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lunes, 16 de junio de 2025

Sexo y ternura

 



El Chorrillo, 16 de junio de 2025

En estos días de calor que ya preludian la entrada con pie firme en lo tórrido del verano y que en mi caso se me hace imprescindible estar todo el día en porretas, se comprenderá que un tema como el que se anuncia en el título de este post, venga a estar presente tarde o temprano. La desnudez es tarde o temprano el preámbulo de alguna prometida felicidad. El tema me surgió a raíz de haber tropezado con una serie de fotografías de una novia que tuve en los umbrales de mi jubilación, fotografías todas ellas al modo de como Eva caminaba por el Paraíso Terrenal, es decir como Dios la trajo al mundo.

El asunto me  llena tan de ternura y excitación que no he dudado un segundo en colocar una de esas imágenes en la pantalla de mi teléfono. Así que ahora cada vez que enciendo el móvil para ver la hora, allí la tengo, alegre, feliz como quien celebra la vida, contenta de haberse encontrado conmigo y yo con ella, lo que me hace pensar, pese a que cuatro años después naufragara nuestra relación, ese contemplarla con tanto gusto, que las relaciones sentimentales que establecemos con mujeres, y ellas con nosotros, tienen una enorme variedad de numinosas sustancias navegando en su interior que es ocioso querer comprender al primer vistazo. Si toda relación humana es compleja, la que mantenemos hombres con mujeres digamos que puede llegar a ser inasumible para una mente simple. Mente simple sin más la de aquellos que  en estas relaciones sólo llegan a ver un asunto de toma y daca, que suele ser la óptica ramplona con la que una parte de la calle relaciona estos asuntos.

¿Qué es lo que sucede a mi organismo a partir del momento en que mi mirada empieza a ser acariciada por ese rostro alegre, pleno de vida, enamorado, de donde sale esa encantadora sonrisa? Desde luego lo primero que brota en él es un ramalazo de inesperada ternura. Mi mirada puesta en su risa, su entrega sin tapujos al instante, a la felicidad, al encuentro con el otro que surge de su rostro resbala enseguida por el plano inclinado de su desnudez, atraviesa la confluencia de las clavículas, se detiene en sus pechos y, antes de llegar a su pubis, una leve erección comienza a rondar la entrepierna. Ternura versus sexo. El cuerpo acaba de atravesar las puertas de un mundo encantado de la mano de la oxitocina. Sabida es esa revolución que la química produce en las puertas de tales circunstancias y que no es de extrañar el empeño que pone la Naturaleza en estas cosas. Quizás sea desde ahí el modo que elige este flanear mío por el asunto, un modo de aliviar el hecho de que tras ese recorrido entre el rostro y el pubis, algo se arrebole en mi interior que hace que la ternura y la erección bailen un agarrado chotis en medio de esta tarde de calor.

Y digo yo que ¿a qué interrogación interna responderá el hecho de que yo deje de leer, deje incluso de contemplar a mi exnovia, tan bonita ella así de contenta frente al fotógrafo de entonces, yo mismo, y me ponga a escribir algo que en principio no sé de qué iba a ir, intuiciones, gracias a la vida por aquellos años, ternura, ejercicio de onanismo? Y me contesto que probablemente sea ese contento que me deja en el cuerpo recordarla lo que me anima a escribir, un modo de alargar el placer que sugiere la contemplación y el recuerdo.

Cita Chirbes a Tennessee Williams. Lo siguiente: “Me inclino a pensar que lo que más motiva a la mayoría de los artistas es una vocación desesperada de encontrar y de saber distinguir la verdad dentro del conjunto de mentiras y evasiones en que vivimos”. A cuento viene la cita de que la romez romo, tosco, torpe con la que se suelen tratar los temas relacionados con el sexo, bien merece poner de relieve que la mentira bajo la cual hemos vivido desde nuestra lejana educación infantil, unido a la estolidez con la que se atiende a los asuntos sexuales en medios y demás, hacen difícil esclarecer lo que hay de mentira y de verdad en el ámbito de la sexualidad, un asunto tan maltratado y deformado incluso en el ámbito de la legislación de nuestro país últimamente.

La verdad de la ternura a veces lo tiene difícil en el vocabulario de los medios, incluso en la óptica de feministas mal avenidas con realidades complejas. En nuestra sociedad se habla en exceso de sexo y muy poco de ternura.

 

 

 

 

 

 


sábado, 3 de mayo de 2025

Por qué le gustan a Juanito “las montañas” ;-)

 


Iztaccíhuatl: Volcán inactivo, México, 5.220 metros 

El Chorrillo, 4 de mayo de 2025

Cito a Galdós, Fortunata y Jacinta. Lo siguiente: “Juan tenía temporadas. En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías (mujeriles) y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de otro”. No he tenido más remedio que soltar una carcajada y cerrar momentáneamente el libro para saborear la idea como si se tratara de uno de esos pasteles que me compraba de niño con la paga de los domingos en la Mallorquina. Me encanta eso de de que Galdós nos descubra con tanta gracia que a Juanito le ilusionada su mujer como si fuera la mujer de otro. Me acordaba de alguien que defendía a capa y espada que él con su mujer tenía bastante y que no deseaba a ninguna otra. Algo que me sonó siempre muy contra natura y contracorriente de la lógica más primitiva. Porque el deseo, que no atiende a convenciones ni a fidelidades de ningún tipo, no se fragua en actas matrimoniales, en convenciones o en normas sociales; ni siquiera tiene en cuenta aquellos mandatos con los que descendiera Moisés del Sinaí, aquel no desearás a la mujer de tu prójimo. El deseo, que debe de ser uno de esos imperativos que inyectó la naturaleza en los circuitos neurales de los sapiens, no se anda con chiquitas. Guardadito quedará, reprimido, pero como agazapado a la espera de que cualquier brisa erótica lo despierte. Comenta Chirbes que ante un cuadro de Backer que refleja a una cortesana de pechos desafiantes, Jünger habla del “poder de Venus en el plano inferior”. Algo de lo que no se libran los sapiens por poco que les funcione la irrigación de dopamina o la testosterona en el organismo.

Sin embargo la “ilusión” de Juanito, tan irónica y psicológicamente comprensible, digamos que tiene otro origen que sólo un poco tiene que ver con lo sexual. Lo nuevo, sí, qué ilusión la de un cuerpo nuevo, unos ojazos negros, una sonrisa encantadora, un talle que ya de pensar en acariciarlo hace volar la imaginación por las altas esferas celestiales.

Imposible imaginar cómo en el siglo de Montaigne, el XVI, se lo podía montar aquella gente más allá del galanteo, porque mancos no creo que fueran, la prueba está en que ya dos siglos antes Boccaccio nos ilustraba religiosamente sobre lo que se cocía entre hombres y mujeres, incluido lo que sucedía en los conventos de monjas y la labor tan meritoria y querida que cierto mudito hacía entre las alborozadas religiosas del convento. Sin embargo es claro que Montaigne, que no era Boccaccio y sí mucho más comedido que éste, tenía una idea muy acertada de cómo los sapiens pensamos y sentimos cuando escribía cosas como esta: “Nos aburrimos de lo que poseemos y suspiramos por lo que no está a nuestro alcance”. Y contaba cómo la tensión del cazador obcecado por perseguir a su presa durante media mañana, cuando al fin la ha conseguido se relaja. El galanteo ha terminado y ahora a otra cosa, mariposa, se dice para sí. Cazar es apasionante pero haber cazado, en cambio, parece ya una anécdota. Lo que mueve al sujeto no es la posesión, sino el impulso, la expectativa, la promesa. Juan, Juanito, el hijo mimado de doña Bárbara, parece que se diera a mirar a Jacinta como si fuera la de otro, un modo curioso y a la vez corriente para recuperar la chispa original del deseo, de lo nuevo (¡ay, lo que se podrá cocer en los cerebros de los sapiens y las sapians para dar curso a su placer!).

Hablando de estas cosas es imprescindible traer a cuento al superstar Byung-Chul Han, que en La agonía del Eros, retoma esta idea y la sitúa en el centro del malestar contemporáneo. En una sociedad de transparencia y exhibición total, donde todo se muestra y se consume de forma inmediata, escribe Han, el eros pierde su fuerza y para que haya eros, debe haber distancia, opacidad, misterio. Ese escote, por ejemplo, del que he escrito alguna vez, inspirador de tantas fantasías y que para el sochantre de Álvaro Cunqueiro en una de sus historias, era un puro perfume, un perturbador paisaje del que al clérigo le era imposible retirar la vista. Cuando todo se muestra, el deseo parece quedar ayuno de fuerzas.

No recuerdo si he comentado ya por aquí cierta imagen de Alejandro Jodorowsky, creo que era en Psicomagia. Contaba allí cómo, en un striptease, el espectador, llevado por un deseo creciente, mientras prenda a prenda iba cayendo, querría, dice Jodorowsky, que la mujer tras desnudarse se abriera el vientre y mostrara sus entrañas. Se trata de una imagen cruda y violenta, pero profundamente simbólica que habla de un deseo irreprimible que busca alcanzar el centro del misterio.

El deseo, como lo que nos impulsa hacia la cumbre de una montaña, no busca tanto el objeto, la cumbre, como la tensión erótica, la promesa. Lo que se persigue en esencia no es la cumbre, sino la tensión generada por alcanzarla, por alcanzar eróticamente el  encuentro con el otro.

 Cuando me ha surgido hablar de estos temas en el trasfondo siempre he tenido la impresión de que veladamente hay cierta concomitancia entre esos dos impulsos tan diferentes, el erótico y el que nos lleva a escalar montañas. Existe una filosofía por medio que cuando tratamos de indagar en los porqués aparece por aquí y por allá en ambos impulsos como correlato de comportamientos que tienen sus orígenes en una forma de funcionar nuestro cerebro.

¿Por qué funciona así y no de otra manera? Bonita pregunta. Lo mismo Galdós no habría necesitado echar mano de Darwin para contarnos algo al respecto.


domingo, 2 de marzo de 2025

Ese círculo encantado

 



El Chorrillo, 3 de marzo de 2025

“La hora más callada es la que va de las doce a las tantas de la madrugada en que nuestra alma y los pensamientos salen de sus tumbas y nos traen uno a uno los fragmentos perdidos de nuestro yo”. (Musil, Diarios). También en las borracheras no etílicas a nuestro yo le cabe encontrar los rastros escondidos de nuestra alma. Gil de Biedma decía de sí mismo que sus ideas surgían a medida que discutía con los otros, a medida que se encontraba con fulanito o menganito,  transeúntes, niños, jóvenes, que en reposo era incapaz de alumbrar nada. Algo así me sucede a mí, que hasta una mosca volando sobre mi nariz podría ayudarme a alumbrar un texto. Me sucede estos días que perdido en los recovecos del ensimismamiento, me doy a buscar cierto perfume que mana en los entresijos de la realidad de la calle, estampas, rostros, mujeres, gente, y de ello constato que el flujo de lo femenino tarde o temprano termina por aflorar en esta privilegiada hora de la madrugada.

Cuando uno entra en el círculo encantado de la feminidad, cuando pasito a pasito nos vamos adentrando en su misterio, en sus ojos, en lo puede encerrar su mirada. Y entonces quedar atrapado, no de la azafata, la política, de su oficio o los requerimientos de su función en la vida, sino de su entera feminidad, de esa mirada, mirada misterio, mirada connivencia, mirada sugerencia, mirada aquí estoy yo, mientras los labios entreabiertos esbozan una muy ligera sonrisa. Dime, ¿qué tal?¿Y tú, cómo andas? Diálogo entre los ojos mientras la boca guarda silencio. Aquí estamos ¿seguimos contemplándonos uno a otro durante toda la tarde? ¿Cerramos los ojos, los posamos sobre otro lugar al otro lado de tu mirada? ¿O seguimos contemplándonos?, mirándonos hasta que cierto cosquilleo empiece a inundar con su calor por ahí abajo, hasta que el cuerpo entero se me llene de ti, mirada inquietante, mirada deseo, mirada con cuantas ganas te follaría ya mismo; sin embargo aquí estamos esperando el turno de palabra, escuchando a un gilipollas decir estupideces mientras que… eso mismo. Para eso me he puesto guapa esta mañana, coño, pa que me mires así, como quien empieza a lamer un helado de fresa en el pleno calor del verano, pura dulzura la humedad de tus rincones.

La gracia de Dios cayó gratuitamente, se encarnó en un cuerpo y desde ahí fluye por la corriente de la vida engendrando a su alrededor anhelo de infinito, anhelo indefinido que cruza el pecho y emborracha la cabeza con el dulzor de su esencia.

No te des por aludida, no es que seas tú, eso que crees que eres tú, tu cuerpo, es la gracia de lo innombrable que se posó sobre tu ser y te hizo objeto de veneración, atracción inaprensible, deseo, anhelo que fecundando las entrañas de mi ser flota en el aire de tu mirada con la atracción de la mariposa que termina quemando sus alas en el fulgor de una luz.

¿Espejismo? Te has adormilado pensando en una mujer y ahora sueñas con ella, con la imagen de ella, que acaso no sea ella sino el doble que tu anhelo creó en los nexos neurales de tu deseo, porque en todo caso de su mirada brota un mundo de insinuaciones que no son otra cosa que lo que tu ánimo busca de continuo  en el bazar de lo femenino, esencias, especias exóticas, olores venidos del sándalo y el jazmín, puro encuentro con el inasible anhelo que flota en la naturaleza embriagando a los habitantes de este universo con su fragancia.

Sí, después estarán los oficios, las obligaciones, comprobar si tus acciones van a la baja o al alza, si es la hora para ir a recoger a los niños del colegio, cuestiones al margen todas. También el poder y la abundancia de recursos sufren de esta abstracción de los momentos de plenitud en que el otro lo es todo en medio de las rutinas de un día cualquiera. Te has encontrado con una mirada y ya el mundo apenas es el mundo porque tu anhelo, el misterio de tu mirada lo ocupa todo.

Después será el crescendo, con levedad al principio, acariciante después, el paraíso donde yacen los enamorados de un cuerpo, más tarde el alma, y de esos posibles de una larga noche venga el alba lleno de la gracia de un cansancio infinitamente placentero, la del que descansa después de una batalla amorosa en la que siempre se escuchaban ecos de la siringa griega o la quena andina.

 

 

 


sábado, 1 de marzo de 2025

Anhelo infinito

 



El Chorrillo, 1 de marzo de 2025

Comienzo estas líneas con la convicción de que hoy no voy a ser capaz de explicarme del todo, entre otras cosas porque me muevo en un terreno que es como abrirse entre la espesa niebla de un bosque donde no parece que haya límites precisos. Así que solamente un intento. De momento ya de mañana el amigo X me suelta al teléfono que vaya con el machismo del señor Musil, más o menos, en relación a esa cita que ayer había colocado al final de mi post. Vuelvo a insertarla aquí para que sepáis de qué estoy hablando. ”Ese anhelo indefinido (anhelo de mujer), que Dios sabe de dónde procede, con el que nacemos y que al contacto con nuestra amada esposa de todos los días no hace sino humillar”. El ¡Jooooo… tela!, que exclamaba mi chica ayer después de leer el texto, auguraba ya un tema polémico.

Tan de moda se ha puesto en la sociedad de nuestro tiempo hablar de cosificación de la mujer, que me siguen dando ganas de volver el asunto aprovechando la cita de ayer. Sugiero aquí a quien caiga casualmente por estas líneas que haga el esfuerzo de no querer agarrar el rábano por las hojas, que es lo que puede suceder en este ambiente que tantas feministas han creado cuando se trata de hablar de la relación entre hombres y mujeres, como si la cosa se planteara en una especie de lucha de barricada a barricada.

En El banquete, de Platón, Diotima ilustra a Sócrates sobre la naturaleza del amor y sitúa a éste entre la abundancia y la carencia. Esto implica que el amor es una fuerza que busca lo que le falta, de ahí el que desde la carencia busque la abundancia. El hombre busca en la mujer lo que le falta (y viceversa). El amor para Diotima es un impulso hacia la inmortalidad, que puede manifestarse a través de la procreación física o mediante la creación de obras y virtudes que trascienden al individuo. Estamos muy lejos de ese concepto tan extremadamente vulgar que llaman cosificación. Si nos retrotraemos a esta idea primera, tan antigua y tan olvidada por esas gritonas de la calle que no han tenido todavía tiempo de ahondar en la complejidad de la relación hombre/mujer, y que confunden eso que llaman cosificar con ese anhelo infinito (de mujer) del que habla Platón, que subyace en todo hombre por bruto que sea, encontramos que cierto feminismo carece de una visión medianamente profunda de la realidad. Que aunque los brutos, seres primitivos de nuestra raza, reaccionen como reaccionan ante la presencia de la mujer, no les vamos a quitar de encima algo que está inscrito en nuestro ADN que indudablemente en ellos se mezcla con lo más propio de la animalidad.

Ignoro lo que los hombres en general pueden sentir por la mujer cuando empiezan a tener años, pero no creo que ello esté muy lejos, al menos si consideramos al individuo con un mínimo de sensibilidad, de la que experimenta quien siente a la mujer con una suerte de anhelo, anhelo infinito. Aristófanes en El Banquete presenta un mito sobre el origen del amor que explica la búsqueda constante de nuestra "otra mitad". Según este relato, muy simplificado, descendemos de un solo ser al que Zeus decidió dividir en dos mitades. Desde entonces, cada mitad anhela reunirse con su contraparte perdida, lo que constituye la esencia del amor: la búsqueda de la totalidad original. Intentar profundizar en el anhelo de hombres y mujeres de uno por el otro como una fuerza primigenia, enquistada en nuestro ser (la fuerza que engendra el enamoramiento es a veces demoledora y loca, no gratuitamente, sino porque está en nuestros genes), debería llevarnos con un poco de esfuerzo por nuestra parte, a entender de esa energía/anhelo como algo que subyace en machos y hembras sapiens como una de las fuerzas más poderosas que se han desarrollado en la naturaleza. Este mito sugiere que el amor es el deseo innato de recuperar nuestra integridad primera, encontrando en otro ser aquello que nos completa. Así, la búsqueda de la "media naranja" simboliza el anhelo humano de plenitud y conexión profunda con otro individuo.

Ahora, el anhelo no se circunscribe solamente a deseo del otro sino que también entra en juego la belleza. Diotima reflexiona sobre la relación entre el amor y la belleza, ampliando el concepto de anhelo hacia una dimensión estética y filosófica y así introduce la metáfora de la "escalera del amor", que describe como un proceso ascendente en la búsqueda de la belleza en cuyo primer peldaño está la atracción física hacia una persona específica y que se extiende en un segundo peldaño a una apreciación por la belleza física en general; en tercer lugar la atención se desplaza de lo físico a lo espiritual “valorando la belleza del alma y el carácter”. Le siguen algunas consideraciones más, pero son ajenas al asunto tratado.

Resumiendo: el anhelo arranca de la necesidad del otro, de su búsqueda y está vinculado igualmente a la búsqueda de la belleza, según Platón. Recogiendo esta idea e intentando hacer de ella la razón de algunos de nuestros comportamientos respecto al otro género, no debería sernos ajenos que ese anhelo indefinido de mujer, tan radical, tan potente, tan extremoso, que en principio podría no tener ninguna relación con lo genital o sexual, es algo que vive en el hombre como un regalo de la Naturaleza y que la prosaica irrupción de algún feminismo contamina y  pervierte simplificando los profundos sentimientos del hombre (hombre como género neutro) y convirtiéndoles en vulgares muestras de machismo. Dando por sentado este anhelo enquistado en nuestro ADN de manera indeleble, llevar el discurso del comportamiento masculino hacia el femenino como un fenómeno de cosificación es querer convertir en basura lo más noble que existe en el hombre (repito, género neutro). La pureza del anhelo, que algunos pervierten y lo convierten en ese follarme a una tía, (de todo hay en la casa del Señor), no debería invitar a generalizar y a meter a todos los hombres y mujeres en el mismo cajón de los bestias que hacen de las relaciones de género un barrizal.

Me gusta una mujer, un hombre… ¿Y qué? Días atrás Yolanda Díaz saludaba al presidente de la CEOE Antonio Garamendi con la expresión: “¡qué guapo estás!” ¿Pecado? ¿Al juzgado con ella? Las arremetidas del feminismo por un quítame allá esas pajas pierden la orientación desviando su atención de los problemas reales para centrarse en asuntos casi me atrevería baladíes, o al menos carentes de entidad suficiente. Vamos, mezclando churras con merinas.

La belleza, la mujer son y serán siempre objeto de un anhelo (anhelo infinito, diría Platón por boca de Diotima) por más que los bestias, bestias como tales etcétera.

Una vez asentada la realidad de la presencia inequívoca del anhelo en los hombres y mujeres (anhelo indefinido en Musil), “y que Dios sabrá de donde procede”, cabría seguir argumentando sobre la segunda parte de la cita de Musil, es decir, anhelo que “al contacto con nuestra amada esposa de todos los días no hace sino humillar”. En principio parece muy chocante esa afirmación, chocante probablemente porque deseamos agarrarnos con todas nuestras fuerzas a un ideal de pareja enamorada que en absoluto puede ser extrapolado como general, porque se quiera o no, pese a los muchos años de enamoramiento de muchas parejas, la realidad, en términos generales, es que ese anhelo primero poco a poco languidece como tal transformándose en otra cosa. Languidece mientras que el anhelo de mujer de todo casado o arrejuntado durante años, pervive en el deseo y sentimiento del hombre con una llama que no se apaga más que en el momento de la muerte. Uno puede querer a su propia esposa todo lo que se quiera, pero raramente ella será representante de ese anhelo primero que se instala en el hombre que Musil llama indefinido y Diotima infinito.

Repito que el zafio y burdo uso que tantas feministas hacen de la relaciones de género, circunscribiendo y legislando, y legislando repito, como si nuestras relaciones de género estuvieran regidas por la ley de la selva, pienso que es propio de una sociedad pacata que  no sabe ir más allá, o no puede, de lo que tiene delante de las narices, graves asuntos sin lugar a duda como la violencia entre hombres y mujeres en todo caso punibles, pero que lanzándose como se lanzan sobre un beso no consentido como fieras dispuestas a devorar a todo el género masculino, lo único que hacen es desprestigiar sus justas luchas. Las razones de este párrafo tienen su lugar en el contexto que vengo escribiendo porque ese despilfarro y énfasis que pueda darse con un quítame allá esas pajas confunde a la sociedad que tiende a establecer barreras, zanjas y resquemores en nuestras relaciones de género. El otro día, seguimos con Yolanda Díaz, a la vicepresidenta, un periodista, para responder a una interpelación de ella, le soltó “que cada vez estaba más guapa”, que obviamente era un ejercicio para desviar la atención del asunto que se trataba. Ante esta salida Yolanda Díaz denunció el hecho como una situación de machismo. Por otra parte la portavoz de Compromís en el Congreso expresó que muchas mujeres y periodistas experimentan situaciones en las que en vez de ser miradas a la cara, se les mira el pecho. Ja, toma, esto cuadra con aquellas jocosas historias de Álvaro Cunqueiro en que el perfume que se desprendía de la abertura del escote de una viajera sentada enfrente era tan profundo y excitante que le ponía los ojos como chiribitas (ojo a la sinestesia). Si sucumbir a la tentación de contemplar pasmado un escote es machismo, pues bueno… como si hubiéramos nacido ayer. Y lo del periodista, pues que no, que la elegancia y la educación nos llevan a ser más considerados con los demás, pero sólo eso.

Me he pasado ya más de tres pueblos con este texto, pero es que estoy encantao con el asunto, encantao porque además sé lo que pensarán de él ciertas amigas con las que en absoluto comparto puntos de vista en este asunto, y ello en cierto modo me divierte, pese a que en el fondo lo que vengo haciendo desde que empecé la primera línea es una loa al género femenino, a esa otra parte de nuestro yo a la que durante toda la vida anhelamos, y que no tiene que ser precisamente nuestra amantísima esposa. El anhelo de mujer es algo mucho más íntimo, más espiritual, más hondo, algo que nos baña por dentro como una borrachera cuando pasa a nuestro lado una mujer que llama nuestra atención. Que sí, que aunque haya bestias por ahí etcétera.

De buena gana seguiría con esta matraca porque la verdad es que el tema me apasiona. Me apasiona este asunto, me apasiona el misterio de la muerte, me apasiona la montaña… y manda cojones, si me apasiona ¿por qué no voy darle la tabarra a este diario con ello?


domingo, 29 de diciembre de 2024

Esta noche Turandot

 

Cortesía de Julion Gosan


El Chorrillo, 29 de diciembre de 2024

La verdad es que sí hice el intento. Caía el sol por el horizonte y era la hora habitual para gatear un poco por el roco, pero no había duda alguna de que estaba muy cansado. Dos horas matinales de ejercicio con esto y lo otro y otro tanto subido a la fachada recortando la hiedra que ya empezaba a decorar el tejado metiendo sus tentáculos entre las tejas, me dejaron lo suficientemente cansado como para que el habitual autoengaño esta vez sí tuviera su justificación. El intento consistió en ponerme de pie y comprobar que mi cuerpo estaba lo suficientemente dolido como para meterme ahora el tute de subir y bajar escalando por la fachada. Así que como ya había echado un sueñecito, alargué la mano al teléfono para dar cuenta de ello y de paso tratar de indagar una vez más en las secuelas que deja el amor en aquellos que se acercan en exceso a su fuego viperino.

Anoche estuve viendo Turandot (¿o será escuchando, o viendoescuchando, que ya ayer quise tomarle el pelo al amigo Javier cuando puso un post en el que decía que cierto solo de piano era lo mejor que “había visto” en su vida); pues que escuchando la ópera de Puccini, aquellos amores locos de Calaf, algo se me removió por dentro. No soy devoto de la ópera como la parte de mi otra costilla que debe de conocer todas las óperas publicadas en este planeta desde los tiempos de Paleolítico, pero a Puccini confieso que le tengo cierto fervor. Sin buscarlo me le he encontrado en ciertas circunstancias en que por una razón u otra ha venido a poner a prueba alguno de los hilos que mueven la emoción. Hace unas semanas la soprano Sonya Yoncheva, que interpretaba a Puccini en el Liceo de Barcelona,  decía que cuando canta Madama Butterfly no podía evitar llorar.

Probablemente mi afición viene de un disco de arias de Puccini que escuchábamos en casa con frecuencia hace muchos años. De ese disco rescaté un aria que acompañó los instantes posteriores al fallecimiento de mi madre; Un bel di vedremo, era el tema. Lo cantaba Kiri Te Kanawa. Todavía me pone los pelos de punta ese final que tan íntimamente está ligado con el instante del deceso de mi madre. Un emotivo segundo encuentro que tuvimos con Puccini fue en San José, Costa Rica. Habíamos llegado a la ciudad en un largo viaje procedente de Managua y nada más bajar del autobús nos encontramos con que aquella misma noche ponían Tosca en el Teatro Nacional. Dejamos nuestro equipaje en el hotel y salimos pitando para el teatro. Entradas agotadas, decía un cartel en las taquillas. Diez minutos después de cerradas las puertas alguien nos ofreció dos entradas. Nos dejaron pasar de milagro. Aquel día escuche de rodillas media ópera asomado a la balaustrada del primer piso. Imposible molestar a otros espectadores en el momento en que Tosca salía a escena. Fue emocionante aquel encuentro con la música de Puccini.

Un día que íbamos a visitar a Carlos a su casa después del accidente del Dhaula, Pepe Hurtado nos recordaba cómo en el campo base del Gasherbrum II habían estado una tarde escuchando la ópera Turandot. Fue un hecho que me llamó la atención porque nunca me hubiera imaginado a toda aquella troupe, tan empeñada en subir más alto que las nubes, alrededor de un cassette escuchando la ópera de Puccini; algo que con un buen equipo de música debía de sonar en aquel escenario exotiquísimo y particularmente grandioso.  

Y hablando de Turandot recuerdo también a Julio Gosan, una vez que se metió en un proyecto relacionado, creo, con la Pedriza en donde esta misma música venía a dar trabazón a sus imágenes. Me encontraba yo por entonces retenido por las lluvias y las tormentas en un refugio de las Dolomitas y de repente, y aprovechando el wifi, me encontré en la tesitura de dedicar un rato de la tarde a escuchar precisamente esta misma ópera de la que Julio me había regalado algunos versos destinados a su proyecto:

"Nessun dorma!
Nessun dorma!
Tu pure, o Principe,
Nella tua fredda stanza guardi le stelle,
Che tremano d'amore e di speranza!"

“Nessum Dorma”, un himno triunfante sobre la victoria del amor. La indómita Turandot queda rendida en el último acto al amor de Calaf. Recuerdo que cuando recibí de Julio aquellos versos, enseguida me vi impelido a escribir sobre eso que espera al que no duerme y vela en algún rincón de una montaña. Dejo aquí el vínculo.

La princesa Turandot había decretado que sólo se casaría con el príncipe que lograse resolver tres acertijos; aquellos que fracasaran serían ejecutados. Un príncipe desconocido acepta el desafío y resuelve los enigmas. Sin embargo, Turandot, reacia a casarse, se enfrenta a una nueva prueba propuesta por el príncipe: si ella descubre su nombre antes del amanecer, él aceptará la muerte; de lo contrario, ella deberá casarse con él. El reino de la noche se convierte en un inquietante interrogante que sólo al alba tendrá respuesta. Tras una noche de tensión y sacrificios, Turandot finalmente descubre el verdadero amor y acepta al príncipe, cuyo nombre es Calaf. 


Nessun Dorma, cortesía de Julio Gosán

 

 

 

 



martes, 19 de noviembre de 2024

La mata de pelo

 

El origen del mundo. Courbet

El Chorrillo, 19 de noviembre de 2024

Le decía el otro día a un amigo en contestación a un comentario que había hecho a un post mío titulado Morir, que hablar de la muerte me gustaba, que era un asunto que me fascinaba, especialmente desde que he ido cumpliendo muchos años. Misterio, milagro, constantes interrogantes la rodean; todas las religiones han vivido siempre obsesionadas por ese tema, y especialmente por eludirlo. A mí me sucede algo diferente, me intriga, me apasiona y pienso en ella con bastante frecuencia. Últimamente hasta llego a imaginármela de parecido modo a como lo hacía Argullol, al que ya cité al respecto en un post anterior, que escribía que la muerte es sólo un manjar desconocido en el banquete de los sentidos.

Bien, también debo decir que el origen de la vida me fascina, que de un hombre y una mujer copulando surja así sin más una vida, por mucho que lo veamos en nosotros, en los animales o en las plantas, me asombra, escapa a mi comprensión. Sí, todo lo natural y cotidiano que se quiera, pero cuando uno cierra los ojos, echa por la borda los razonamientos e intenta comprender, eso ya es otro asunto. ¡Existen tantas cosas que escapan a nuestra comprensión! Casi todo lo importante resulta difícil de comprender. No doy más rodeos. Hoy me toca hablar del extremo opuesto a la muerte, de ese lugar y de ese entorno que según Courbet es el origen del mundo y la humanidad.

El sueño de mi personaje de hoy se encontraba frecuentemente poblado de sugerentes imágenes. En ciertos días, allá donde pusiera la vista encontraba matas de pelo negro; entre las sábanas, desperezadas, blancas, arrebujadas o desplegadas indolentes entre las piernas, siempre asomaba la sombra oscura, los rizos morenos; la calle misma era un bosque de matas de pelo moreno insinuándose en su imaginación con la fuerza obediente que guía la aguja imantada hacia septentrión. Será la primavera, se dijo, cuando la vio aquí y allá; y no solamente en las macetas de los geranios o en el parque junto a su domicilio, también se había derramado por la calle instalándose en esos especímenes que guardaban procelosamente el tesoro que ahora se había convertido en objeto pervertido de su deseo. Había llegado en forma de insinuación, alusión, eufemismo, perífrasis, lo que se quiera, pero presente y alarmante como una bomba dispuesta siempre a explotar en su cerebro. ¿Qué eran si no esos, cómo los dicen, traseros, nalgas, bellos gluteos contoneones como reyes del universo en mitad de la calle? ¿o las otras partes del cuerpo deseosas una por una de mostrar un saludable aspecto a los ojos de los viandantes? ¿o el guiño de la abertura de los pechos asomándose juguetones y saltarines por el escote de los vestidos?

La presión de la mata crecía  con regularidad, no había mujer con la que se cruzase que no alentara el deseo de tentarle mañana despertó con la resaca de un sueño a medio concluir, tenía los labios y la mirada de la camarera del restaurante de la acera de enfrente; hizo un intento de recuperar el perfil del sueño, pero no fue capaz de hacerse con la trama interrumpida; rondaba excitante su sombra, pero la intensidad de la mirada cómplice, el matiz unívoco de su insinuación había desaparecido de su memoria. El esfuerzo por recuperar aquella imagen fue inútil.

Transcurrió un tiempo impreciso que fue roto, por fin, con una visita al cuarto de baño. Cuando volvió reparó en la cama, el revoltijo de la sábana blanca llamó su atención. Algo en su cerebro hizo que conectara con una realidad lejana, otra sábana que cubría el cuerpo desnudo de una mujer, Delia, su lejana amiga Delia volvía a surgir de un rincón de la memoria, débil, pero de forma inequívoca  ante la presión de un sueño al que no lograba dar alcance; el calor animal de la hembra parecía convocar a este nuevo recuerdo. ¿Dónde era aquello? ¿La mata de pelo de ella como asomando el hociquillo entre las sábanas, una pierna por allí, otra por allá, el cuerpo ausente, perezoso, bajo el ronroneo del ventilador? Ella dormía plácidamente; el ruido del tráfico en la calle era ensordecedor, pero ni la luz ni el tráfico parecían rayar la superficie del sopor de aquel cuerpo derrengado y revuelto con las sábanas, entre cuya blancura asomaba escandalosamente aquella perturbadora mata oscura. La imagen pedía mayor nitidez. Recordó a aquella lejana amiga; hurgó en la memoria. Ella dormía. Investigó la mancha oscura, la intentó llenar de significado. Saturar de detalles y contenido las imágenes era la manera de llegar al conocimiento de la perturbación de aquella mañana. Lo que él quería era saber por qué suceden las cosas, por qué en esa oscuridad entre los muslos paraban sus pensamientos cada vez que aquella primavera le traía la presencia de una mujer.

Pospuso el esfuerzo de su memoria como barrenando esa mañana en el pasado en busca de una imagen nítida que llenara con su fascinación el momento. Se propuso hacer un ejercicio de racionalidad que lo liberara de la presencia obsesionante de la sábana blanca en donde brotaba como una fiesta en expectativa, como una flor exótica, un pequeño jardín de rizos claros, núbiles, que salpicando la piel clara entre los muslos se adensaba de repente hasta hacerse profundidad oscura, mata de pelo misteriosa. Quería, pero no podía. Repasó lejanos conocimientos de biología, indagó las responsabilidad del sistema hormonal en este cuadro matinal de sábanas blancas y cuerpo durmiente, consideró las posibilidades de un pequeño desbordamiento de oxitocina, testosterona, toda la familia de los opiáceos, en su cuerpo, mientras sus ojos trataban de penetrar en la memoria el canalillo vertical, ligeramente oblicuo, que se dibujaba entre el vello, nada extraordinario en ese momento, pero cosa exótica y encantadora, sin embargo, se decía, cuando le entraban ganas de besarlo; algo terriblemente concluyente llegado el caso, avasallador hasta las lágrimas. Le vinieron a la memoria algunas de aquellas ideas de los primeros libros religiosos que leyó; por ejemplo: la dignidad del hombre, creado directamente por Dios, era inconcebible, incompatible con un ancestro que anduviera a cuatro patas; o también aquella obsesión clerical por maldecir la disposición del hombre a copular en todo momento, diciéndose a continuación que los animales aparecían como seres de una moral más avanzada que el hombre ya que sólo copulaban en periodos concretos, mientras que los humanos eran depravados y de pervertida naturaleza dado que sus ganas de hembra no parecía tener límites ni en el tiempo ni en el espacio. Aquello, decían los ejemplares obispos de entonces, situaban al hombre en un grado de animalidad inferior a las amebas. Pero el tema de los obispos no era suficiente para animarle a mata de pelo crecía y crecía en su cerebro a punto éste de entrar en frenética ebullición: curvas, matas, la flor de los pezones y la curva de las caderas asomaban por el envés del cristalino como si sus ojos no tuvieran otro motivo con que iluminar su retina que la carne nueva y bulliciosa que brincaba esa mañana como un potro brioso a punto de desbocarse. 

No se le ocurrió otra cosa que recurrir a Darwin, al menos así podría racionalizar este estado de fascinación genital en el que le había puesto el nacimiento de aquel día de primavera: la perpetuación de la especie, el argumento por excelencia que tantas cosas aclara, se dijo; por ahí podía llegar a explicarse. Los peces hacían factible miles de posibilidades de vida cada vez que desovaban; lo que traducido al género humano,  esa necesidad de visitar los sueños, la mata oscura, se podría traducir como la atávica argucia que nuestro cuerpo desarrolla para entrar en contacto con el canalillo, representante genuino de la reproducción de su expresión pareció percibirse un respiro, miró esta idea con agrado, necesitaba como agua de mayo algo que justificara ya mismo la desproporción de su desmesura. Con Darwin todo parecía encontrar explicación, se restablecía el orden. Lo que a él le empujaba pues, era la llamada de la vida: ¡magnífico!, se dijo. No se trataba ya de algo aislado, una manía morfológica, una monstruosidad. Pensar en esto le hizo sentirse mejor, podía volver a imaginar la mata de pelo con la certeza de que no padecía algún tipo de rara enfermedad. Igual se podía haber prendado de una nariz, una oreja, el dedo meñique de un pie, pero no, fue algo mucho más elevado y profundo, fue la llamada de la vida lo que esa selva del monte de Venus le proponía, pensó. Albricias, su obsesión tenía sentido, no era ningún paranoico; si tanto le gustaban las matas de pelo negro se lo debía a los dioses, a la sabiduría de la madre naturaleza que había decidido que ese frecuentar la gruta femenina era el camino que ella elegía para asegurar su existencia.

Se incorporó. Sustituyó aquel escorzo primero por una perspectiva aérea sobre el entero cuerpo de Delia. Ella seguía inmutable sumida en el sueño, los brazos extendidos adueñados de la totalidad de cambiar de posición se acercó a la ventana, al otro lado de la calle la dueña del restaurante en que había comido los dos últimos días, permanecía sentada en una banqueta apoyando la espalda sobre una de las jambas de la puerta del establecimiento. Esta mañana sus labios, podía verlos intermitentemente a través del tumultuoso tráfico que llenaba la estrecha calle, eran más pálidos; había sustituido el carmín oscuro de la tarde anterior por una débil sombra de color. Le miró el cuerpo, la expresión segura, las carnes tentadoras, sintió que su imaginación se aproximaba a su cuerpo más allá del vestido, su curiosidad le daba los buenos días. Notó que el calor de la mujer le empezaba a subir por dentro. Ese rostro desconocido hasta anteayer mismo se hacía un hueco en la temprana mañana del día. Mientras, el recuerdo de Delia quedaba velado por esta nueva aparición. Ahora, frente a este cuadro matinal, empezó a tener la impresión de que su sueño último había quedado apresado entre los recuerdos de aquella mirada decisiva que se había cruzado en su camino mientras se tomaba el café del mediodía ayer mismo.

Mirándola ahora desde la ventana de la habitación, empezó a tirar poco a poco del recuerdo que le venía de la noche, quiso percibir entre los pliegues del sueño, un rasgo de premura en ella, cómo el deseo la traería de acá para allá, imaginó cómo sería aquella hembra atrapada por el celo y la locura de la proximidad, la necesidad de esconderlo, de tapar los poros de la sustancia misma, de apagar el fuego de la milpa, la columna de humo formando amplios y apacibles promontorios de placer detenidos en el cielo como a calle llena del sopor febril, la daga del deseo punzante bajo el vientre. Aquello le excitaba irreversiblemente.

Era un intrincado paisaje nocturno lleno de ambigüedades. La mata de pelo había crecido en las horas del sueño hasta hacerse selva, monte bajo impenetrable; los rizos de aquella pelambrera le cerraban el paso, espesa, como un carrascal espinoso; aliagas, piornos, retamas, zarzas, toda la maraña vegetal de los caminos complicados. No era un paisaje amable, se había adueñado de él la sensación de que se adentró por un enmarañamiento vegetal que empezaba a extraviarlo con sus cantos de sirena. Lo que había comenzado con un sueño erótico corría el peligro de convertirse en una pesadilla. Pero sólo era una de tantas caras del sueño, un momento después la mata de pelo negro volvía abrirse como un maelström dispuesto a engullirlo con el poder de su atracción. La mañana era ahora tierra nocturna que se abría en mitad de un enorme silencio, de la tierra brotaba un débil gemido que parecía estar reprimiendo un dolor impostergable. Le parecía haber despertado en ese preciso instante, cansado, embotado de deseo, al borde impreciso de un aria de Puccini que parecía sonar en algún espacio impreciso, sin saber todavía de qué parte del sueño estaba. Había un tráfico ligero en la calle, un rumor de trompas, la vibración templada de un contrabajo; y entre unos y otros, en compases espaciados volvía el vagido primero, apenas audible pero poderoso, nacido del fondo, tenso, estirado, del grito; grito de carne e infinitud ahogado entre los brazos, la carne de la mujer del sueño. Y las olas, y las arremetidas del viento, el agua rompiendo con una brevedad salvaje contra el fondo de arena, arrastrándose enseguida con infinito deseo por la arena fría, por la arena cálida, por los muslos anhelantes para caer desfallecida, convulsionada, sin aire. Silencio. El sueño se había fundido en el fragor de unos muslos blancos; rumor lejano, entrechocar de espumas. Y regresar al mar,  agarrarse al encaje de otra ola y rodar de nuevo al humedal de un nuevo ciclo, crecer en el deseo y en el dolor, dentro, al fondo, desaparecer el agua en el agua mientras la noche dure. Los músculos tensos, tropel de caballos, rumor de alas, dolor, rodar por la arena, hacerse encaje blanco, exhausto; dormirse en la arena abrazado a el fondo del sueño algo había empezado a romperse, el desgarrón de una inmensa sábana se convertía en temblor, espasmo, instante de ternura aguda y desbordante.

Se encontró húmedo y exhausto. La camarera había desaparecido de su puesto, la mata de pelo oscilaba ahora como una cometa en el aire de la mañana, se elevaba apacible sobre su cabeza por encima de los tejados. Era primavera.


lunes, 28 de octubre de 2024

Cosificar, esa fea palabra

 



El Chorrillo, 28 de octubre de 2024

El lenguaje traiciona con frecuencia muchas de nuestras bonitas creencias. “Mi” coche, “mi” casa, “mi” mujer, incluso “mi” amor, son palabras que por expresar pertenencia de algún modo revisten a lo que nombran de un aspecto de privada propiedad. ¿Y puede alguien que te pertenece, de manera parecida al que posee un terreno o una casa, considerarse, pese al lenguaje, un objeto? Claro que no, sin embargo el empeño de cierto feminismo en poner el punto sobre las haches sobre el asunto de la cosificación lo que hace es crear, en un ejercicio de absurda simplificación, una falsa percepción de la realidad al reducir ésta a una imagen equívoca que nada añade a la comprensión de la relación de hombres y mujeres, pero que sí contribuye a una confusión en las que ellas parecen querer representar el papel de víctimas. Cosificación: tratar al otro como una cosa, deshumanizándole al quitarle la atribución de ser humano.

¡Qué románticos y que idea tenemos, tienen algunos,  sobre sí mismos y su cuerpo! A muchas feministas se les hace la boca agua suponiendo que sus cuerpos son materia angelical, un reducto al que acceder solamente a través de “elevados” sentimientos. No es fácil hincarle el diente a este asunto, pero bien merecería la pena saber qué encierra realmente esa idea de tantas mujeres cuando despreciativamente aluden a hombres que parecen preocuparse en su relación por el cariz sexual de la misma, eso que ellas llaman cosificación. Ellas, seres nacidos de una subida espiritualidad, que tienen un concepto sobre sí mismas en donde parecen primar los grandes sentimientos y en donde “lo otro” parece constituir la parte soez de sus relaciones, acunadas por los tiempos que corren en donde la hipocresía va concretándose en una de las principales características de los sapiens y de la sociedad de la que forman parte, están consiguiendo introducir en el modus vivendi de los medios un concepto de mujer y de sí mismas que probablemente esté en conflicto con sus íntimos deseos e incluso con su modo de vestir y querer pasearse por las calles de la ciudad. Existe una contradicción íntima en ellas entre su comportamiento, su modo de vestir y la ideas que expresan, una contradicción que llegado el caso ellas explotan en uno u otro sentido según lo que el cuerpo o su alma les pida.

Se trata de un asunto sumamente resbaladizo en donde es difícil moverse sin quedar expuesto a la simplicidad del que lee por encima.

Ser objeto de deseo, que en eso parece parar lo que ha venido en llamarse cosificación, que a la chica la vean guapa y atractiva, son aspectos que siempre han estado latentes en una parte importante del mundo femenino. Esto, que es algo muy general, obviamente tiene en el lenguaje de lo no dicho, pero sí expresado con gestos y modos de vestir, una importancia que llegado el caso, traspasada cierta línea, se puede convertir por sí mismo en un ambiguo guiño al otro, un ofrecerse, un quiero pero… Sin embargo, sin llegar a esa línea roja, lo que nos ofrece la calle, ese ponerse guapa, el modo en que se visten en fiestas y demás, muchas, con querer ser todo lo neutro que quieran (ah, esa libertad de que cada uno puede ir como le dé la gana y que no faltaría más; ah, esa insinuación…), es un lenguaje activo que ciego deberá ser el que no lo entienda. Un lenguaje tan real y que sin embargo de puertas adentro de un juzgado será imposible reconocer porque la hipocresía manda y la sociedad necesita de esa hipocresía para subsistir y esconder bajo la alfombra sus propias contradicciones.

Quien no entienda que un “no” es con frecuencia un ardoroso “sí”, creo que está en las nubes. Lo que no quita evidentemente para que un “no” sea realmente un “no” sin paliativos en la mayoría de las situaciones. Ambas posibilidades entran en el marco de la lógica. Lo que no entra en el marco de la lógica es querer hacer un ejercicio de taxidermia con todos los comportamientos humanos metiéndolos en cajones uno por uno y de ahí marchar al Parlamento para convertirlo en letra de molde del BOE. No creo que haya manera justa y lógica de meter en el cuerpo de la ley cada uno de nuestros comportamientos, porque sabido es que lo que aflora de un iceberg no es propiamente el iceberg sino una mínima parte del mismo. La sociedad, los medios, y por supuesto los jueces, sólo suelen tener en cuenta esa parte del hielo que levanta sobre las aguas del mar. Algo así sucede con los asuntos por los que muchas feministas claman.

Por mucho que sea de dominio público el hablar de violencia de género, por ejemplo, yo sigo entendiendo que la violencia de género no es tal, la violencia de género es violencia sin más, violencia de un ser humano contra otro; por más que la violencia de los hombres sobre las mujeres sea inmensamente mayor que la de la mujer sobre el hombre, ello no justifica la especificidad con la que se quiere bautizar la palabra violencia que tantas veces surge en el ámbito de la convivencia.

El victimismo al que se acoge una gran parte del feminismo como arma reivindicadora creo que enturbia la imagen de esa mujer libre y decididora que al margen de las presiones sociales y su condición de género es ante todo un ser humano en igualdad de condiciones que cualquier otro ser humano. Querer “hacerles el favor” a las mujeres (o ellas a sí mismas) de considerarlas con un estatus especial me parece que es tenerlas en menos. La gran diferencia que pueda existir todavía hoy entre hombres y mujeres en el trato laboral o social, probablemente tenga más que ver con ellas mismas que con aspectos externos. Cierto que todavía pueden quedar residuos de ese mundo patriarcal del pasado, pero también es cierto que hoy la merma de la presencia de mujeres en comparación con los hombres en actividades corrientes, el deporte, por ejemplo, no puede imputarse a la sociedad sino a ellas mismas. Se ven montones de ciclistas por las carreteras, gente que escala, personas que viajan solas por el mundo. Bien, ¿a qué se debe que las mujeres sean con mucho minoría en estas actividades?  ¿Quién les prohíbe viajar, escalar, pedalear o incluso jugar al fútbol?

Todos en muchos sentidos somos “cosa” para otros. Quien comercia con los compradores, quienes ofrecen un servicio, quien te hace un favor, quien por su físico y sus gestos estimulan nuestra libido… Querer bautizar con excesivo énfasis actos de relación entre personas como acto de cosificación quizás tenga más que ver, creo, con alguna frustración personal relacionada con la fábula del zorro y las uvas verdes que otra cosa. Tampoco se puede negar que, efectivamente, existe cierto grado de trato entre personas que acaso por su grado de deshumanización podrían considerarse a la parte pasiva de ellas como cosas, el caso de la esclavitud sin más, pero no es el caso de tantas situaciones que tantas feministas tratan de caracterizar como si las mujeres pertenecieran a la categoría de los objetos. Incluso la relación con prostitutas considero que es una relación muy humana que tiene que ver con profundas aspiraciones no satisfechas de hombres y mujeres. Fuera de esto existen, claro, obviamente, los brutos, la gente depravada, los bestias; existen tanto como los que asesinan y como aquellos que proporcionan armas a los asesinos, todos esos personajes sin más que rigen los destinos de la Unión Europea… y sin embargo…

Resumiendo, que vamos, que no es para rasgarse las vestiduras si unos y otros nos divertimos, disfrutamos, gozamos viendo, soñando, acariciando a los otros… obviamente en un clima de consentimiento y mejor si es de correspondencia mutua.

 

 

 


domingo, 13 de octubre de 2024

El amor blablablá...

 

Pigmalión y Galatea. Jean-Leon Gerôme

El Chorrillo, 13 de octubre de 2024

Observo tantas veces hablar del amor de tan melifluo modo que no puedo evitar que algo se me revuelva en el estómago. Por una parte aquellos que en sus labios el amor se convierte en una pasteta mental con la que alimentar la falta de sinceridad consigo mismo, que convierten las alusiones al amor en una válvula de escape, en una paja mental, que diría un amigo, con la que solazarse ante una pequeña audiencia; por otra, quien ignorando lo que de necesidad mental y física encierra eso del amor, adjudican a éste una calidad de ardiente estado espiritual mediante el cual alcanzar la plenitud personal, la fusión con una especie de yo, ese yo femenino, ese yo otro que todos parecemos buscar, en el otro, mediante lo cual alcanzar la realización plena.

Quizás sean infinitas las concepciones del amor, tantas como personas existen, pero las que más me llaman la atención en este momento son esas que hacen de él un idílico y acaramelado producto perfectamente idóneo para que unos cuantos tertulianos se emborrachen con ideas de tinte oriental, sentimientos románticos o deseos imposibles de fusión con ese demediado yo con el que ya especulaba Platón. Amores quizás que sin poner inmediatamente en acción la capacidad eréctil, sí es verdad que pueden hacer vibrar hasta la última célula del cuerpo, cuando no sumir en delirios al sujeto, deseos que vibran en el cuerpo con esa poderosísima fuerza en la que tanto la química como la imposición de los deseos influyen para dar lugar al eterno y alocado enamorado. Sin embargo entre la enunciación y teoría del amor y el amor mismo, se suele abrir un abismo que nuestra capacidad de expresarnos y nuestra propia situación personal ante el amor suelen rellenar de un interminable blablablá capaz, en un oyente despierto, de llenarle el ánimo de bostezos.

En otros, para quienes desentrañar lingüísticamente el concepto amor acaso les trae sin cuidado, el amor vive como un perfume embriagador que en las noches de soledad, como sed ardiente en mitad del desierto, llega a ellos revestido de una pureza y un atractivo que necesario se hace idealizar hasta el deliquio eso que siendo perfume, y por tanto evanescente, inaprensible y por tanto borrachera etílica de los momentos de soledad.

Me refiero hasta aquí a esa clase de amor en donde parece sintetizarse la esencia de ese concepto, amor entre hombre y mujer o entre personas del mismo género, que es donde esencialmente fijamos nuestra atención cuando intentamos desentrañar eso que llamamos amor.

Cuando pienso en estas cosas se me ocurre que cualquier contertuliano que se sume a la conversación, mediatizado tanto por lo que piense y por sus circunstancias personales, lo que tratará será de encontrar en su concepción del amor un paisaje conceptual en el que se sienta cómodo y al que a la vez aspire en su fuero interno, mal que le pese su situación personal del momento, porque lo que ha de expresar necesariamente tendrá más que ver con sus situaciones propias que con las ideas objetivas que pueda atribuir al amor. Si en esta situación de idealización del amor, alguien menciona los débitos que el amor tiene con la biología, con los neurotransmisores y todas aquellas sustancias que activan la ternura, el deseo sexual, o menciona los imperativos de la especie para mantener en disposición de procreación a sus criaturas, lógico será que aquellos que idealizan sobre el amor se sientan incómodos en sus asientos y traen de poner a buen recaudo la esencia de ese amor que ellos defienden. No, no debe de ser cómodo que eso que tan altruistamente, tan evocador y maravilloso que llamamos amor, venga a estar contaminado por la confabulación de sustancias cuya función es ajena a ese concepto idílico de amor que defendemos.

El amor blablablá, y es obvio que aquí blablablá enfatiza su calidad de adjetivo, es tan usual en nuestra sociedad, y siempre revestido de múltiples y variados vestidos, disfraces diría en tantas ocasiones, es tan usual que hasta el más tonto de los términos, “hacer el amor”, delata su calidad de esa falsa envoltura en la que pretendemos cobijar nuestro yo incompleto y demediado.

Saber en profundidad qué pueda ser el amor, más allá de las trivialidades corrientes, comporta, creo, ir mucho más lejos del blablablá.

 

 

 

 


miércoles, 2 de octubre de 2024

Imaginación y erotismo

 

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El Chorrillo, 2 de octubre de 2024

Creo que ayer malentendí al señor Han cuando hablaba de erotismo. Hoy recupero su discurso cuando escribe sobre el papel de la imaginación en orden a estimular la fantasía erótica. En lo que acabo de leer manifiesta que los nuevos medios de comunicación no dan alas precisamente a la fantasía. Más bien la gran densidad de información, sobre todo la visual, la deprimen. Así, el porno, que en cierto modo lleva al máximo la información visual, destruye la fantasía erótica.

Cita Han a Flaubert, Madame Bovary. En las escenas eróticas de la novela, no hay nada que ver. En lugar de describir lo que sucede en dichas escenas, opta por omitir esas descripciones, forzando con ello al lector a llenar esos espacios con su imaginación. El conocimiento mata, escribió Cioran. Flaubert al no describir los detalles de la escena provoca que el lector llene el vacío con su propia experiencia e imaginación. Substraer información visual o escrita en un relato erótico activa la participación del lector que por naturaleza tiende a completar, a imaginar qué sucede en un entorno dado. Sugerir en lugar de dar detalles hace que nos convirtamos en lectores activos y que de algún modo acompañemos al autor en su trabajo narrativo reconstruyendo lo que él no nos dice.

Escribe Pessoa en El libro del desasosiego:  "Nunca he podido leer un libro entregándome a él. Siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa”. Una cita tomada  por los pelos, que apunta a una clase de lector algo diferente a aquel que lee en las apreturas del metro camino del trabajo y para quien tanto las ideas como determinadas omisiones pueden activar sus reflexiones o su imaginación.

En Los años con Laura Díaz Carlos Fuentes trabaja sobre un asunto colateral, aunque al margen del erotismo, pero que se relaciona con él. Jorge Maura y Laura mantienen una relación amorosa profunda pero Laura en determinado momento desea preservar retazos de intimidad, no tanto para preservar su individualidad como para relegar una parte de sí al misterio. Laura entiende que la distancia, el no darse completamente enriquece su relación con su amante.

El misterio, lo entrevisto, lo imaginado es claro que estimulan no sólo nuestra imaginación. Ponen de hecho en acción nuestro deseo de “ir más allá”, descorrer una cortina, averiguar qué se esconde al otro lado. Alejandro Jodorovsky cita un ejemplo de hasta dónde puede llegar ese afán de querer ver, conocer, saber poniendo como ejemplo una escena de striptease. En ella el espectador es seducido por ver lo que adivina tras la prenda que va a caer. Ello sucede una y otra vez prenda por prenda hasta un instante en que la desnudez completa parece no ser suficiente para ese “ansia” que se respira en el espectáculo, de modo que el  espectador estaría dispuesto a seguir y seguir hasta que la striper se abriera el estómago.

Independientemente de que apliquemos estos dos conceptos, misterio e imaginación, a aspectos diferentes de la realidad, el hecho de que ellos aparezcan como desencadenantes de muchas de nuestras motivaciones, les confiere una importancia mucho más allá del restrictivo mundo del erotismo. Hace, en mi caso, que me pregunte si podría relacionarse el misterio y la imaginación con algunos de los elementos claves que han permitido la evolución del ser humano. El misterio genera incertidumbre que a su vez estimula la curiosidad y en consecuencia la capacidad de resolver problemas. A su vez la búsqueda de respuestas nos pone en camino de forzar nuestra imaginación para visualizar soluciones y crear las herramientas que han constituido la base de nuestro desarrollo humano. La evolución de la técnica está íntimamente ligada tanto al misterio como a la imaginación, que es la que ha trascendido el plano de lo conocido para forjar una nueva realidad con una herramienta que llamamos creatividad. Así la fascinación por lo misterioso y lo inacabado, junto con la capacidad de imaginar, aparecen centrales desde el momento en que nos han impulsado a explorar, a crear y a transformar el mundo a lo largo del tiempo.

Echar mano de Darwin para entender algo mejor el flaco favor que hace la pornografía al sano erotismo (“La pornografía evita rodeos. Va directamente al asunto. La pornografía es el final definitivo de la seducción” (Byung-Chul, La salvación de lo bello)) puede parecer exagerado pero está en el orden de intentar comprender los caminos “errados” por los que una apresurada sexualidad puede llevarnos. Comprender la importancia del misterio y la imaginación en el erotismo, y añadiría la lentitud y la demora, quizás sea útil. Bueno, útil es una fea palabra, mejor finalizar simplemente con el verbo comprender, o mejor todavía intentar comprender.

Como cuando estaba en la escuela, sólo un ejercicio de comprensión lectora.

 

*La imagen de cabecera está tomada de https://www.elespanol.com/cultura/arte/20160815/147985607_0.html


 

 

 

 


martes, 1 de octubre de 2024

“La agonía del Eros”

 


El Chorrillo, 1 de octubre de 2024

Esta mañana mientras empezaba a despertarme en la cama me dije que hoy tenía que escribir sobre el erotismo. El amigo Keemiyo nos había regalado días atrás un libro de Byung-Chul Han titulado La agonía del Eros y quería hacer justicia a un concepto del erotismo que difiere bastante de este autor. Luego sucedió que recordé nuestra tertulia de ayer con Santiago Fernández, Miguel Ángel Gárate, Yolanda, Margarita, José Luis Ibarzábal y Juan Guerra y cambié de opinión. Esa tertulia tantas veces a voces a causa de la sordera de Santiago, bien merecía la atención de un post. Y más tarde, cuando encendí el ordenador tras la comida para ver de entretener un tanto mi coco con alguna reflexión a modo de estiramientos con los que comenzar mi tarde de lectura, lo que sucedió es que tropecé con una vieja entrevista a Picasso en un momento en que éste se encontraba bailando que empezaba así: 

“-¿Por qué estás bailando?
-No hay por qué, estoy bailando”.

Lo cual me puso en la tesitura de apuntarme a este nuevo asunto. Joder, si es que son tantos los temas sobre los que uno puede reflexionar… Incluso habría todavía otro. Me decía Victoria que esta mañana había estado oyendo en el programa de Javier Gallego, Carne Cruda, a Santiago Alba Rico, que periódicamente participa en él siguiendo el criterio de elegir cada vez una palabra del castellano. En esta ocasión tocaba la T y entre todas las palabras que empiezan por esta letra había elegido la palabra “tormenta”. Con ello llenaron Javier Gallego y él la media hora del programa. Me parece una buena idea. Quizás algún día lo pruebo. Dispuestos a jugar yo me apunto a lo que sea. 

Así que lo echo a los chinos y sale…

¿Por qué escribo? No hay por qué, estoy escribiendo. Picasso: “-Algunos, sólo algunos, hacen en esta tierra aquello para lo que fueron creados. Estos viven. Otros sobreviven. Quien baila vive” … “Bailas porque naciste para bailar, como pintas porque la pintura ya existe en ti, simplemente la liberas. Así ocurre con la danza, tú solo la liberas, ella se mueve dentro de ti”. 

¿Será así con todo?, me pregunto. “Una hormiga hace su trabajo sin cuestionar –responde Picasso–, los pájaros vuelan sin cuestionar, los peces nadan... los hombres, algunos matan, otros prefieren hacer aquello para lo que fueron creados… Yo bailo, pinto, amo.” También Serrat: “Harto ya de estar harto, ya me cansé / de preguntar al mundo por qué y por qué…”. 

Y es que dándole vueltas a esa manía de los porqués a todo, me temo que hay quien la lía (incluido un servidor)… barrunto… Barrunto que el exceso de racionalización nos pierde, de ahí la salida de Picasso: no hay por qué, estoy bailando. ¿Por qué subo montañas? No hay por qué, las subo. Cierto que el erotismo sufre del mal de la cosificación, de la melaza en donde esa pizca de misterio va desapareciendo poco a poco de mano de la pornografía y de la habitualidad, pero ¿cómo es posible hablar de la agonía del erotismo en términos generales como si fuera una pandemia de la que nadie en el planeta se libra? ¿Es que el análisis que hagamos de la realidad ha de centrarse siempre en la tendencia, esa que en el Twitter se refería como en los bestsellers de las librerías al interés generalizado de la audiencia?

Ayer tarde, cuando escuchaba en nuestra tertulia a Santiago hablar de lo mal que conduce “la gente” o comentar sobre la abundancia de lerdos que nos rodean por doquier, o… etcétera, quise intervenir en la conversación, pero me temo que me expresé muy mal, o no se me entendió, cuando quise poner todo mi empeño en desviar la conversación de lo que hagan o digan “los otros”, esa gran mayoría a la que tan a menudo nos referimos y en cuyas espaldas cargamos los males del mundo o las cosas torcidas. Es que la gente, es que los otros, es que… Y es que leyendo a Byung-Chul me sucede lo mismo. Tengo la sensación de que cuando hablamos de la gente y de los asuntos generales, tendríamos que matizar y expresar previamente a quiénes del abanico social nos referimos. Sería mucho más largo a la hora de entablar una conversación, pero es que si no aclaramos de quién hablamos o definimos los términos que usamos, estamos perdidos. Ayer concretamente alguien se refería al término cultura, no exactamente como acumulación de saberes o técnicas sino como algo relacionado con el poso que dejan las muchas lecturas, la experiencia de la vida, la capacidad de reflexión, etcétera. En este sentido decir que la falta de cultura es culpable de los desbarajustes del mundo, dado que el inculto se convierte en carne de cañón, en aspirante al rebaño universal de los votantes que no saben lo que votan, puede ser acertado, pero sólo en parte. La Alemania de Hitler era una Alemania muy culta y sin embargo…

Cuando me desperté con la idea de escribir sobre el erotismo tuve la sensación de que el señor Byung-Chun, amén de irse por los Cerros de Úbeda a través de ese lenguaje que usan los profesionales de la filosofía con el amontonamiento de escurridizos conceptos y términos y de hacer  nulo esfuerzo para traducir sus apreciaciones a un lenguaje asequible, cuando uno lo lee tiene la impresión de que en absoluto el erotismo del que habla tiene que ver con el erotismo que uno conoce y experimenta. “Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo”, escribe en el primer capítulo. El concepto consumo está tan presente en nuestros días que parece difícil  referirse a cuestiones humanas, deseos, necesidades sin que éste venga a ser la madre del borrego de tantos males que nos acosan. 

El prólogo del libro viene encabezado por el siguiente título: “Reinventar el amor”. Y sí, ya la tenemos liada del todo, liada de manera parecida a como nos enzarzamos días atrás tras la comida unos amigos en cuanto salió al ruedo esa palabreja: amor. Un asunto viejo que ya Sócrates y Diotima discutían en El Banquete, Platón, un concepto emparedado con el amor intelectual y espiritual que culminaba en la contemplación de la belleza en su forma más pura. Sin embargo cuando leo a este ensayista coreano hablar de amor difícilmente identifico la mayoría de sus palabras con esa idea expresada de Platón que en general compartimos, un concepto más cercano a nosotros acaso que ese otro discurso en donde refiriéndose al amor –consumo, cosificación, etcétera– más parece estar hablando de ese hispánico decir nuestro de “echar un polvo”, referirse a una relación precipitada, a una relación sexual desprovista de afecto o ternura. 

El rifirrafe que nos montamos días atrás en torno a palabras como “amor” tenía parecidas connotaciones; de un lado quienes indagaban en la esencia de eso que llamamos amor, que a su vez encierra un cuantioso bagaje biológico, apenas reconocido por algunos, como medio de la especie para cumplir sus propios fines, y de otro aquellos que citando al existencialismo, la época hippie o el amor libre pretendían hacer una clara diferenciación adjudicando a estos últimos un puesto de dudosa consistencia en la moral. Por una parte deshacer ese meloso pensar en el amor como un sentimiento de una pureza sin límites, y en el que tanto nos gusta pensar, y de otra entender que la sexualidad, ese bien universal tan hermoso, tiene muchísimas más posibilidades que ese estricto espacio en que la moral clásica pretende encerrarla. Espacio en el que tanto el placer, la diversión, la belleza o la ternura tienen su lugar de encuentro. 

Pretender que estamos a las puertas de la agonía del Eros, que podría ser para una población alienada por el consumo y el narcisismo, cuando uno encuentra en la edad madura en ello una de las más felices satisfacciones, no parece de recibo, al menos en tanto el discurso sea matizado y referido a quien corresponda.

Y todo esto a la altura de la mitad del libro. Quizás la otra mitad me dé para rectificar o añadir alguna aclaración posterior. El tema lo merece.