El Chorrillo, 9 de septiembre de 2018
El ruido del viento entre las hojas de los árboles se mezcla
con las notas del concierto para piano op. 54 de Schumann. La cabaña está a
oscuras. Hoy invertí algún tiempo en organizar mi menú para la semana de la
primera ruta que proyecto caminar dentro de unos días al sur de Islandia. La
cosa me pone un poco nervioso. En esta ocasión hubiera preferido ir acompañado,
pero no hubo oportunidad. Me impone algo el páramo desolado de aquella isla que
me cuesta imaginar y donde no sé si en esta época encontraré gente que
amortigüe esa sensación, por otra parte deseable, de soledad. Martha Argerich
acaricia con una decisión contenida las teclas del piano en este privilegiado
momento de la noche.
Hace muchos años que no subrayaba tanto un libro. En general
cuando tomo el boli, y lo hice muchas veces en estas semanas como quien se abalanza
sobre una preciada presa para rescatar de los centenares de páginas una idea
especialmente atractiva, es porque siento que algo de lo que se dice allí
concierne especialmente a mi vida. Y siendo mi vida lo más preciado que tengo
es obvio que la decisión de leer algunos libros en concreto, todos de montaña
últimamente, en cierto modo puede ser determinante para ella. Mi última entrada
en este diario la titulé Escalo montañas
para mi alma, por cierto una bella y acertada reflexión que oyó Kurtyka al escalador
esloveno Tomaz Humar, unas palabras que me sugieren otras muchas afirmaciones
capaces de dar respuesta a un puñado de porqués que nos planteamos a lo largo
de la vida. Unos cuantos ejemplos: leo determinados libros para mi alma; viajo
para enriquecer mi alma; intento ser más bueno, como decíamos de niños, mejor
persona, para embellecer mi alma. No hace falta decir que en tener un alma
bella, y no me parece que encierre otro significado el pensamiento del Tomaz
Humar, consiste ese arte de vivir que da armonía a las personas, las llena de
plenitud y a la vez les confiere la dicha de experimentar su creatividad, su
audacia y la de todos aquellos dones que yacen dispersos por los rincones del
alma sin que, acaso, sepamos de ellos hasta que algún reto personal los hace
fermentar y expandirse en un proyecto, una propuesta moral.
La primera vez que leí la expresión “hacer de la vida una
obra de arte”, fue en una obra de Óscar Wilde. Desde entonces me la he
encontrado con frecuencia aquí o allá en mis lecturas, o acaso no es así y la
idea me cautivó de tal manera que me parece verla brillar en todos aquellos personajes
cuya personalidad, hechos o pensamientos han tenido la gracia de cautivarme. En
el libro de Bernadette McDonald, El arte
de la libertad, cuenta cómo cuando Kurtyka se encuentra con Jean Troillet y
Erhard, con los que formaría el dream
team para intentar el Cho Oyu y el Shishapangma, la reflexión que hace
sobre sus compañeros es ésta: “Veía en sus rostro y sus historias que el
peligroso viaje que habían elegido en las montañas había convertido sus vidas
en obras de arte”.
Hoy, nada más encender el ordenador, me encontré con las
líneas anteriores sobre la pantalla. Mientras las volvía a leer los estorninos
llenaban el aire de la mañana con su algarabía. Las uvas están maduras y
aterrizaban en bandadas sobre nuestras parras como guerreros saqueando una
ciudad tomada por el ejército. Pensaba en la gracia que tiene encontrarnos accidentalmente
en un libro una frase, una idea agraciada que, por su brevedad y contundencia
queda ahí vibrando en el aire como un bello interrogante en que el espíritu
parece encontrar un alivio en el cargado ambiente de la confusión. Lees:
“Escalo para mi alma” y de repente la confusión de tus ideas, los
interrogantes, los porqués se desvanecen y, en donde antes había confusión y
desorden, todo aparece ahora claro y limpio. Resulta que todo para en nutrir mi
alma y llenar de belleza cada uno de sus poros. Belleza del alma propiamente
dicha y belleza de la que se nutre el alma.
Hablamos pues de arte en el sentido más profundo y amplio. Mis
subrayados de los últimos libros que leí son testigos de cómo la belleza del
alma y la belleza que el individuo crea con sus actos, pueden llegar a formar
un tándem realmente muy atractivo. Después de escalar la hermosa Torre del
Trango en el Himalaya, “resplandeciente rayo de roca dorada”, líneas de
tentadoras fisuras, de refrescantes manchas blancas de nieve, Kurtyka describió
las ascensiones de esa índole como “un arte estético actuando en el mágico
juego de la luz y el espacio… ¿Existe acaso un grabado más impresionante que el
que dibuja un escalador en una inmensa pared o en una atrevida arista de roca?”
¿Existe, pregunto yo a mi vez, algo más bello que el rastro que va dejando
Álex, este ya gran artista de nuestras montañas, elevándose palmo a palmo solo,
“desnudo como la mar”, por la rosada y atrevida roca del Picu, ligero como una
salamanquesa, elegante, concentrado en la prodigiosa meticulosidad de sus
movimientos?
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