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El origen del mundo. Courbet |
El Chorrillo, 19 de noviembre de 2024
Le decía el otro día a un amigo en contestación a un
comentario que había hecho a un post mío titulado Morir, que hablar de la muerte me gustaba, que era un asunto que me
fascinaba, especialmente desde que he ido cumpliendo muchos años. Misterio,
milagro, constantes interrogantes la rodean; todas las religiones han vivido
siempre obsesionadas por ese tema, y especialmente por eludirlo. A mí me sucede
algo diferente, me intriga, me apasiona y pienso en ella con bastante
frecuencia. Últimamente hasta llego a imaginármela de parecido modo a como lo
hacía Argullol, al que ya cité al respecto en un post anterior, que escribía que
la muerte es sólo un manjar desconocido en el banquete de los sentidos.
Bien, también debo decir que el origen de la vida me
fascina, que de un hombre y una mujer copulando surja así sin más una vida, por
mucho que lo veamos en nosotros, en los animales o en las plantas, me asombra, escapa
a mi comprensión. Sí, todo lo natural y cotidiano que se quiera, pero cuando
uno cierra los ojos, echa por la borda los razonamientos e intenta comprender,
eso ya es otro asunto. ¡Existen tantas cosas que escapan a nuestra comprensión!
Casi todo lo importante resulta difícil de comprender. No doy más rodeos. Hoy
me toca hablar del extremo opuesto a la muerte, de ese lugar y de ese entorno que
según Courbet es el origen del mundo y la humanidad.
El sueño de
mi personaje de hoy se encontraba frecuentemente poblado de sugerentes
imágenes. En ciertos días, allá donde pusiera la vista encontraba matas de pelo
negro; entre las sábanas, desperezadas, blancas, arrebujadas o desplegadas indolentes
entre las piernas, siempre asomaba la sombra oscura, los rizos morenos; la
calle misma era un bosque de matas de pelo moreno insinuándose en su imaginación
con la fuerza obediente que guía la aguja imantada hacia septentrión. Será la
primavera, se dijo, cuando la vio aquí y allá; y no solamente en las macetas de
los geranios o en el parque junto a su domicilio, también se había derramado
por la calle instalándose en esos especímenes que guardaban procelosamente el
tesoro que ahora se había convertido en objeto pervertido de su deseo. Había
llegado en forma de insinuación, alusión, eufemismo, perífrasis, lo que se quiera,
pero presente y alarmante como una bomba dispuesta siempre a explotar en su
cerebro. ¿Qué eran si no esos, cómo los dicen, traseros, nalgas, bellos gluteos
contoneones como reyes del universo en mitad de la calle? ¿o las otras partes
del cuerpo deseosas una por una de mostrar un saludable aspecto a los ojos de
los viandantes? ¿o el guiño de la abertura de los pechos asomándose juguetones
y saltarines por el escote de los vestidos?
La presión de la mata
crecía con regularidad, no había mujer
con la que se cruzase que no alentara el deseo de tentarle mañana
despertó con la resaca de un sueño a medio concluir, tenía los labios y la
mirada de la camarera del restaurante de la acera de enfrente; hizo un intento
de recuperar el perfil del sueño, pero no fue capaz de hacerse con la trama
interrumpida; rondaba excitante su sombra, pero la intensidad de la mirada
cómplice, el matiz unívoco de su insinuación había desaparecido de su memoria.
El esfuerzo por recuperar aquella imagen fue inútil.
Transcurrió un tiempo
impreciso que fue roto, por fin, con una visita al cuarto de baño. Cuando
volvió reparó en la cama, el revoltijo de la sábana blanca llamó su atención.
Algo en su cerebro hizo que conectara con una realidad lejana, otra sábana que
cubría el cuerpo desnudo de una mujer, Delia, su lejana amiga Delia volvía a
surgir de un rincón de la memoria, débil, pero de forma inequívoca ante la presión de un sueño al que no lograba
dar alcance; el calor animal de la hembra parecía convocar a este nuevo recuerdo.
¿Dónde era aquello? ¿La mata de pelo de ella como asomando el hociquillo entre
las sábanas, una pierna por allí, otra por allá, el cuerpo ausente, perezoso,
bajo el ronroneo del ventilador? Ella dormía plácidamente; el ruido del tráfico
en la calle era ensordecedor, pero ni la luz ni el tráfico parecían rayar la
superficie del sopor de aquel cuerpo derrengado y revuelto con las sábanas,
entre cuya blancura asomaba escandalosamente aquella perturbadora mata oscura.
La imagen pedía mayor nitidez. Recordó a aquella lejana amiga; hurgó en la
memoria. Ella dormía. Investigó la mancha oscura, la intentó llenar de
significado. Saturar de detalles y contenido las imágenes era la manera de
llegar al conocimiento de la perturbación de aquella mañana. Lo que él quería
era saber por qué suceden las cosas, por qué en esa oscuridad entre los muslos
paraban sus pensamientos cada vez que aquella primavera le traía la presencia
de una mujer.
Pospuso el esfuerzo
de su memoria como barrenando esa mañana en el pasado en busca de una imagen
nítida que llenara con su fascinación el momento. Se propuso hacer un ejercicio
de racionalidad que lo liberara de la presencia obsesionante de la sábana
blanca en donde brotaba como una fiesta en expectativa, como una flor exótica, un
pequeño jardín de rizos claros, núbiles, que salpicando la piel clara entre los
muslos se adensaba de repente hasta hacerse profundidad oscura, mata de pelo
misteriosa. Quería, pero no podía. Repasó lejanos conocimientos de biología,
indagó las responsabilidad del sistema hormonal en este cuadro matinal de
sábanas blancas y cuerpo durmiente, consideró las posibilidades de un pequeño
desbordamiento de oxitocina, testosterona, toda la familia de los opiáceos, en
su cuerpo, mientras sus ojos trataban de penetrar en la memoria el canalillo
vertical, ligeramente oblicuo, que se dibujaba entre el vello, nada
extraordinario en ese momento, pero cosa exótica y encantadora, sin embargo, se
decía, cuando le entraban ganas de besarlo; algo terriblemente concluyente llegado
el caso, avasallador hasta las lágrimas. Le vinieron a la memoria algunas de
aquellas ideas de los primeros libros religiosos que leyó; por ejemplo: la
dignidad del hombre, creado directamente por Dios, era inconcebible,
incompatible con un ancestro que anduviera a cuatro patas; o también aquella
obsesión clerical por maldecir la disposición del hombre a copular en todo
momento, diciéndose a continuación que los animales aparecían como seres de una
moral más avanzada que el hombre ya que sólo copulaban en periodos concretos,
mientras que los humanos eran depravados y de pervertida naturaleza dado que
sus ganas de hembra no parecía tener límites ni en el tiempo ni en el espacio.
Aquello, decían los ejemplares obispos de entonces, situaban al hombre en un
grado de animalidad inferior a las amebas. Pero el tema de los obispos no era
suficiente para animarle a mata de pelo crecía y crecía en su cerebro a
punto éste de entrar en frenética ebullición: curvas, matas, la flor de los
pezones y la curva de las caderas asomaban por el envés del cristalino como si
sus ojos no tuvieran otro motivo con que iluminar su retina que la carne nueva
y bulliciosa que brincaba esa mañana como un potro brioso a punto de
desbocarse.
No se le ocurrió otra
cosa que recurrir a Darwin, al menos así podría racionalizar este estado de
fascinación genital en el que le había puesto el nacimiento de aquel día de
primavera: la perpetuación de la especie, el argumento por excelencia que
tantas cosas aclara, se dijo; por ahí podía llegar a explicarse. Los peces
hacían factible miles de posibilidades de vida cada vez que desovaban; lo que
traducido al género humano, esa
necesidad de visitar los sueños, la mata oscura, se podría traducir como la
atávica argucia que nuestro cuerpo desarrolla para entrar en contacto con el
canalillo, representante genuino de la reproducción de su
expresión pareció percibirse un respiro, miró esta idea con agrado, necesitaba
como agua de mayo algo que justificara ya mismo la desproporción de su desmesura.
Con Darwin todo parecía encontrar explicación, se restablecía el orden. Lo que
a él le empujaba pues, era la llamada de la vida: ¡magnífico!, se dijo. No se
trataba ya de algo aislado, una manía morfológica, una monstruosidad. Pensar en
esto le hizo sentirse mejor, podía volver a imaginar la mata de pelo con la
certeza de que no padecía algún tipo de rara enfermedad. Igual se podía haber
prendado de una nariz, una oreja, el dedo meñique de un pie, pero no, fue algo
mucho más elevado y profundo, fue la llamada de la vida lo que esa selva del
monte de Venus le proponía, pensó. Albricias, su obsesión tenía sentido, no era
ningún paranoico; si tanto le gustaban las matas de pelo negro se lo debía a
los dioses, a la sabiduría de la madre naturaleza que había decidido que ese
frecuentar la gruta femenina era el camino que ella elegía para asegurar su
existencia.
Se incorporó.
Sustituyó aquel escorzo primero por una perspectiva aérea sobre el entero
cuerpo de Delia. Ella seguía inmutable sumida en el sueño, los brazos extendidos
adueñados de la totalidad de cambiar de posición se acercó a la ventana, al otro
lado de la calle la dueña del restaurante en que había comido los dos últimos
días, permanecía sentada en una banqueta apoyando la espalda sobre una de las
jambas de la puerta del establecimiento. Esta mañana sus labios, podía verlos
intermitentemente a través del tumultuoso tráfico que llenaba la estrecha
calle, eran más pálidos; había sustituido el carmín oscuro de la tarde anterior
por una débil sombra de color. Le miró el cuerpo, la expresión segura, las
carnes tentadoras, sintió que su imaginación se aproximaba a su cuerpo más allá
del vestido, su curiosidad le daba los buenos días. Notó que el calor de la
mujer le empezaba a subir por dentro. Ese rostro desconocido hasta anteayer
mismo se hacía un hueco en la temprana mañana del día. Mientras, el recuerdo de
Delia quedaba velado por esta nueva aparición. Ahora, frente a este cuadro
matinal, empezó a tener la impresión de que su sueño último había quedado
apresado entre los recuerdos de aquella mirada decisiva que se había cruzado en
su camino mientras se tomaba el café del mediodía ayer mismo.
Mirándola ahora desde
la ventana de la habitación, empezó a tirar poco a poco del recuerdo que le
venía de la noche, quiso percibir entre los pliegues del sueño, un rasgo de
premura en ella, cómo el deseo la traería de acá para allá, imaginó cómo sería
aquella hembra atrapada por el celo y la locura de la proximidad, la necesidad
de esconderlo, de tapar los poros de la sustancia misma, de apagar el fuego de
la milpa, la columna de humo formando amplios y apacibles promontorios de
placer detenidos en el cielo como a calle llena del sopor febril, la daga
del deseo punzante bajo el vientre. Aquello le excitaba irreversiblemente.
Era un intrincado
paisaje nocturno lleno de ambigüedades. La mata de pelo había crecido en las
horas del sueño hasta hacerse selva, monte bajo impenetrable; los rizos de
aquella pelambrera le cerraban el paso, espesa, como un carrascal espinoso;
aliagas, piornos, retamas, zarzas, toda la maraña vegetal de los caminos
complicados. No era un paisaje amable, se había adueñado de él la sensación de
que se adentró por un enmarañamiento vegetal que empezaba a extraviarlo con sus
cantos de sirena. Lo que había comenzado con un sueño erótico corría el peligro
de convertirse en una pesadilla. Pero sólo era una de tantas caras del sueño,
un momento después la mata de pelo negro volvía abrirse como un maelström
dispuesto a engullirlo con el poder de su atracción. La mañana era ahora tierra
nocturna que se abría en mitad de un enorme silencio, de la tierra brotaba un
débil gemido que parecía estar reprimiendo un dolor impostergable. Le parecía haber
despertado en ese preciso instante, cansado, embotado de deseo, al borde impreciso
de un aria de Puccini que parecía sonar en algún espacio impreciso, sin saber
todavía de qué parte del sueño estaba. Había un tráfico ligero en la calle, un
rumor de trompas, la vibración templada de un contrabajo; y entre unos y otros,
en compases espaciados volvía el vagido primero, apenas audible pero poderoso,
nacido del fondo, tenso, estirado, del grito; grito de carne e infinitud
ahogado entre los brazos, la carne de la mujer del sueño. Y las olas, y las
arremetidas del viento, el agua rompiendo con una brevedad salvaje contra el
fondo de arena, arrastrándose enseguida con infinito deseo por la arena fría,
por la arena cálida, por los muslos anhelantes para caer desfallecida, convulsionada,
sin aire. Silencio. El sueño se había fundido en el fragor de unos muslos blancos;
rumor lejano, entrechocar de espumas. Y regresar al mar, agarrarse al encaje de otra ola y rodar de
nuevo al humedal de un nuevo ciclo, crecer en el deseo y en el dolor, dentro,
al fondo, desaparecer el agua en el agua mientras la noche dure. Los músculos
tensos, tropel de caballos, rumor de alas, dolor, rodar por la arena, hacerse
encaje blanco, exhausto; dormirse en la arena abrazado a el fondo del
sueño algo había empezado a romperse, el desgarrón de una inmensa sábana se
convertía en temblor, espasmo, instante de ternura aguda y desbordante.
Se encontró húmedo y
exhausto. La camarera había desaparecido de su puesto, la mata de pelo oscilaba
ahora como una cometa en el aire de la mañana, se elevaba apacible sobre su
cabeza por encima de los tejados. Era primavera.