzcarraldo a remontar ríos de aguas tortuosas o a explorar los confines de un continente.

 

 

 

 

 

 

 

 


viernes, 20 de agosto de 2021

Tras la siesta

 



El Chorrillo, 20 de agosto de 2021

 

Quitando un rato que estuve comentando una entrada en FB que hablaba de que todos éramos unos virus, unos desalmaos, vamos, que estamos arruinando el monte y todo eso, y que yo quise puntualizar porque aunque la modestia obliga a veces a utilizar la primera persona del plural para hablar de males generales, yo no estaba de acuerdo, quitando ese rato, me he pasado la tarde leyendo, primero una novela, Invierno, que escribí hace años y que estoy descubriendo como un libro que merecería imprimirse y estar en las estanterías de las librerías; de hecho lo he empezado a leer porque me han pedido el manuscrito desde una editorial italiana que tiene de logotipo un gato como que te está mirando pronto a salir disparado. El libro lo escribí hace bastante y de hecho creo que no lo he leído tras haberlo dado por terminado; pasé unas semanas tan metido dentro de él, del personaje, quiero decir, que quedé exhausto. Total, que ahora que me han pedido el manuscrito he decidido leerlo y encuentro que el libro está bastante bien, pero, jo, es denso, cansado, me fatiga leer y debe de ser porque en toda la obra no hay ni un punto, ni una coma y ni siquiera una mayúscula, tan sólo de vez en cuando aparece un renglón en blanco que es como una isla en una travesía marina, un respiro que parece marcar un cambio de tiempo en el monólogo de la protagonista que es precisamente una mujer, alguien de quien estuve enamorado y que, cuando me dejó, mi alma quedó hecha una piltrafa. En la novela creo recordar que ella al final se pasa por el cuello una cuerda que colgaba de la rama de un árbol y se deja caer. Creo, no estoy muy seguro. Es un final que me lo sugirió un trozo de cuerda de escalar que usaba hace medio siglo y que no sé por qué razón quedó colgando de la rama de un árbol de la parcela. Quizás en otro tiempo fuera el soporte de una hamaca. Decía que primero fue Invierno, pero terminé por cambiar de historia y me fui con El guardián entre el centeno, que me estaba esperando desde hace semanas, de cuando un día descendía por un aridísimo valle de los Alpes y se me habían acabado unos cuentos de Salinger, y que trata de las peripecias de un muchacho enfrentado al fracaso escolar y a las rígidas normas de una familia tradicional. Total, que tumbado como estaba en la cama frente al ventilador después de leer una veintena de páginas me empezó a entrar sueño y decidí incorporarme, que no iba a ser cosa de pasarse el día en la cama, que luego el cuerpo se te queda como acartonao. Y aquí estoy a ver qué coño escribo, que yo iba a hacer otra cosa, pero es que los dedos se aproximan al teclado y ya pierden el norte, es como cuando se te empieza a empinar sin que te des cuenta y sin saber muy bien por qué ya no tienes más remedio que seguir el juego a la cosa. Eso de lo que uno no tiene la culpa y que la especie, o como quieras llamarlo, metió en algún lugar bajo el pelo para que el mundo siguiera adelante, que si no, ya me dirán, con lo jodido que está el mundo, no sólo por los talibanes y toda esa mierda de gente que sólo aspira a que el oro les salga por las orejas, que parece que dentro de poco va haber que hacer cola para subir a los montes o bañarte en una playa, que somos muchos para un mundo no suficientemente grande, que si no a qué tanto seguirle el juego a las neuronas y a toda esa suerte de ingredientes que… pues eso. Pues eso, que a unos se le soliviantan las neuronas ante ciertas presencias de seres de diferente género de la especie homo sapiens sapiens y a otros las yemas de los dedos sobre la suave calidez de un teclado. ¿Quién creerá a estas alturas que escribir pueda asimilarse a eso que mal llaman hacer el amor? Pues sí que se puede, qué leñe, que cuando el gustito empieza a subirte por dentro y correteando correteando se desliza desde la materia gris del cerebro hasta las mismísimas yemas de los dedos, algo parecido sucede. No terminará la cosa como una irrupción de fuegos artificiales con ayes y jadeos pero ¡ay!, ¡ay! su anillito de plomo,/ ¡ay! su anillito plomado, con cuánto gusto el lagarto y la lagarta, con sus delantalitos blancos, irán en busca de su anillo plomado, una idea, un párrafo, una metáfora, algo con que pintar sobre el lienzo de la pantalla, donde las palabras saltan y saltan unas veces al tuntún, otras acompañada de costosos argumentos, algo, unos garabatos, con que marcharse a la cama contento como un niño. No sé si mi libro gustará y esa gente que se dedica a ordenar las historias en las páginas de un libro se decidirá a publicar ese Invierno, una historia de amor que como tantas historias de amor terminan en desgarro, dolor y lágrimas o si esa otra historia que suscitó Uge, citando Matrix, en donde los sapiens parecen destinados a convertir el mundo en un lugar inhabitable, o acaso si ese despechado adolescente de la novela Salinger será capaz con la soltura de su lengua de aliviar la hipocresía general que  también parece formar parte de la esencia de ese mundo en que vivimos… No lo sé, pero en cualquier caso la hora de la siesta ha concluido y ahí quedan los interrogantes para seguir alimentando el estómago del dios de las pequeñas cosas sin resolver. 

 





jueves, 19 de agosto de 2021

Bendita libertad

 

El original lo "robé" del muro un amigo. Gracias, Toti.


El Chorrillo, 19 de agosto de 2021

 

Ayer tropecé en Twitter con una entrada que citaba a Martín Gaite y que ponía su atención sobre un aspecto del feminismo que acaso sea una negación de éste, o de una parte de éste, al menos en aquellos aspectos en que la lucha por la igualdad de derechos de la mujer y el hombre ha venido a convertirse en un pormenorizado trabajo de impostación de la feminidad en la que se atisba cierto clima de enfrentamiento de género y una tendencia a hacer valer los logros femeninos, ahora o en los tiempos históricos, frente a los masculinos como avales de esa igualdad que defienden. La cita de Martín Gaite es ésta: “Cuando una mujer no pretenda demostrar que ni es muy mujer ni que deja de serlo y se entregue a cualquier quehacer o pensamiento desde su condición sin forzarla ni tampoco enorgullecerse de ella, sólo entonces será persona libre”.

Mi convencimiento de que el feminismo, o una parte considerable de él, hace agua por muchos agujeros y necesitaría reconstruirse sobre un ideario en donde ni complejos ni una impostación retadora de género tuvieran lugar, me invita a compartir algunas reflexiones que ha suscitado el haber intercambiado por guasap con dos amigos la cita de Martín Gaite. La primera observación de A, que plantea de entrada la apostilla de un feminismo que actualmente es más inteseccional que nunca y que reconoce por tanto que no sólo existe un eje de opresión, el género, enfatiza la idea de un nuevo feminismo que probablemente se cura de los errores que la lucha feminista anterior ha suscitado en su afán por revertir el proceso de predominio del hombre sobre la mujer, para englobar esa opresión dentro de un problema general que discrimina no sólo a las mujeres frente a los hombres sino a unos seres humanos frente a otros en razón de factores varios como el color de la piel, la extracción social, la situación económica, etc.

Ante un planteamiento de esta especie, si es que el feminismo acepta ser una parte más de esa opresión generalizada de unos seres humanos sobre otros, los argumentos en contra del feminismo obviamente se abren paso con mucha más dificultad. La duda es si ese feminismo “actual” es el feminismo general del que hablamos.

Una objeción es que se ha centrado tanto el problema en el concepto género, la violencia de género sin más, en el hecho de la situación generalizada, realmente dramática, de que son las mujeres las víctimas esenciales de esa violencia, que probablemente se olvida que también es violencia de género cuando el hombre es el sujeto paciente de ésta. ¿Violencia de género o violencia de unos sobre otros sin más? Violencia, ¿la que se da a lo largo de la historia de unos pueblos sobre otros, de unos seres humanos sobre sus vecinos, toda la engendrada por las guerras?

Contestaba yo a mi amiga A que no estoy muy al tanto de eso que ella llamaba nuevos feminismos y por tanto me era difícil opinar, pero lo que sí es cierto es que hay un feminismo muy generalizado que ha desbordado la lógica de la convivencia hombre-mujer para convertirla en un litigio que, siendo de género especialmente, no siempre, olvida que sólo es parte de un problema de convivencia y justicia general. ¿La determinación de un problema que llamamos de género se debe realmente a la confrontación del hombre por ser hombre contra la mujer por ser mujer? El caso de Ángel Hernández, el hombre que ayudo a morir a su mujer con esclerosis múltiple, fue derivado al juzgado de violencia de género. ¿Violencia de género?

B enfocaba el problema desde otro ángulo. Escribía: “A mí este tema de la mujer me recuerda a la brillante idea de Marx: "Un negro es un negro, sólo bajo el sistema capitalista lo convierte en un esclavo. Una máquina de coser es una máquina de  coser, sólo bajo un sistema capitalista se convierte en un medio de producción." Así una es una mujer”. Una consideración que a mí me hacía pensar, volviendo a Martín Gaite, es eso que a mí me llamaba la atención, ese énfasis que ponía ella en no querer demostrar nada, ni siquiera defender esa obviedad de igualdad de consideración de hombres y mujeres como seres humanos de la misma condición, que hacía que se pudieran entregar a cualquier tarea sin que la condición de mujer interfiriera en sus actos. El final de su cita me parecía digno de ser colocado en algún frontispicio para que no se nos olvide, ese "sólo entonces será libre". Libre porque ya no dependerá de lo que determinada gente diga o haga. Se seguirá encontrando problemas y rancios personajes en su camino, pero será libre porque dependerá de ella misma y no de ninguna feligresía machista trasnochada. En consecuencia respondía a B con lo siguiente: Sin embargo a mí no me preocupa demasiado cómo la sociedad o el sistema capitalista ve o deja de ver al negro o a la máquina de coser, lo verdaderamente preocupante es cómo se ve el negro a sí mismo. Y si no leo mal es el razonamiento hacia donde apunta Martín Gaite. Ser libre implica no verse obligado a demostrar que eres negro o máquina de coser, sino saber encontrar y hacer el propio camino "sin forzar o enorgullecerse de ello". Sigue tu camino y olvídate un tanto de los inconvenientes que tiene vivir necesariamente bajo la presión de un entorno tantas veces irracional, interesado o anacrónico.

Y mi amigo insistía: “Una mujer es una mujer, sólo bajo un sistema machista se convierte en un ser subsidiario”. Que de hecho una pequeña parte de la sociedad oprima a una mayoría o ésta sea subsidiaria de la minoría, no merma la valía de la mujer ni de aquellos con menos capacidad de maniobra; son las fuerzas puestas en juego y su capacidad de acción las que determinan el dominio de unos sobre otros. Un asunto que se resolvería si las mayorías ejercieran su capacidad de convocatoria y acción para contrarrestar la injusticia que se perpetra desde siempre de unos sobre otros. Una mujer es una mujer y un negro será siempre un negro por mucho que una parte de la sociedad siga forzando a la mayoría a una condición subsidiaria. Para objetivar hasta donde la valía o no está presente hay otros sistemas de medida, podemos ver quién es capaz de hacer en menos tiempo los cien metros lisos, o crear la mejor música. Las creaciones de Clara Schumann o las de Camille Claudel no son menos creaciones porque sean mujeres, pese a Robert Schumann o Auguste Rodin, es lo que las rodea las que yerran en su apreciación debido a condicionamientos de una época. Galileo no desmerece en la Historia, desmerecen sus coetáneos. Ergo, una mujer es una mujer, un negro, un negro y ni una ni otro necesitan de la sociedad para que los santifique. Es decir, ni hombres ni mujeres tienen necesidad de ser bendecidos por el hisopo de esta santísima sociedad para tener su lugar de igualdad y consideración en el mundo.

El sistema machista, como otros sistemas, constituye un orden de fuerzas cuyos vectores dependen del poder, la lucidez o la torpeza con que sus componentes se mueven. Es cierto que la presión social a veces es terrible, contra las mujeres, los inmigrantes, los negros o lo que sea, pero ello no merma la verdad, sea ésta la que mantiene Giordano Bruno o el hecho de ser mujer.

La conversación vía guasap continuó todavía por un buen rato, pero creo que con lo dicho llego a ese límite tolerable con el que es posible compartir alguna reflexión a vuelapluma.






jueves, 5 de agosto de 2021

El caballo de Ariosto

 



El Chorrillo, 5 de agosto de 2021

 

Mis sensaciones unos días después del regreso a casa se han  vuelto mucho más amables que aquellas que me perseguían volando sobre el Mediterráneo días atrás. Ahora mi cuerpo descansado respira de otra manera. Son pocas las cosas que tienen importancia. Es una constatación, una fuerte sensación que acaso me están soplando en el oído las ráfagas de aire que me larga el ventilador sobre el cogote. Ayer hablé con un amigo que todavía anda dándose de hostias con un cáncer que semanas, meses atrás, le podía haber llevado la vida por adelante. Hablaba con la voz firme de los hombres fuertes que se han curtido entre las montañas desde la juventud.

Ariosto, cuando comenzó con la escritura de su Orlando Furioso, hizo dar vueltas al caballo durante un puñado de páginas; tenía necesidad de escribir y lo hizo, pero el caballo no arrancaba, iba de un lado para otro, no se decidía por ninguna dirección. Necesitó entrar en calor para iniciar al fin algo, “algo”. Ese algo que trato de atrapar yo esta tarde en que después de juguetear con el Photoshop y cambiar el nombre a mi blog por unas semanas, tuve el impulso de escribir sin que en absoluto se me ocurriera nada. Así que con el caballo ando de aquí para allá…

El ventilador ronronea a mi espalda. El té y las pastas me han dejado tibio el cuerpo y, tras dedicar un par de horas a organizar las semanas venideras, en que me he decantado por seguir haciendo de las cumbres y de las noches una fuente de sensaciones y reposo, ya estoy de nuevo en disposición de volver a mi vagabundaje estival. Un puñado de cumbres del Pirineo me esperan para conciliar mi sueño, y probablemente alguna que otra más que me pille por el camino. La casa está en paz, mi chica este año está tan enamorada de su parcela y sus flores, al punto de hacer de todo ello un placer, que por fuerza libera mi conciencia tanto como para poder relegar hasta mi vuelta cualquiera de esos trabajos algo más duros que los hábitos asignan al género masculino.  

Lo último que he leído esta mañana en un blog trata sobre la religión en la escuela, un tema que de algún modo todavía toca las fibras más sensibles de mi yo, ese que tantos años dedicó con vocación a intentar mejorar el mundo a través de los infantes que pasaron por mis manos. El medio en donde di clase durante más de treinta años estaba tan poco preparado, en general, claro, para poner en duda los mismísimos hechos del Génesis, que cuando en clase surgía alguna pregunta que rozara la ortodoxia oficial, no tenía más remedio que remitir a mis alumnos a la clase de Religión que impartía don Gregorio, el párroco de la localidad. En algún momento llegó incluso a ser problemático hablar del Big Bang. Hoy ya, sin requerimientos que me impidan decir lo que pienso, y considerando que, a la luz de los conocimientos que tenemos actualmente, la evidencia de que las religiones no son otra cosa que meras ficciones con las que los sapiens quisieron atenuar el hecho de la muerte o los sufrimientos que acompañan a la vida, la existencia no necesita de dioses que saquen a los sapiens las castañas del fuego. El autor del texto se oponía a que se incluyera la religión, cualquiera de ellas, en los programas de enseñanza.  Imagino que se refería a una enseñanza proselitista encaminada a dar continuidad a unas creencias y a unas prácticas propias de específicas religiones.

El tema es complejo lo suficiente como para que sea imposible meterlo en el corsé de unas pocas líneas, pero, estando de acuerdo con la desaparición de la enseñanza de la religión en las escuelas, algo que debe pertenecer al ámbito exclusivo de las mezquitas o las parroquias, no lo estaría si ello implicase la desaparición del estudio de las religiones como elemento cultural esencial a lo largo de los siglos, de parecida manera a que estaría en desacuerdo si quedáramos privados de la enseñanza de los clásicos griegos, de la lectura de la Iliada o del Mahabarata, de la Biblia o del Tao Te Ching. Las aportaciones que han hecho directa o indirectamente las religiones a la cultura son tan fabulosas que sería estúpido prescindir de ellas. De desear sería que se estudiaran las religiones, incluyendo sus horrores y sus bondades, como parte de la evolución del desarrollo del pensamiento y del comportamiento de los humanos. Deberíamos saber cómo ha sido posible, qué mecanismos han intervenido, para que  a lo largo de miles de años millones y millones de seres humanos hayan asumido lo que hoy nos parece, a muchos, un cuento infantil como una verdad indiscutible.

De la tenacidad y del esfuerzo de los sapiens es de donde surge el hombre capaz y creativo, la cultura, todo lo que tenemos y que hace la vida más llevadera, más excelente. Un septuagenario puede quedarse apoltronado en un sillón esperando la venida de Godot, pero también puede eso que ya casi es un tópico enunciar, hacer de su vida un arte. Estudiar, hacer frente con entereza a una enfermedad, fracasar catorce veces en subir un ocho mil y volver al siguiente otoño por quincuagésima vez a intentarlo. Si dejas de pedalear te caerás de la bicicleta. Todo ello me recuerda también las posturas que mantenemos frente a la realidad, lo fácil que es yacer en los brazos de otros que piensan por nosotros, que nos mantienen en un sentido edulcorado de la vida con sus paraísos y sus dioses protectores, y ególatras, que nos llevarán en volandas después de una insípida vida a vivir eternamente la más sosa y fofa de las existencias.

Era muy jovencito cuando leí Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. “He aprendido a andar; desde entonces me abandono a correr. He aprendido a volar; desde entonces no espero a que me empujen para cambiar de sitio. Ahora soy ligero. Ahora vuelo. Ahora me veo por debajo de mí. Ahora baila en mí un dios”.

La fuerza que desprendía aquella prosa en tiempos en que habíamos empezado a practicar la escalada y a experimentar la fuerza que surgía de aquella actividad que llevábamos a cabo en la montaña, abonó una manera de vivir y de enfrentarse a la realidad, que hoy, cuando hablaba por teléfono con el amigo al que me refería más arriba, se revelaban en él, en medio de un cáncer invasivo, como una poderosísima herramienta de entereza y amor a la vida.

Un abrazo y forza!, L.

 


martes, 1 de junio de 2021

La hora de la siesta

 



El Chorrillo, 1 de junio de 2021

 

¿Qué vas a hacer este verano? No sé, vivir, imagino, tirar de la mochila, buscar el cansancio sendero arriba entre los bosques y las laderas de los montes. ¿Qué otra cosa se puede hacer si no? ¿Cazar gamusinos? Esperar que me vengan las ganas de escribir algo, podría ser una propuesta válida. ¿Dónde? Todavía no lo sé, en un lugar donde halla el menor número de gente, rincones solitarios donde tumbarme a ver pasar las nubes o a escuchar la música de un arroyo. Qué mismo da, un lugar de esos que cada vez cuesta más trabajo encontrar y que por otra parte tengo continuamente a mano en mi propia casa, un trozo del mundo ideal para pasar el resto de la vida. Ahora, por ejemplo, que los estorninos han abandonado los árboles de nuestra parcela y se ha producido un repentino silencio sólo roto por los ruiseñores, los mirlos, los carboneros o algún que otro pajarillo. Ahora que la brisa mueve delicadamente las hojas de los árboles al final de un día caluroso. Ahora, al final de un día de duro trabajo de arreglar setos y de esas tareas de mantenimiento que impiden que nuestra parcela se convierta en una selva. Ahora que percibes que en esto puede parar el resto de la vida. Ese ahora que podría ser siempre, no más que cuidar nuestra casa y procurar cobijo a las pequeñas bestezuelas con las que compartimos este pequeño espacio arbolado al sur de una gran ciudad.

Y es que tenía el cuerpo muy cansado y después de comer me eché en la hamaca a dormir la siesta y fue como sentir que el cansancio, el sopor y yo mismo  fuéramos una misma cosa, sin fuerza más que para seguir durmiendo. Me levanté después de un buen rato, sin embargo. Era domingo y se acercaba la hora de jugar la habitual partida de ajedrez con Paco, pero me pesaba tanto el cuerpo que hube de mandarle un mensaje diciendo que mejor dejábamos el ajedrez para otro momento. No obstante me incorporé, salté de la hamaca y me dispuse a merendar con Victoria; unos albaricoques que habíamos recogido del árbol el día anterior y un flan con nata. Con esto y con la conversación posterior ya estuve en condiciones de razonar mejor.

Como llevo días deshojando la margarita del verano, fue lo primero de que eché mano cuando se marchó Victoria. De pronto, pensando en itinerarios y los problemas cada vez más acuciantes de la masificación que está sufriendo la montaña, me asaltó la sensación de que el mundo se me estaba haciendo pequeño. Hasta en los Alpes me costaba trabajo encontrar un itinerario a mi gusto que no tropezara en su recorrido con la tropelía de las masas o la de los mercaderes de la aventura. Estaba también la otra posibilidad de seguir sumando cumbres para mi sueño bajo las estrellas en Pirineos o en cualquier otra parte del mundo, pero una vez más me tropiezo con esa fragilidad que se me va metiendo en los huesos poco a poco al tiempo que cumplo años, dificultades específicas en una arista, un corredor, la incertidumbre de que en alta montaña cambie repentinamente el tiempo y me pille por encima de los tres mil metros. Esas cosas.

La hora de la siesta fue siempre un tiempo propicio para la ensoñación. Este año mejor porque al fin di con una hamaca que lleva mosquitero incorporado, un pequeño espacio a medio metro sobre el suelo en que mirar al mundo y sus problemas con discreta lejanía. Hora de cerrar los ojos y atender livianamente a lo que venga, por ejemplo, la última entrada de uno de esos solitarios que pueblan el mundo. Julio, se llama. Contaba en su post que había salido de trabajar a las diez de la noche y en un arranque de necesidad de respirar el perfume nocturno en soledad, se había metido en el coche y tirado para La Pedriza.  Bosque arriba, a la débil luz de la luna había alcanzado el arroyo de la Ventana, se había desviado posteriormente por la trocha del Callejón de las Abejas, que ni idea de cómo se puede subir por ahí de noche sin perderse, y pasada la una de la mañana al fin había encontrado un lugar para tenderse en el suelo y descansar de su apresurado caminar nocturno. Paqué, dirían muchos. Paqué con lo bien que se puede subir de día, Paqué si no ves nada en plena oscuridad, Paqué ir solo con lo bien que se va con otros compinches con los que amenizar la ascensión. Paqué; pues porque hay gente pató. Y porque si no hubiera gente pató el mundo iba a ser más aburrido. En el fondo son divertidos estos tipos raros que pueblan el planeta, gente que va a su bola y  donde hay vino, beben vino; y donde no hay vino, agua fresca; gente con la que te puedes encontrar a las tres de la madrugada en lo intrincado del monte agarrada a un trípode tratando de atrapar con su cazamariposas de luces y sombras un poquito de belleza.

Y junto a Julio me viene también el recuerdo de otro solitario, éste, un explorador , un maño, creo, que se fue a vivir al extremo norte de Noruega y al que a veces sigo en sus largas y solitarias excursiones sobre las heladas tierras de la taiga. Gente “rara”, al decir del común de los mortales, a la que recuerdo tras la hora de la siesta mientras me balanceo en la hamaca abstraído y reconfortado por el hecho de saber que a fin de cuentas todavía existen locos de atar en un mundo cuya apabullante normalidad me pone a veces los pelos de punta.

Il dolce far niente de la hora de la siesta, la brisa, los recuerdos terminan por dejarme el alma fresca como una lechuga. ¿El verano? ¿Vegetar en casa a la sombra de los árboles, recorrer los Alpes, caminar como Julio en la noche por bosques y montañas, plantar mi tienda en la taiga noruega bajo el sol de la medianoche emulando a José Mijares, darme una vuelta por las islas Lanfoten? La maravillosa suavidad con la que transcurren los pensamientos a esta hora hacen posible cualquier cosa, el mundo es un pañuelo y el tiempo no existe.