El Chorrillo, 6 de septiembre de 2018
Los carboneros y los gorriones han vuelto a venir al
comedero después de muchas semanas. Ahora les veo revolotear en torno al
alpiste mientras escribo. En nuestro jardín los pájaros se comportan como las
tribus, no se mezclan unos con otros, si hoy vienen los carboneros a comer, los
gorriones se muestran alejados y viceversa. El petirrojo, más independiente que
el resto, sólo aparece cuando el escenario está despejado. Se sube al borde del
comedero, mira inquisitivamente a un lado y a otro y cuando está seguro de que
no hay moros en la costa, picotea complacido las semillas de alpiste. Otros
como la curruca sólo vienen a bañarse, aterrizan sobre el borde del recipiente
de barro que tengo colocado bajo el comedero y despreocupados se zambullen en
el agua agitando alegremente sus alas.
No entiendo bien esta mi última afición a pasar todas las
tardes colgado de los capítulos de libros que hablan de continuas ascensión a
complicadas y difíciles paredes del Himalaya. Desde que he llegado del Pirineo
no he hecho otra cosa que andar de una parte de aquella cordillera a otra. Me temo
que estoy bajo cierto síndrome de abstinencia. Veo que tengo muchos años y que
estos no perdonan y acaso siento que la sangre que corre por las venas de otros
son parte de mi propia sangre y aunque ni en esta vida ni en muchas posteriores
yo sería capaz de aproximarme mínimamente al tesón de estos hombres de los que
leo sus ascensiones, creo que ellos y yo estamos en un parecido escenario
metafísico y afectivo. Cuando Kurtyka y Kukuczka se hayan retenidos en su vivac
por el mal tiempo a ocho mil metros, mientras hacen la travesía de las tres
cumbres del Broad Peak, resulta curioso que el primero se entretenga en
especular sobre la belleza: un hombre bello, una bella partida de ajedrez, una
bella charla, una bella música. Curioso porque, acostumbrados como estamos a
percibir a estos extraordinarios escaladores como devoradores de grandes
paredes, no caemos en los motivos primarios que subyacen con mayor o menor
intensidad en todos ellos. Los eternos porqués que nos hemos hecho siempre en
torno a nuestra actividad en montaña tienen naturalmente respuestas muy
distintas según los individuos, pero es innegable que todos mamamos de la misma
madre nutricia: la belleza, la superación de uno mismo, el sentimiento de
fuerza que acompaña nuestro progreso y la llegada a una cumbre, el íntimo
contacto con los elementos, la sensaciones que rondan a quien vivaquea en alta
montaña bajo las estrellas o se ve sorprendido por la tormenta. Y también, como
remate a estas aproximaciones: subir y subir, entre otras cosas, para descubrir
con gran satisfacción que soy más fuerte que mis debilidades. Cuando volvía de
la montaña, cuenta Bernadette McDonald de Kurtyka, era una persona diferente,
más introvertido, completamente en paz consigo mismo. Traía ese nivel de calma
interior que la vida cotidiana no puede proporcionarte.
Me temo que mi repentina afición a la lectura de estos
libros tiene mucho que ver con esa indómita necesidad de no adormilarse. Se
pueden leer los libros de aventuras como simple entretenimiento, como algo
ajeno que les sucede a otros en lejanas tierras o en circunstancias difíciles,
pero los libros de montaña no sé qué coño tienen que siempre terminan
poniéndome nervioso. Hay algo de lo que leo en ellos que me transporta de tal
forma a las dificultades de sus protagonistas y a sus peripecias, al
sufrimiento, al miedo o a la capacidad de decisión que de algún modo reproduce
a mi nivel una suerte de escenario que me provoca y me invita a no adormilarme.
Observar a hombres fuertes y decididos, o muchachos como es el caso de Álex,
del que hablaba el otro día, estimula el deseo de encontrar momentos de
plenitud y belleza. Y probablemente para ello no existe mejor escenario que la
naturaleza, que nuestras montañas.
Digamos que la lectura alenta una tensión que mi voluntad
necesita para seguir viviendo con dignidad. Días atrás escribía en algún lugar
algo sobre Dersú Uzalá. El hombre librado a las fuerzas de la naturaleza y al
ambiente duro de caminar y subir montañas vive, y especialmente si lo hace en
soledad, una suerte de paz interior. También me identifico con Dersú, no sin
razón la profesión de vagabundo es la que más me cuadra. Días atrás una amiga
me escribía hablando de su estado de ánimo tras unos días en el Pirineo. Estaba
sola en la cama de cara a una ventana que de vez en cuando se iluminaba con los
relámpagos de una tormenta. Estoy tranquila, en paz conmigo misma, decía. Hace
años que no lo estaba y creo que mi salida al Pirineo ha contribuido a ello. Lo
que sucede en el Himalaya o con Dersú Uzalá en el Extremo Oriente ruso son
luces que alumbran mi camino y que me conducen a esa paz interior de que
hablaba mi amiga.
Son las diez de la noche. El despertador ronronea frente a mi
cama emitiendo un quejumbroso ruido de aburrimiento. Los aspersores se mueven
fuera como pajaritos mecánicos de un disco rayado. Las tardes han vuelto a ser
calurosas. Hoy, presionado por la necesidad de reducir peso en mi próxima
salida en la que deberé caminar durante una semana sin ningún tipo de
aprovisionamiento intermedio, tuve que dedicar un buen rato a enterarme sobre
asuntos de nutrición que nunca llegué a aprender. Después de empollar algunas
horas he conseguido hacerme unos menús muy chulos para estos días en torno a
las tres mil kilocalorías por día. Platos liofilizados, fideos chinos
deshidratados, frutos secos, muesli barritas, capuchinos, caldos, té, un total
de seis kilos, que unido a los doce o trece de la mochila preparada para un
clima de invierno templado y a los útiles de cocina van a llegar seguramente a
los veinte kilos. He tenido que hacerme con una mochila de cincuenta y ocho
litros. Sudo tinta sólo de pensarlo. Yo que ya hace quince años consideré mi
límite de carga en los diez, doce kilos... Para esto debe de servir libros como
los que leo estos días. Ellos me dicen: tío, no te quejes y tira millas. Y de
momento obedezco.
Comprendo perfectamente tu desasosiego y nerviosismo cuando lees “ciertos” libros de montaña, a mi también me produce las mismas sensaciones, y el hecho de en esta última década haya ido al Himalaya, Karakorum, Andes, y la montañas de África, se debe a las lecturas de los libros de montaña, y sobre todo Messner y los
ResponderEliminarpolacos, que lastima que los rusos no escriban.
20 kg son una barbaridad, en el Baltoro tuve que llevar durante una hora mi petate con 22 kg y termine molido, también es verdad que estábamos a 4200 m y la altura es lo que más pesa.
En tu travesía de Landmanalaugar, no tendrás altura pero vas a tener que cruzar ríos helados, carga con unas cangrejeras para cruzarlos.
Us irás contando.
Cangrejeras. No conocía yo esa palabra. Tengo alguna experiencia en vadear ríos, el más frio en Jotunheimen en Noruega, pero la verdad es que me imponen siempre. Hoy localicé el relato de alguien en la ruta de Landmannalaugar al cruzar el río Grashagakvísl cargado de agua y no se sé yo si las cangrejeras serían suficientes o se necesitaría algo más. Veremos, el pronóstico del tiempo es típicamente malo, incluso nieve en alguna web.
ResponderEliminarLos libros. Después de comer suelo leer un poco pero siempre termino quedándome sopa. Bueno, pues desde que ando con lo libros de montaña se acabaron las siestas. Me tienen en vilo. Son un buen antídoto para no adormilarse en la vida.
Las palabras sabias alientan tanto como la necesaria comida en el saco, y son mas ligeras de transportar. En el alma cabe mucho y no pesa en ese makuto metafísico.
ResponderEliminarNo llegué a ver tu comentario hasta hoy. Un gusto leerte.
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