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jueves, 6 de enero de 2022

Los zapatos de Yolanda Díaz

 



El Chorrillo, 7 de enero de 2022

 

Mirando esta noche en la oscuridad el fuego de la chimenea pensaba que esto de existir tiene su gracia, pensar, sentir calor, poder escuchar el chisporroteo de las llamas, incluso el poder oír me parecía un regalo. ¡Qué cosa tan curiosa se me presentaba el hecho de ser un ser vivo! Vivo está el gato que duerme a mi lado en el sillón próximo. Él duerme muchas horas, él me pide entrar en la cabaña después de la cena y, ya sea en mi regazo o en el sillón, a veces duerme hasta más allá del mediodía. Yo duermo menos, pero no hago cosas muy distintas cuando me da por no hacer nada, sí, leo un libro, enciendo un aparato que tengo sobre la mesa en cuya pantalla me asomo al mundo, trajino aquí o allá en la parcela, preparo la cena, leo, pero también Mico caza y se zampa alguna paloma o un conejo, o se sienta sobre el tejado de la leñera a contemplar el atardecer, o viene a que le haga carantoñas. Así transcurre su vida.

Nosotros somos más sofisticados, pero en esencia no somos muy diferentes a ellos. Por ejemplo ahora mismo ha saltado del sillón al suelo y ha venido a ver si le permito estar un rato entre mis brazos. Ha saltado, se ha subido a mi regazo entre el teléfono y el pecho y ahí anda con su hociquillo acariciándome e invitándome a que yo también le acaricie. Tan sumido está uno en asuntos de toda índole que olvida esa curiosidad tan grande que es vivir; claro, del mismo modo que no somos conscientes de nuestra respiración hasta que nos falta. La compleja máquina del cuerpo no necesita de nuestros cuidados. Ahí está el corazón día y noche bombeando sangre, el cerebro inquieto yendo de un lado para otro incluso cuando estamos durmiendo; todas esas sustancias que aparecen en una analítica y que nos dicen de la regularidad con la que el cuerpo cumple su función de mantenernos vivos. Anteayer sin más que fui consciente de que la saturación del oxígeno en la sangre puede ser determinante para que eso que llamamos la vida deje de serlo si sus valores disminuyen drásticamente.

Pienso en lo divertido que podría ser abrir los ojos una mañana y no tener conocimiento alguno, como quien mete su cerebro en la lavadora y todo lo que pudiera haber en él desde el momento de nacer se fuera por el desagüe, abrir los ojos y encontrarte con seres que andan, que van subidos en unos aparatos con ruedas de un lado para otro, u otra cosa más curiosa todavía, ver como yo el otro día en el periódico, a una mujer subida en unos zapatos de punta, una tal Yolanda Díaz, andar elegantemente metida en un llamativo vestido rojo camino del Congreso de los Diputados. Claro, un cerebro recién horneado, todo él tierno y sin un conjunto de referencias, tendría muchas dificultades para organizar lo que llegara a sus sentidos y darles un significado, pero ahí precisamente es donde a mi curiosidad le gustaría escarbar, porque si las cosas, las costumbres, los hechos tienen un significado es porque ese significado se ha ido abriendo paso, se ha ido formando en nuestro cerebro de una forma concreta y no de otra.

Pero ¿por qué precisamente ese significado prevalece y no otro? Llegar a través de una serie de causalidades hasta el hecho final tal como lo vemos, una señora ministra sin más haciendo equilibrios sobre unos zapatos de punta, cuando bien podría ir calzada con unas cómodas pantuflas, requiere en la mayoría de los casos, ahora que sé que no soy precisamente un gato, pasar por una larga cadena de convenciones asumidas, relacionadas en un caso con un producto social que llamamos elegancia, relacionado con la repercusión que tiene ir vestido de determinada manera, tiene que ver con la disposición que las hembras del homo sapiens sapiens tienen de aparecer guapas y atractivas ante sus otros congéneres, tiene que ver… eso, un largo etcétera. Un largo etcétera que se ha ido construyendo a niveles diferentes, como se construye una catedral, cimientos lo primero, sobre lo que posteriormente se irá añadiendo ladrillo a ladrillo, sillar a sillar. Así nuestra cultura, nuestro modo de ver la realidad, nuestra manera de relacionarnos, las ideas que han ido sustentando a la humanidad desde que bajamos de los árboles. La civilización como un enorme edificio que ha ido ajustándose, según se iba construyendo, a las formas de pensar y sentir de generaciones y generaciones y que en unos momentos en la cultura cretense han llevado a la mujer a llevar las tetas al aire, en otros vestidas como monjas, a los hombres con enormes y aparatosas vestimentas guerreras como los húsares de Napoleón y en días como hoy con una chaqueta y un ridículo cacho de tela colgado del cuello.

Quizás volver a la infancia, con lo que ello significaría de preguntarse frecuentemente por qué esto y aquello, fuera una de las maneras más cuerdas de entender esta rareza que es la vida. Y más rara todavía cuando se observa constantemente en un crecido número de sapiens un comportamiento contra natura. Contra natura porque para mi gato, o ese ser que previamente había metido su cerebro en la lavadora para despojarlo de todo su contenido previo, que ambos serían seres propiamente producto de la naturaleza, serían cosa de reír muchos de los comportamientos que tenemos los humanos. Cada cual puede pensar cuáles son esos comportamientos locos o contra natura, pero los hay a cientos y desde luego no es el más grave que Yolanda Díaz cuando tenga muchos años pueda llegar a tener graves problemas en sus pies o en su aparato locomotor.

Quizás a fin de cuentas el asunto radique en cómo se construyen los cimientos de un pueblo, una nación, de qué se hacen estos, si son sólidos o son una pura mierda, si son coherentes con la naturaleza y la sencillez que guía a ésta o están hechos de supercherías, si les guía la ley de la selva o si esos cimientos van a servir a la armonía y convivencia de esos sapiens que por causas aleatorias vinieron a poblar este planeta hace un par de millones de años.

 

 


sábado, 11 de diciembre de 2021

El Mal

 



El Chorrillo, 11 de diciembre de 2021

 

El viento es especialmente fuerte e inclina peligrosamente el eucalipto que crece frente a mi ventana. Es un árbol que me preocupa desde hace muchos años, quizás desde una vez que crucé Galicia caminando y tuve que atravesar grandes bosques en donde el sendero se veía continuamente interrumpido por enormes eucaliptos desraizados que cruzaban el camino y hacían penoso el caminar. Grandes eucaliptos que exhibían yertos sobre el suelo lastimosamente un gran cepellón que no había tenido fuerza suficiente para sujetar aquellos enormes árboles que el viento había conseguido desgarrar de la tierra produciendo un caos de ramajes difícil de atravesar. Desde entonces me ha preocupado este árbol que planté cuando apenas me llegaba al pecho y que ahora ha crecido derecho y espigado hasta una altura inverosímil por encima de cualquier otro árbol de nuestro pequeño bosque. Previendo el desastre que podría producir cayendo sobre mi cabaña, que sin lugar a dudas la derrumbaría si el viento lograra arrancarlo de raíz, hace algunos años fijé dos cables de acero de casi un centímetro de grosor en la parte más alta a la que pude llegar. Uno de los cabos lo amarré a un grueso olmo y el otro a un álamo blanco cercano. Además planté un olmo a un par de metros de la cabaña en la línea de la posible caída, que la fijan los vientos dominantes del oeste en nuestro entorno, pensando que cuando se hiciera realmente grande actuaría de muro de contención ante una posible caída del eucalipto.

Hace tres o cuatro años, en una de mis travesías de los Alpes, quizá un año excepcional en que los vientos habían sido especialmente fuertes, recuerdo muchas jornadas en que mi paso por algunas zonas boscosas se hizo realmente fatigoso por culpa de los árboles arrancados de cuajo por el viento. De ahí mi preocupación. Además no sería la primera vez que en casa uno de estos árboles es arrancado sin miramientos por los vendavales, ello sin contar los dos olmos que la gran nevada del pasado año quebró con el peso de la nieve sobre las ramas.

Quizás si me he puesto a escribir sobre el eucalipto sea porque he tenido que subir a la casa un momento y el ruido ensordecedor del viento en las ramas me ha obligado a observarlo, que siempre en estas circunstancias se inclina ceremoniosamente como un gran velero sorprendido por una tormenta en alta mar. Quizás el ramaje del eucalipto sea lo más parecido a la vela mayor de un gran velero cuya tela hubiera sido colocada a una altura desproporcionada, lo que propiciaría más el naufragio que el avance del propio navío.

En la película que acabo de ver, El diablo sobre ruedas, de Spielberg (ojo, sigue un spoiler. El que quiera ver la película que se salte este párrafo y el siguiente), un pacífico conductor camino de una reunión de trabajo en una ciudad próxima, de pronto se ve sorprendido por el anómalo comportamiento de un viejo camión de transporte de combustible de unas proporciones descomunales, cuyo conductor, le comentaba a Victoria, me parecía la perfecta personalización del Mal, una inquietante metáfora de los males que nos acechan. Así con mayúsculas lo escribía Ernesto Sábato en su último libro, Antes del fin. Un camionero que sin ningún motivo justificado persigue a lo largo de toda la película acabar con la vida y el coche de un simple ciudadano camino de su trabajo. Sin más, sin objeto, sin justificación. Para Ernesto Sábato el Mal estaba personificado en el comportamiento de los militares de los tiempos de Videla en Argentina, asesinatos en masa o torturas espeluznantes que te ponían los pelos de punta, el Mal por el Mal de quien se regodea con el sufrimiento de los otros. En la película, tras situaciones tremendas, adelantamientos que precipitan al automóvil fuera de la carretera a ciento cuarenta kilómetros por hora, en un paso a nivel el camión empujando al automóvil para meterlo bajo las ruedas del tren que está pasando, toda la película con situaciones de parecida violencia y tensión que te obliga continuamente a estar sobre ascuas –un primer largometraje de Spielberg rodado en trece días donde ya asoma su genialidad–; y tras todo ello, cuando las las graves preocupaciones que el  protagonista traía en la cabeza se han diluido ya ante la cercanía del drama, al fin en determinado momento y cercano a un curva, el conductor bloquea el acelerador con una maleta y salta del coche. El camión arrastra al automóvil y cae por un precipicio. El film concluye con dos secuencias que ponen fin a la pesadilla. En la primera el minucioso seguimiento del camión y el coche precipitándose en el vacío, los restos del camión destrozado con las ruedas en el aire dando vueltas parsimoniosamente. Y en la segunda vemos aliviado al conductor del automóvil sentado frente al crepúsculo en posición de meditación mirando al infinito. 

La enorme fuerza de la liberación le llena el cuerpo y el alma. Al final ha encontrado la paz. Como quien se despierta de una horrible pesadilla, ahora respira tranquilo y agradecido a la vida. Es la clave del final de la película. Se acabó, finito, la angustia queda atrás, el horror trascendido. Te has despertado y estás en la cama y la mañana es hermosa y el canto de los pájaros atraviesa tu ventana. Todo ha sido una pesadilla.

Y yo que leo a Almudena Grandes, que casi solo de refilón ya muestra aquel otro Mal de nuestra guerra civil y que introduce uno de sus capítulos con una cita de Memoria de un nacionalista en donde Antonio Bahamonde relata un encuentro en un bar en que Díaz Criado, alguno de los mandos militares franquistas, tomándose unas copas con unos amigos, momento en que entra un policía con una larga lista en la que figuran nombres y apellidos de hombres detenidos. El policía va leyendo y Criado, mientras se toma un vaso de vino y charla con sus amigos, va diciendo: este sí, ese también, bueno, ese no… el resto todos también. Así más de un centenar. Los “sí “ serían fusilados a la mañana siguiente. Yo que leo a Almudena, se me estremece el cuerpo imaginando la escena.

Y a mí, decía, que se me juntan tantas cosas diversas a esta hora de la madrugada, no es que ya me dé cierto temor que el eucalipto próximo sea arrancado por el viento y caiga sobre mi cabaña, sino que a los males naturales propios de temporales que ya debían de atemorizar a nuestros ancestros de las cuevas, se une la sensación de que otros males congénitos a la humanidad y a los hombres en concreto amenazan nuestras vidas propulsados por la irracionalidad del Mal en estos momentos. Los fascistas de nuestra guerra civil hacían de la muerte una lotería. Los fascistas de hoy, toda esa mugre que va apestando la tierra de nuestro país, no creo que albergaran dentro de sí muy diferente disposición si las circunstancias les pusieran en una situación similar a la que vivieron sus primos hermanos de la guerra civil.

El Mal, como ese camión suicida que se nos puede aparecer en una noche de pesadilla y que habita en el alma de una buena parte de la humanidad (ni qué decir tiene que todo puede suceder si recordamos el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, la civilizada Alemania de los años treinta o los crímenes de guerra perpetrados por Estados Unidos en Vietnam o Irak), y el otro mal, el viento, el de las catástrofes naturales que puede ser la Covid o sus posibles mutaciones, aparecen en estos días como dos terribles amenazas auspiciadas por la ignorancia y por la estupidez más soez, dos monstruos dispuestos a quebrar cualquier atisbo de racionalidad y justicia.

Estamos rodeados de gente que apesta, de gente y de medios podridos con apariencia de respetabilidad que no son otra cosa que pura basura, como es el caso de El País de esta mañana. La cabecera hoy en grandes caracteres de periódicos como Eldiario.es y Público venían ocupadas con el visto bueno del Reino Unido a la extradición de Julian Assange a Estados Unidos. Para El País y sus accionistas este tipo de cabronadas no existen. El Mal no campa por si sólo por ahí, hay quien por omisión o directamente lo incentiva desde los medios.

Era un niño que soñaba un caballo de cartón, abrió los ojos el niño, etcétera. ¿Realmente nuestro sueño de justicia será ese sueño que puso en verso Machado? ¿Estaremos condenados a vivir bajo el signo de la estupidez, de ese Mal que engendra el odio de la extrema derecha hacia todo lo que no es ella misma?

Las dos de la mañana. En nuestra parcela el viento ha amainado un poco y mañana la previsión del tiempo anuncia despejado. Algo es algo. De momento el eucalipto seguirá en pie.


jueves, 9 de diciembre de 2021

El horizonte en llamas

 

Así se vistió de fuego la tarde frente a mi ventana







El Chorrillo, 10 de diciembre de 2021

 

A veces me da por pensar que este mundo en que vivimos es tan bello, tan magnífico que es imposible que exista algo más hermoso en todo el universo. Nos tomábamos el té de la hora de la merienda,  la cabaña estaba sumida en la semioscuridad y en uno de los muros el resplandor como de una lejana fogata pintaba el enjalbegado con la lánguida luz del crepúsculo. El horizonte, el espacio que quedaba entre éste y una borrascosa techumbre de oscuras nubes, era un espacio de fuego sobre el que las nubes flotaban como al calor de una hoguera. Soberbio atardecer para un telón de fondo en el que el Sol se despidiera abrumando a los habitantes de la Tierra con la desbordante belleza de un grandioso final de sinfonía. Y junto al horizonte y el techo de las nubes cárdenas que cubrían el cielo hasta cerca del cenit, cuando ya el cielo podía verse libre de nubarrones, ahora sobre mí propia casa, el diáfano cielo azul que precede a la noche, donde la Luna y Júpiter brillaban entre las ramas desnudas de los árboles como dos solitarios navegantes bogando en soledad en medio de un cielo poco proclive a dejarse escrutar, ni siquiera un rato después cuando ya la noche tendió su manto de oscuridad sobre los campos y los pueblos de los alrededores.

Hace algún tiempo me encontré a alguien que bajo una fotografía bastante corriente de un atardecer había escrito un breve comentario que decía: ‘Abrumadora belleza”, un piropo dirigido al fotógrafo que tergiversaba la capacidad del lenguaje para hacer justicia a la realidad de los momentos extraordinarios. La mesura que el lenguaje debería guardar para ajustarse, con parecida sutileza a cómo distinguimos las múltiples tonalidades de la luz, acaso no tiene en el hablar corriente capacidad descriptiva suficiente para ajustarse a la realidad, por ello que necesitemos de verdaderos  poetas para que seamos capaces de acceder mínimamente a esa belleza que les inspiró en algún momento de excepción.

Le decía a Victoria que ese afán que hemos tenido alguna vez cuando viajamos a las tierras del Norte o a Islandia para intentar ver las auroras boreales, probablemente se olvida de esos grandiosos espectáculos que se dan con tanta frecuencia frente a nuestra casa o en las montañas que visitamos al anochecer o al alba. Espectáculo hermoso y, sí, ahora abrumador, que convierte el horizonte y las nubes en el paisaje más hermoso que uno puede imaginar. Y es que lo tenemos ahí a diario, esos días en que el horizonte se viste de fiesta grande y sólo de tanto en tanto subo a la casa para recordárselo a ella ¿Has visto que bonito está el atardecer hoy? Cuando en casa repartimos nuestros espacios personales, Victoria eligió definitivamente su lugar de lectura y trabajo en la habitación que llamamos la biblioteca, una estancia amplia de grandes ventanales con las paredes tapizadas por los libros adquiridos y leídos durante más de medio siglo, una habitación que da al sur y desde cuyas ventanas se observa ese pequeño bosque que ha ido creciendo a su aire durante este tiempo. Yo, más modesto, pero con el ojo puesto en el previsible espectáculo del atardecer, elegí vivir en una pequeña cabaña adosada al cuerpo principal de la casa, de unos diez metros cuadrados, donde iba a tener asegurada soledad, el crepúsculo diario frente a mi ventana y en invierno el permanente fuego de la chimenea.

Días atrás el Caminante hablaba así con la Sombra en el muro de Antonio Montes. Aquel: “El que piensa ama”. A lo que respondía la Sombra: “Y el que ama persigue el rastro de alguna forma de belleza”. También la última novela que he leído,  Sobre los huesos de los muertos, de Olga  Tokarczuk” hablaba sobre la belleza: “El objetivo de la evolución es meramente estético y nada tiene que ver con ninguna adaptación. A la evolución lo que le interesa es la belleza, alcanzar la máxima perfección de cada forma”. Yo no estoy nada seguro de esto último, pero sería un buen deseo. Rodearse de belleza, buscarla y sentarte cada tarde a contemplarla al atardecer, como hoy, es como hacerle la corte a todo lo bello que nos rodea.

Asomarse sin más a algunos muros de amigos del FB es casi siempre como asomarse al balcón de tu casa a contemplar la Belleza que pasa de la mañana a la noche frente a ti. Rabindranath Tagore escribió un hermoso relato titulado El cartero del rey donde un niño enfermo pasa las horas del día asomado a una ventana, se divierte mirando a su través y conversando con la gente que pasa. Habla con el lechero y entonces sueña con ser pregonero de quesos en cuanto se recupere, y también sueña con subir a las colinas, y distribuir cartas, y con mil sueños más, como el de repartir flores con Sada, la hija de la florista. Mi ventana, que está aislada en el campo y frente a la cual sólo algún esporádico y lejano caminante pasa, tiene mucho de esa ventana de Amal, el niño del relato de Tagore. A ella llegan los crepúsculos, la luna y las estrellas, ante ella revolotean los pájaros que vienen a alimentarse, el petirrojo a curiosear o a armar un escándalo las urracas. A veces, como hace un par de días, un velo de seda cubre el campo y entonces la niebla, enredada en las ramas de los árboles, hace del paisaje vecino un  delicado lienzo donde las formas y los colores quedan diluidos en un ambiente de nostalgia y ensueño.

Hay otro amigo del FB al que sin saber donde vive imagino asomado diariamente a la ventana del atardecer como cazador al acecho de su presa. El amigo Loren, especialista en bellos cielos y nubes, no parece dejar pasar una sola oportunidad para sacar su cazamariposas y meter en la red de la cámara oscura de su teléfono todas las nubes y crepúsculos que tengan el capricho de vestirse de oro y grana antes de irse a la cama.

Entre unas cosas y otras se hizo de noche. Júpiter y la Luna han desaparecido de la ventana del sur y ahora asoman en la del oeste taciturnos como dos amigos cogidos de la mano. Es la hora de mi lectura, un tomo de Almudena Grandes, El corazón helado, que me recomendó José Mijares y que van dos días que me tiene enganchado hasta altas horas de la madrugada.

 

 

 

 

 


martes, 7 de diciembre de 2021

De cómo limpiarse el culo

 



El Chorrillo, 7 de diciembre de 2021

 

Que digo yo que tiene su gracia que haya que viajar hasta Oriente o hasta Centro Asia para saber cómo se limpian el culo por allí los nativos. Limpiarse el culo, cosa de higiene elemental y que sin embargo en Occidente, listorros como somos, todavía no hemos aprendido adecuadamente, mientras que por allá esta gente lo lleva practicando acaso desde milenios atrás. Tenemos una visión de la historia y de las costumbres tan centrada en nuestro entorno occidental que casi nos resulta imposible imaginar culturas milenarias donde el saber, la técnica o el lenguaje gozaban de un desarrollo similar o superior al nuestro. Para un estudiante de mi edad, entre los años cincuenta y setenta, lo más lejano que existía por oriente, tras una breve referencia a Mesopotamia y Egipto, era Bizancio.

Hoy, por ejemplo, nos hace reír eso que tan pomposamente llamaban, siguen llamando, nuestra “Reconquista” que en el imaginario de mi niñez sonaba a algo así como que los bárbaros nos habían invadido, una patria y unas tierras que parecían creer debía ser nuestra patria desde el Big Bang; un generalizado e ingenuo "patriotismo" que todavía hoy sufrimos y que me hace pensar que si tal “Reconquista” no hubiera tenido lugar igual lo mismo a estas alturas en España habríamos aprendido a limpiarnos el culo.

Que digo yo que sí, que hay que leer y viajar para aprender las cosas más elementales, que a mí me bastó corretear un poco por Oriente y por los países árabes para entender que eso de limpiarse el culo con papel era más bien una guarrada :-). Hay paradojas para dar y tomar. Tomas un autobús en, pongamos Senegal , un viaje que te lleva hasta Bamako, la capital de Malí, un viaje de dos días, y te admiras cómo todo el mundo, gente casi toda muy pobre, cada vez que hacía el autobús su obligada paradita, los varones se alejaban del lugar, cada uno con una botellita de agua en la mano, a fin de poder limpiarse el pito cada vez que orinaban. Hasta en Madrid lo he visto en algunos urinarios, personas de procedencia árabe que utilizan el grifo o una botella para limpiarse cuando han terminado. ¿Quién atiende mejor a su higiene, éstos o aquellos otros que agitan su pirindola tras terminar y tras ello se la guardan en el calzoncillo?

Me ha surgido el tema leyendo El corazón del mundo, donde en medio de la expansión árabe del siglo VII, el autor, Peter Frankopan, recoge las experiencias de un viajero de la época que anticipa asuntos domésticos como la calidad de la fruta o el temperamento de la gente de determinados lugares. Voy a incluir una cita un poco larga, pero que merece la pena en este ambiente de lo cotidiano en que todos nos movemos. “Un escritor refiere que los mejores membrillos eran los de Jerusalén y que las pastas más excelentes eran las egipcias; los higos sirios rebosaban sabor, mientras que las ciruelas de Shiraz eran deliciosas. Había que evitar la fruta de Damasco, advertía el mismo autor, que era insípida (y, además, a los lugareños les gustaba demasiado discutir). Con todo, la ciudad no era tan mala como Jerusalén, «un tazón repleto de escorpiones» en el que los baños eran hediondos, los víveres carísimos y el coste de la vida lo bastante alto como para desaconsejar incluso una corta visita... Los chinos de todas las edades «visten de seda tanto en el invierno como en el verano», anota un autor que recopilaba testimonios sobre el extranjero, y algunos lucen el material más excelente que alguien pueda imaginarse. Esa elegancia, sin embargo, no se extendía a todos los hábitos: «Los chinos son antihigiénicos, y después de defecar no se lavan el trasero con agua, sino que simplemente se lo limpian con papel higiénico».

Probablemente lo que sucede con tanto “viajero” occidental es que no aprende porque realmente no visita el país en el que aterrizan sino que es llevado de acá para allá por los tour operators y ven tantas cosas que apenas ven nada. Yo nunca me he albergado en hoteles de muchas estrellas, bueno sí, cuando duermo al sereno –miles de estrellas sobre mi vivac–, pero imagino que en esos lugares los hábitos locales quizás queden sustituidos en razón de la clientela que reciben y el dispositivo que usa la gente del lugar para limpiarse tras ir al baño sea suplido por el papel higiénico. Y no hablo, es claro, sólo de cuestiones higiénicas; vivir entre la gente, participar en sus diversiones, hablar con taxistas, popes, campesinos, viajeros de otras nacionalidades aporta una cultura que el turista cliente del package holidays no puede obtener. Razón por la cual después del regreso de un viaje por Oriente volverá a casa sin saber cómo limpiarse el culo.

 

 

 

 

 


miércoles, 24 de noviembre de 2021

Sol de invierno

  

Original de Néstor Rodríguez Fiaño

El Chorrillo, 24 de noviembre de 2021

¿Quién cuando el verano va quedando muy atrás no empieza a apreciar con gusto la caricia del sol que poco a poco, según avanza el otoño, se va metiendo en nuestra habitación hasta allá por el solsticio de invierno llegar a todos los rincones de esa habitación en donde pasamos horas leyendo o contemplando las musarañas? El dios de las pequeñas cosas es muy generoso con los pequeños detalles. Ese sol de invierno, por ejemplo, que se nos mete en casa y nos calienta el cuerpo mientras miramos por la ventana o leemos el periódico. Sol de invierno, seguro, ese que tras el verano poco a poco se va introduciendo en nuestra habitación como un invitado generoso que viniera a rescaldarnos el alma y a acariciar nuestros pies enfundados en las pantuflas mientras nuestros ojos andan ensimismados en las páginas de un libro, en el vuelo de un mirlo que se ha posado en una rama próxima.

La fotografía de Néstor de más arriba venía acompañada por una especie de pie de foto: “la única visita con la que hemos podido contar durante esta pandemia, ha sido el sol”. También eso es cierto.

Encuentro que en ocasiones somos en exceso cicateros con la realidad en la que estamos inmersos. Y quizás la culpa de ello la tiene el periódico que nos amarga parte del día cuando después del desayuno abrimos sus páginas y nos encontramos  con un montón de gilipollas dispuestos a arruinarnos los favores del plácido sueño que la noche anterior provocó en nuestro ánimo, el tal Marlaska con su tanqueta y sus antidisturbios en la huelga del metal de Cádiz, las sandeces de Casado y su misa en honor de un asesino, la estupidez de los negacionistas, los nombramientos en el Tribunal Constitucional; eso y el no menos lamentable avance en Europa de la Covid. Cosas así que te hacen olvidar ese sol de la mañana que entra por la ventana sur de tu habitación a darte los buenos días y a hablarte de las bondades de la nueva jornada que comienza.

Sol de invierno. Todavía no estoy seguro si lo anterior ha de servirme de prólogo para algo diferente o si por el contrario habré de quedarme, a falta de otros asuntos, cebando el prólogo hasta completar ese mínimo de texto que vienen exigiendo mis posts. Leía anoche en el Tom Jones de Fielding, que dedica en el principio de sus capítulos a especular sobre lo que le viene en gana en el momento, que es de sobra sabido que el prólogo sirve al que escribe para ensayar su facultad de silbar, y de afinar su silbido como mejor le parezca, cosa en la que no le falta razón, porque siendo esto de escribir lo más imprevisible del mundo, puede suceder que empieces hablando del sol de invierno que viene a calentarte los tachines mientras te entretienes en cualquier cosa y termines hablando de cómo pudo concebir la Virgen a su hijo sin intervención de varón, una rara partenogénesis, por cierto que todavía hoy los científicos están en trances de explicarse, de lo que se deduce que más que el tema a desarrollar lo que debería importarnos sería la calidad del silbido y si la melodía es grata a los oídos o no. Además sería una lástima que despertándose uno con una idea interesante, unas pocas palabras acaso que pudiendo desencadenar a la postre un puñado de párrafos, éstas se quedaran a la luna de Valencia por necesidad de esa  coherencia que obliga a empaquetar un artículo, como decía Francisco Umbral, de manera que quede como las morcillas bien atado por el principio y por el final; algo así como desperdiciar un principio de erección como consecuencia del paso furtivo por tu imaginación de una bella imagen sugeridora que podría proporcionarte un rato de inefable placer, pero que desaprovechando el momento ­–bye bye, carpe diem– te deja empantanao en los prologómenos del deseo.

Ergo, que teniendo que elegir entre la lógica del discurso, esa morcilla de Francisco Umbral, y la inclinación de mi mente a divagar allá por donde le plazca o el curso de los pensamientos la lleve, un servidor, que es dado a esto último en mayor medida que a pasar por el aro de la disciplina de la lógica y que ha disfrutado esta mañana mientras escribía la primera parte de este texto de ese sol de invierno entrando por la ventana de la cabaña, pero al que ahora ha sustituido un cielo borrascoso y desapacible, se ve inclinado a dejar el sol para mejor ocasión. A fin de cuentas está en el origen de la vida estar al sol que más calienta, porque si los primeros protozoos, ciegos y sordos como eran no hubieran tenido la capacidad de aproximarse a las circunstancias más favorables para satisfacer su yantar y bienestar físico, seguro que la evolución no habría ido mucho más allá.

Los estímulos que recibimos constantemente, esta mañana de otoño ese sol que entraba hasta el fondo de la cabaña, ahora el desagradable y desapacible cielo cargado de nubes y vientos, el hambre de las amebas o la necesidad de deshacernos del aburrimiento que puede cernirse sobre nosotros, son el equivalente anímico de lo que nuestro cuerpo necesita para vivir. Esta mañana por ejemplo hubo alguno de estos estímulos que me asaltaron, un vídeo sin más del Jane Goodall Institute en el que uno de nuestros abuelos primates abrazaba a Jane con el afecto y el cariño entrañable de dos almas que se quieren y que me daba para una larga reflexión sobre la condición humana.

Pero hay cosas más cotidianas, como el asunto ese de los talleres de escritura que un amigo analizaba en su blog con el título de Los talleres literarios: ¿un buen negocio?, en donde desbrozaba un tanto el terreno para llegar a la conclusión, creo, acaso, de que muchos de estos talleres son más negocio que literatura. Y que yo, que me gusta pasar el rato con lo primero que me encuentro, contesté a modo de divertimento así: “A mí, que algo me divierte hacer de abogado del diablo, más seguramente que pinchar en los likes, se me ocurre que, aparte el negocio, malo o bueno –que de algo tiene que vivir la gente– de esos talleres, que siempre hubo bribones en el mundo es de sobra conocido, no está nada mal que en la voluntad de cualquier hijo de vecino se abra paso la idea de hacer pinitos con la escritura, con la pintura, la música o incluso un cojo pretenda  aprender a bailar claqué. Cuando le preguntaron a Marx qué podía hacer el proletariado con ese tiempo libre que le proporcionaría el mundo que diseñaría su doctrina, su genio no llegó más allá de decir que pescar o cazar. Si Marx viviera hoy probablemente su respuesta habría sido más amplia y lo mismo habría incluido en sus sugerencias un taller de escritura :-)”. En resumidas, que de estímulos nos alimentamos y que sin querer emular a Shakespeare, no está nada mal que unos se busquen un taller literario, que otros se dediquen a tomar el sol y que en definitiva podamos invocar como Montaigne al final de sus Ensayos:

Frui paratis et valido mihi,
Latoe, dones, et, precor, integra
Cum mente, nec turpem senectam
Degere, nec cythara caretem.

 (Permíteme, ¡oh, Apolo!, gozar de lo que tengo, conservar, te lo ruego mi salud y mi cabeza, y que pueda en una digna vejez tocar aún la lira)

 

 

 

 


lunes, 22 de noviembre de 2021

De los amigos y el olvido

 



El Chorrillo, 22 de noviembre de 2021

 

Esta noche llegó por primera vez la niebla a nuestra casa. El pequeño bosque, la parcela, se ha vestido de la nada en que aquella y la noche la sumen. En la cabaña suena música de Fauré.

Acababa de contestar a un amigo que me sugirió esta mañana la lectura de un artículo de Manuel Vicent que hablaba del olvido. “El espacio infinito del olvido empieza cuando se extingue el último de tus amigos”. De esta manera un tanto rimbombante comenzaba el artículo. Y después de leerlo le comentaba a José Manuel que últimamente el espacio infinito ese se me aparecía hasta en la sopa, tan infinito es todo que, en vez de producirme vértigo, le decía, me reconcilia con el mundo y sus tonterías. Vista la vida y el mundo desde ese espacio infinito somos tan pequeños que no merece la pena ningún tipo de algarada. Asomas la nariz por el agujero del saco de dormir para mirar al firmamento y poco a poco te vas quedando frito. Te has dormido, te has muerto, tanto monta; mientras tanto la Tierra y sus habitantes seguirán a toda hostia, como decía Santiago Pino ayer en un comentario a un post anterior, viajando en el espacio hacia ninguna parte. Ni Homero se salvará de la quema del olvido, terminaba diciéndole.

Y es que hasta el gallito Arturo Pérez-Reverte lo decía hace unos días en una entrevista. “Cuando muera, nadie me recordará”, comentaba. Vives mientras alguien te recuerde, leí en algún lado.  Ayer, mientras leía unos capítulos de Wilson, El sentido de la existencia humana, que se aplicaba a explicar el misterio de nuestra existencia, pensaba que el alto grado de interrogantes que nos plantea la vida y su porqué acaso sólo sea la consecuencia de la capacidad de pensar que desarrolló el homo sapiens a lo largo de su evolución, el hábito de querer dar explicación a todo. De tal capacidad nacería la necesidad de dar respuesta lógica, es decir, siguiendo ciertos criterios propios de nuestro modo de razonar, a todos los interrogantes que nos surgen, y ello sin que por necesidad todo lo que nos planteamos pueda o deba tener respuesta. En ese contexto el olvido dentro de la infinitud del tiempo sería un juego más de entretenimiento con que pasar el rato. Qué puede significar el olvido cuando uno asciende por ejemplo, desde la laguna Grande de Gredos hacia Los Hermanitos y se encuentra con el extenso laminado de las rocas lamidas por el roce de los hielos durante miles, acaso millones de años. Situar el olvido, tan humano, en el contexto geológico de la erosión de ese entorno de Gredos, quizás pueda ayudar a comprender lo que quiero expresar. Nos movemos en la relatividad de una durabilidad humana, nuestros pensamientos se mueven dentro de un ámbito que, de colocarse junto a otros ámbitos  del tiempo, el que ha transcurrido, otro ejemplo más, desde el levantamiento de Cuerda Larga y Peñalara, hace unos 2,6 millones de años, hasta el actual estado de erosión de nuestros hermosos pedruscos de La Pedriza, minimizarían esta clase de asuntos que nos proponemos y que, pienso, son producto de esa forma de razonar en la que intentamos reducir la realidad, humanizarla, para hacerla más asequible a ese limitado tiempo que es la vida de los humanos.

Cuando el olvido lo referimos a esas unidades de tiempo que son la duración media de los humanos, reducimos la realidad a una expresión microscópica que se adapta a nuestro modo de razonar, pero que en absoluto es objetiva. Me pregunto qué pensaríamos del olvido si nuestra vida media tuviera una duración de unas pocas semanas, como las moscas, o los efemerópteros, unos insectos acuáticos que viven menos de 24 horas. ¿Seguiríamos hablando de olvido (en los términos en que empleo aquí está palabra)?

El hombre ha inventado múltiples ficciones, muchas de ellas útiles como la religión o el dinero, para subvenir a necesidades propias de su estado de racionalidad, esos imperativos que persiguen a los niños, sus constantes porqués para los que existen respuestas en muchas ocasiones, pero que carecen de ella en otras tantas y que obligan a éstos a inventar explicaciones en unas ocasiones creando la ficción de un dios, otras simplemente golpeando en las puertas de los porqués infructuosamente, las más especulando dentro del corsé de nuestra tan relativa esperanza de vida.

Resulta comprensible que los interrogantes persistan porque es propio de la naturaleza humana pensante interrogarse sobre todo lo que venga a la mente, pero no deja de ser paradójico, incluso un juego, una ficción, toda posible especulación que hagamos sobre el olvido. A los efemerópteros les podría ser de consuelo que les recordaran tras su muerte durante unas pocas horas, lo que podría servirles de especulación y divertimento en sus tertulias, pero nada más. De los años que vivimos nosotros podríamos decir lo mismo.

Una ficción en todo caso el olvido que ni siquiera tendrá lugar si a alguna de las conexiones sinápticas de las neuronas que dan servicio al cerebro se le funden los plomos.

Creo que para no tener ni puta idea de lo que estoy hablando no está nada mal. Se me disculpe, y es que llevo unos días tan absorbido por esta minucia que somos los humanos en el conjunto del universo y por la insignificante duración de nuestra existencia, que todo razonamiento se me va en marear la perdiz en torno a esa pequeñez. Me imagino ser una hormiga, o mejor, un efemeróptero y tan contento, ya no tengo que preocuparme por un montón de interrogantes, ya solo tengo que preocuparme por divertirme… por ejemplo, dándole al coco con asuntos para los que seguro no estoy preparado pero que invaden las áreas de mi curiosidad a estas horas de la madrugada. De todos modos, eso, que no merece la pena preocuparse demasiado con eso que Manuel Vicent llama el infinito espacio del olvido, que mejor no pensar en ello y seguir brindando a la salud de los presentes y de los que nos han abandonado, y que después el vino siga mojando nuestros labios.

 


domingo, 21 de noviembre de 2021

Un Facebook que da grima

 



El Chorrillo, 21 de noviembre de 2021

Esta sospecha que me salta de tanto en tanto de que sería necesario abandonar Facebook, se me hizo ayer tan patente que a punto estuve de eliminar mi cuenta. Cada vez es más difícil encontrar entre tanta morralla las entradas que te interesan o los perfiles que más frecuentemente visitas. Pero anoche era demasiado cuando me encontré con el rostro de Franco en un perfil que desconozco, que no advertía que era publicidad y que aglutinaba a miles de seguidores a la voz de ¡Viva Franco! Más abajo, un enjambre de entradas que Facebook me sirve para que compre o para que entre en contacto con determinados negocios de lugares que he visitado y que aparecen como si fueran contactos aceptados. Cualquier cosa que yo teclee en Internet Facebook me lo revierte en posibilidades de compra, pero como ello no es suficiente, eso, encima agasajos a Franco, el peor magnicida que ha sufrido nuestra desgraciada tierra. Toda una mierda pinchada en un palo cada vez más grande lo que nos sirve el señor Zuckerberg y en la que, abrirse penosamente paso a cambio de encontrar un poco de comunicación con algunos amigos es cada vez más trabajoso.

Cierto que nadie da duros a peseta, pero la sinvergonzonería y el abuso de su situación de privilegio es tal que a veces, como ayer noche, la cosa producía arcadas. Todos sabemos que Google o Facebook pueden conocer más que nosotros mismos de nuestra persona, el cruce de datos, el big Data, el seguimiento en tiempo real de nuestras vidas, por dónde andamos, qué compramos, qué leemos, con quiénes nos relacionamos, qué pensamos, a qué ideología somos adictos, convierten a estos meganegocios, de momento, en puntuales divulgadores de nuestros gustos que otros aprovechan para vendernos ideologías o productos de todo tipo. Hubo un tiempo en que cada vez que abría YouTube lo primero que me aparecía arriba del todo era el rostro de ese sinvergüenza y aprovechado llamado Abascal. El manejo de logaritmos altamente sofisticados, que esencialmente atienden a acrecentar los beneficios de estas grandes empresas, se complementa con la usual divulgación más o menos solapada de ideologías y medios económicos que atiborran a la prensa, sumisa siempre a quien posee medios para comprarla.

Cosas que sabemos y no obstante… ¿La alternativa? Hay quien no usa teléfono, ni guasap, ni está en las redes sociales. Siempre es una opción, como es una opción aislarse en una pequeña casa en el campo y olvidarse de todas estas cosas. Días atrás hablaba de Sara Maintland, autora de The book of silence, una escritora que pondera el silencio y la soledad (otro de sus libros lleva el título de Viaje al silencio) y que vive desde hace veinte años en una casa aislada en las colinas del noreste de Inglaterra a varias decenas de kilómetros de un lugar habitado, un lugar donde llueve torrencialmente y casi no se ve el sol. Cuando decidió instalarse allí sus amigos y conocidos pensaron que se había vuelto loca. Esta mujer de setenta años cultiva el silencio como el bien más preciado de su vida, sin embargo a su casa llega Internet, algo que le pone en comunicación con el mundo y que le proporciona los medios de subsistencia a través de su escritura y cursos que imparte.

Este estar en el mundo sin estar, llama mucho mi atención. Las formas de vida que va adoptando el mundo, unas por la entrada en juego de las nuevas tecnologías, teléfono, Internet, etc., otras por las derivaciones propias del “progreso”, y muchas más por el papanatismo que supone hacer del beneficio o de la seguridad objetivos absolutos, trastocan muchas mentes que, tropezando con valores que no armonizan con la idea que estas personas tienen de una vida sana, obligan a éstas a aislarse para dentro de esa burbuja recrear el mundo, la realidad, los valores que estas personas consideran para sí los más convenientes, su verdad irrenunciable.

La presión que ejerce sobre nosotros este mundo, consumo, medios de comunicación al servicio de una élite y la consiguiente alienación de una considerable parte de la población sometida a los intereses de ésta, despreocupación por el medio ambiente, salvajismos de un neoliberalismo desbocado o una educación donde las humanidades están a la baja, degrada hasta tal punto las posibilidades generales de una vida saludable –lo que quizás una minoría entiende por saludable– que no es raro que muchos sufran la tentación de despegarse de algún modo de esa bola de nieve en que todos estamos metidos y que, con toda seguridad está abocada al desastre en tantos frentes.

Esta mañana me encontré en la portada del periódico una frase de un cómico que me sugirió alguna de esas afirmaciones que la tradición del budismo zen denominan koan. “Antes de estar loco, era imbécil”, decia en la entrevista. En la tradición zen, el koan, que en muchas ocasiones parece un enunciado absurdo, es un problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos. Para resolverlo el novicio debe desligarse del pensamiento racional común para así entrar en un sentido racional más elevado que trasciende al sentido literal de las palabras. Cuando uno se desliga de la realidad inmediata que lo apremia, asuntos cotidianos, redes sociales o la realidad política y social del país, y posibilita a su conciencia, mediante el aislamiento, el silencio y la reflexión acceder a un sentido racional más elevado y acaso más acorde con el tipo de vida que alguien quiere llevar, parece que estuviera en el camino correcto.

Quizás así el imbécil de ayer llegue a convertirse en el loco de hoy, esa clase de locos a los que la vox populi designa como seres raros porque no siguen la corriente de los tiempos.

El loco de hoy sería aquel que no usa el teléfono, no tiene una cuenta en Twitter, en Instagram, en Facebook y en general aquel que intenta hacer de su vida algo ajeno a los dictados del “mercado”; ajeno “al mercado” y más cercano a las propias concepciones que la experiencia y la cultura propia han gestado en él.

Es claro que los hábitos sociales, los hábitos de consumo, la forma en cómo utilizamos nuestro voto, la educación que damos a nuestros hijos están sufriendo una tremenda involución que nos aleja más y más de un tiempo que pensábamos más autoconsciente, más sencillo, más acorde con la naturaleza.

 

 


martes, 2 de noviembre de 2021

Vestirse de deseo

 

Museo Arqueológico Nacional. Atenas 2007.


El Chorrillo, 2 de noviembre de 2021

 

Había salido yo adormilado de uno de los albergues de peregrinos de alguna ciudad del norte un día de invierno con un frío que pelaba, y caminaba con la mochila a la espalda por una calle del centro intentando despertarme y quitarme el entumecimiento de encima, cuando de repente, entre la aglomeración de la calle donde los viandantes se dirigían al curro, apareció, como abriéndose paso en la mediocridad de la mañana chirimeante, una fémina de paso brioso y decidido que paseaba como por el centro de una pasarela exhibiendo con suma gracia sus más preciados dones de mujer. Aquí estoy, abridme paso. Como una reina ella, con la minifalda que le llegaba al ombligo, las piernas perfectamente torneadas bajo las medias negras, el andar rumboso de hembra. Pero no os confundáis, nada de ese estilo que medra en los centros de prostitución, todo lo contrario, con ese aire que decimos de quien tiene clase. Fémina segura de sí misma, de quien sabiéndose un regalo de la naturaleza y, acaso consciente de ese perfume que levanta su cuerpo a su alrededor, y que con tanta facilidad emborrachan el olfato y los ojos de los hombres, sale a la calle salpimentando la mañana con el regalo de su andar.

Vestirse de deseo, podría llamarse a esto. El placer de quien disfruta el placer de los ojos ajenos contemplando tu andar, la generosidad de tu escote, la profunda humedad que se esconde arriba de aquellos muslos perfectos. Siempre la tremenda sugestión del más allá del orillo bamboleante de la falda, la oscilación de las caderas o el suave vaivén de los pechos.

La maravillosa versatilidad del cuerpo que se viste, puede transformar sus mensajes, desde ese típico uniforme con gorra de visera que vestían las mujeres de la época de Mao hasta las curiosas excentricidades de las pasarelas más conocidas en que la jet set people entretiene su ociosidad, daría pie a un buen número de volúmenes, sin embargo el más atractivo de los requerimientos de la vestimenta femenina de todas las épocas siempre ha sido su importante componente erótico. En este sentido vestirse el cuerpo de deseo siempre ha constituido una aspiración femenina que en poco o en nada se diferencia a aquello que sucede en el reino animal cuando la bonoba o la chimpancé de turno entra en celo y exhibe muestras externas como la hinchazón o la coloración de su vulva que son indicaciones al macho de su disponibilidad. Sin embargo, como somos tremendamente más sofisticados y el sexo no queda restringido a los periodos de celo, la cosa resulta mucho más divertida y podemos hacer juegos malabares en los aledaños del sexo sin necesidad de vernos abocados a una fornicación permanente como los bonobos, por ejemplo, que se aparean no menos de media docena de veces al día. Y como no sólo de pan vive el hombre, no necesariamente toda señal que pudiera invitar a dar suelta al deseo induce a la cópula, sino que frente a esos cuerpos que se visten de deseo, se transforma en liviano perfume destinado a subir por el cuerpo como una agraciada caricia.

Y para disfrutar de ella no es necesario asistir a ninguna sala de espectáculo, a ningún club, a ningún auditorio, porque el espectáculo se sirve solo en la calle, en el autobús, en el metro, en el Cercanías. La calle es el gran recinto donde todos y todas concurrimos y exploramos nuestra curiosidad, con simpatía en ocasiones, de reojo las más de las veces, con cierta insistencia los más asalvajados, pero siempre con la sensación de que el mundo es una fiesta, especialmente si no son esas horas de la noche en que la gente vuelve del trabajo hecha unos zorros y con ganas de llegar a casa, cenar y meterse en la cama.

A veces en el Cercanías he visto más de una jovencita emplear el entero trayecto entre Fuenlabrada y Atocha en maquillarse y arreglarse la cara o el pelo. Después de casi media hora, a la altura de Méndez Álvaro, cierran su espejito satisfechas y, sin salir de sí mismas sueltan un leve suspiro de complacencia. Todavía estamos en los límites de esa necesidad que podemos tener todos de aparecer ante los otros arreglados y con la mejor cara posible. Sin embargo vestirse, atusarse para el deseo necesita ir un poquito más allá, necesita acaso resaltar los senos, elegir una blusa con un escote conveniente desde donde exhale cierta esencia de feminidad capaz de despertar los ojos adormecidos de los viajeros del tren sugiriéndole la maravilla de alguna lejana tierra prometida; conviene elegir una falda de diminuto volante donde la elegancia de las piernas y la gracia de los muslos surgiendo del corpus hermeticum en el que la naturaleza de lo divino, el surgimiento del Cosmos, la caída del Hombre del paraíso, así como las nociones de Verdad, de Bien y de Belleza muestran el camino de la Tierra Prometida.

El cuerpo vestido de deseo es como una campanilla llamando a la oración. Un cuerpo vestido de deseo es como un altar ante el cual arrodillarse en alguna hora del día. La felicísima gracia con que la naturaleza nos ha hecho no tiene parangón entre las especies vivientes. Obsérvese si no a modo de anécdota la oportunidad del miembro viril y su comportamiento, listo para la faena erecto cuando es necesario y retráctil y encogido entre las piernas como un gatito entre los brazos de su dueña. Uno se habitúa a todo y lo mira todo de una manera corriente, pero piénsese si no en qué sucedería si hubiera que ir todo el santo día en plena erección por la calle, tendríamos que recurrir a una koteka, ese pirulo fabricado con fibras vegetales que llevan los indígenas de la tribu Ndani en Nueva Guinea cubriendo el pene, que seguro que con las apreturas del metro se quebraría y dejaría el pito al aire. Menudo cachondeo al salir todos de estampida en la estación de Sol y verse con “aquello” a la vista de todo el mundo.

Pero bueno, bromas aparte, que las argucias y triquiñuelas para navegar en la ambigüedad de los deseos sean bienvenidas. Que bien necesitados estamos de éstas y otras sofisticadas diversiones para atravesar ese valle de lágrimas en que pretenden convertir la realidad meapilas y pazguatos de toda condición. Decía hace poco en una entrevista el primatólogo  Frans de Waal, que "si entre dos grupos de bonobos hay tensiones, no se matan como los chimpancés. En seguida se ponen a hacer sexo". Sería una buena opción para dirimir nuestras diferencias y encauzar los problemas de un modo más reposado. 

 

 

 

 


lunes, 1 de noviembre de 2021

La visita del herrerillo

 





El Chorrillo, 1 de noviembre de 2021

 

Andaba ensoñando todavía en la cama reuniendo ganas para levantarme, cuando de repente un pequeño intruso se coló revoloteando en mi cabaña.  De primeras sólo parecía un niño curioso que se encuentra en un lugar exótico. Se posó sobre un volumen de Gil-Albert que yacía horizontal en la estantería frontal de los libros y desde allí, repentinamente sorprendido por mi presencia en la cama, dio un respingo y salió volando directamente hasta darse un gran trompazo en el cristal de la ventana. Joder, qué coño es esto, parecía decirse el pajarito mientras agitaba levemente las alas y comprobaba que no se había roto ningún hueso. Era chiquitín pero ni de coña se dejaba atrapar; volaba aturdido de un lado a otro de la cabaña, se posaba sobre el radiador, volvía a la estantería de los libros y segundos después iniciaba otro vuelo kamikaze contra el cristal de la ventana. Plas, de nuevo al suelo. Salí disparado en busca de la cámara fotográfica. Mientras le perseguía con mi objetivo vi que no había duda, se trataba de un pequeño herrerillo que, aunque parecido al carbonero, no daba la talla de éste. Lo perseguí a través del visor de un lado para otro y cuando ya estaba debidamente fotografiado esperé a que se posara en un rincón y lo atrapé. Estaba nervioso y el tío se debatía entre mis manos liándose a picotazos con mis dedos. Desconsiderado, le decía, si sólo quiero verte la cara. Me fui a enseñárselo a Victoria y después ya no le molestamos más; le tomé de las patitas y nos despedimos de él: adiós pajarito. Y salió volando hacia la libertad del cielo.

Tras la comida llueve. Me quedo en blanco mirando la tarde, el agua sobre los cristales, me río recordando cómo mi hija me llama carca porque no sé, dice, apreciar las bondades de las novelas gráficas. Y el viento zarandea las ramas de los árboles. Y acaso en esto consiste todo, los juegos del viento, el top top que producía esta noche el ruido de la hiedra contra mi ventana, el estar paciente de las rosas marchitas que suben por la fachada de la cabaña y se asoman al alféizar. Y esta cháchara continua de hablar con uno mismo, de nombrar a las lluvias o al tiempo que hace. Y me entra la curiosidad de saber de los pájaros, que imagino acurrucados entre las ramas del ciprés, o conocer qué hace en este momento ese pequeño herrerillo que atrapé esta mañana al que si volviera a mis manos podría aliviarle el chichón con un poco de hielo. ¿Qué será de las criaturas de nuestros árboles con esta lluvia y con este frío que empieza a cubrir el campo?

A la noche le doy un breve descanso a mis ojos cansados de recorrer la vista por los libros. Escucho a la enamorada Dido desesperada ante la partida de Eneas que se dispone a dejar Cartago. La voz de Dido rasga la noche mezclada con el rumor de la lluvia. Y recuerdo la última ocasión en que escuché esta ópera. Había subido por la tarde al Pico de la Miel y aproveché el sendero cimero que recorre la cuerda para escucharla. Llovía, pero era un mal menor en ese auditorio en que se había convertido mi caminata. Protegido bajo la capa de agua el sendero era mi sala de conciertos. Por entonces mi hijo Mario tenía un pequeño rebaño de cabras y vivía en una choza cercana al collado de Medio Celemín en medio de un robledal que se alza sobre Valdemanco. Ese era mi destino aquella tarde. Hay momentos en que los sentidos son como una esponja que absorbiera lo que tienes alrededor para esparcirlo por los rincones del alma. Así sucedía con la música de Purcell, con la lluvia, con la noche que terminó de cerrarse a cal y canto sobre la montaña hasta hacerme perder el sendero . Sucedía entonces, la lluvia, la oscuridad, el desasosiego de Dido, las brujas tramando alejar a Eneas de Cartago, la muerte final de Dido: “When I am laid in earth”, recuérdame, recuérdame. Descendía por las laderas de Cancho Gordo cuando finalizaba la ópera. Sobre el cadáver de Dido aparece un coro de cupidos que lamentan su muerte.

Me costó encontrar la choza de mi hijo en medio de la oscuridad. Me perdí en el robledal y terminé llegando totalmente empapado a las cercanías del chozo donde el olor resinoso del humo de la chimenea perfumaba los alrededores. La choza, de la que salía una débil luz por la ventana, auguraba un bienestar rústico y acogedor. El pastor, como Eumeo, el porquero que recibiera a Odiseo disfrazado de mendigo cuando llegó a Itaca, sorprendido en la soledad de su cabaña por el caminante, se aprestó tras el abrazo de oso de bienvenida, a preparar algo de comida sobre la estufa de leña. Descendiendo como venía de las montañas y las lluvias y lleno de la música que cantaba a los héroes griegos de la antigüedad, debió parecerme a mí aquel escenario como salido del libro de Homero.

Aquella misma noche, cuando llegué a casa, escribí unos versos:

El bello mocetón homérico

Vengo de allá
me ducho
me siento a mi mesa de trabajo
y descubro que mi jersey huele a establo
a fogata,
acerco mi nariz a la lana
como lo acercaría al vello ensortijado
de la cajita de mi amante.

Tras el olor está un día, una noche
largas conversaciones con el cabrero,
una noche habitada por ruiseñores
una luna delgada que bogaba por los velos
de un cielo cuajado de estrellas,
un largo vagar matinal por los universales:
el tránsito entre la mujer y su universal,
aquella vieja cuestión de los presocráticos... tan actual,
desde su cuerpo al sentimiento oceánico
que me provoca el sueño de su presencia,
su entrevista suavidad mientras despierto sobre un prado
rodeado de adustas masas de granito
donde ya ha puesto sus labios el sol.

Tras mi jersey y la tentadora mata de pelo
estuvieron también Purcell y la desgarradora Dido
mal de amores sobre las cumbres de La Cabrera
antes de descender a la noche junto al aprisco,
las gallinas, los gatos,
el zalamero Tizón, la elegante Jara.
Eso mientras bajaba buscando
entre los robles y las estrellas la choza del cabrero,
el bello mocetón homérico al otro lado del mundo.  



Un guasap del grupo de la familia interrumpe mi soliloquio con el pasado, La Cabrera, Mario el Cabrero, el olor a fogata de su choza. Es un mensaje de mi hijo Guille, el forofo de las novelas gráficas, que responde socarronamente con una imagen a mis críticas de ayer. A las líneas que escribí ni una palabra. Una imagen vale más que mil palabras: se ha colocado tras el inmenso muro de una novela gráfica y se ha fotografiado inmerso en ella. Es Guille Guilloso Cara de Oso, el mismo que yo recuerdo en una imagen similar de treinta y tantos años atrás. Cómo pasa el tiempo. Los libros siempre anduvieron por casa alimentando la imaginación y el gusto por las historias. Dicen que el cerebro está hecho así, lleno de curiosidad y de querer saber qué sucede más allá de nuestra cabezota. Seguro que si el herrerillo de esta mañana hubiera sabido leer, bien a gusto se hubiera sentado en un rincón de la estantería en vez de dedicarse a golpearse la cabeza contra los cristales, porque de hecho en nuestra casa aquí hasta los gatos leen.

Negrito leyendo poemas de José Ángel Valente

Negrito  

 






domingo, 24 de octubre de 2021

¡Eh, petrel!, la razón de una vida plena

 



El Chorrillo, 24 de octubre de 2021

Hoy encendí la chimenea por primera vez, un rito no más como otros muchos que secuencian el paso del tiempo. Tiempo de vuelta a los orígenes, al fuego, a la cueva, al encuentro de la lectura frente a las llamas del hogar. Continúo con la lectura de Crematorio, de  Rafael Chirbes. Un personaje cita a Baudelaire que hablaba de los artistas que se entregan como mártires para experimentar en sí mismos el dolor ajeno y que esa experiencia cataliza su obra. ¿No se trata acaso de una idea fuente que traducida de otra manera puede expresarse diciendo que para ser visitado por cualquier clase de inspiración, de pensamiento claro, de idea fructífera es necesario ponerse en alguna particular situación, y si no ponerse, al menos estar atentos a cualquier atisbo, conato, de que tu cerebro te está sugiriendo algo interesante?

Hay quien se fue a la guerra en busca de inspiración, pero sospecho que no es necesario exponerse a que a uno le rompan la crisma. Ayer, siguiendo las piruetas de un amigo navegante, recordé de inmediato a Julio Villar, que ha escrito uno de los libros más hermosos que conozco, ¡Eh, petrel! Julio dio la vuelta al mundo en una cáscara de nuez de siete metros de eslora, solo, sin ningún conocimiento de navegación antes de que se le metiera en la cabeza tan “descabellada” idea. Dicen que a veces unas pocas palabras, una idea, surgidas como por arte de magia del ocioso cerebro de un artista pueden actuar como desencadenante de una obra de arte posterior. Es uno de los caminos que elige la inspiración para asomarse al mundo de las ideas o del arte. Pero ese chispazo, esa luz que se enciende en un poeta requiere algo más que la fuerza de voluntad, que acaso no tiene ningún papel en esta clase de evento; es necesario estar, ponerse en situación. En ese sentido a Julio lo que le sucedió es que su decisión de echarse a atravesar el océano en la soledad de su barquichuela, fue ponerle en estado de buena esperanza. Los vientos, el peligro, el firmamento estrellado en la soledad del océano, la paz de espíritu y todo cuanto puede descender sobre el alma del navegante sometido al capricho de las olas, actúan como catalizadores de la sensibilidad al punto de afinar la percepción sobre la realidad, la vida o el encuentro con los elementos; fue, pienso, determinante en la creación de esa pequeña obra maestra que es ¡Eh, petrel!

La creatividad es un bien relativamente escaso que no se deja atrapar fácilmente en las aguas de una ajetreada vida ni en la ociosidad de quien pasa horas frente al televisor. Creo, pienso, etcétera.

Si al dolor al que se entregan los artistas en la idea de Baudelaire se le sustituye por soledad, esfuerzo, encuentro con la naturaleza, atención al universo que nos rodea –la música del arroyo, la brisa que juega con las hojas de los árboles, el tintineo de la lluvia sobre la tienda de campaña–, el efecto puede ser similar al que expresa el personaje de Chirbes, que considera que la acumulación de estas experiencias serían como los hidrocarburos, el petróleo, el gas, una energía condensada, petrificada, que el arte libera.

Por buscar explicación a interrogantes que no quede. De parecido modo a como el mar o el amor han inspirado a poetas de todos los tiempos a través de una energía acumulada, no es difícil extrapolar que una parte considerable del hacer del pensamiento provenga de estados anímicos propiciados por experiencias particulares que viven, han vivido, algunas personas. Con lo cual la calidad de las experiencias vividas estaría en buena parte en la razón de ser de muchas obras artísticas o literarias. Experiencias que aparecerían como catalizador de lo profundo, de la esencia, que en última instancia se liberaría a través del acto de crear. Ergo, Julio Villar habría sido incapaz de escribir semejante joya si no hubiera tenido la experiencia personal de navegar los mares del planeta en solitario.

Si a esta idea le damos la vuelta y consideramos lo mal que puede ir el mundo, un pensamiento de Pascal muy conveniente, y que ya saqué a colación en alguna otra ocasión, explicaría la razón de esta circunstancia. Dejó escrito Pascal que todos los males de este mundo derivan de la incapacidad del hombre para mantenerse solo y en silencio en una habitación. La moraleja está servida.

 

 


sábado, 23 de octubre de 2021

El Tribunal Supremo vuelve a echar otra cagadita

 



El Chorrillo, 23 de octubre de 2021

 

Qué decir cuando abres de mañana el periódico y te encuentras con que en España la justicia está tan amañada que sus actores apenas se toman la molestia de vestir con un poco de coherencia sus decisiones, que les importa un bledo lo que digan en Europa, que su justicia huela a huevo podrido, que mientras que ellos puedan copar los órganos correspondientes aquí la justicia sólo practicará venganza y asedio a las fuerzas políticas enemigas; qué decir cuando un presidente electo puede entrar en la cárcel mientras un rey ladrón vive retirado en la dulce Arabia al modo de viejos monarcas rodeados de odaliscas; qué decir cuando ves en la justicia sólo el brazo de aquellos herederos de la infamia franquista. Putrefacta justicia que desprestigia las instituciones, esas que habrían de servirnos para articular la convivencia de todos nosotros.

Una vez más el Supremo hace gala del vandalismo propio de aquellos que utilizan las leyes según la conveniencia del lado político al que representa, arbitrariedades que sirven para beneficiar y encubrir a unos, a aquellos a quienes sirven  o para perjudicar a sus contrarios, toda “esa morralla izquierdista”, a su sentir, que se extiende como mancha de aceite por el país.

El Tribunal Supremo, órgano mercenario de las clases políticas y sociales que siguen intentando maniatar cualquier atisbo de cordura y normalidad en nuestro país, toda una puta mierda, vuelve a echar una cagadita con el caso de Alberto Rodríguez. Era lo esperado, no podía esperarse otra cosa.

Meapilas compuestos por los residuos del franquismo que siguen mandando en España como si todavía estuviéramos en plena era franquista, y que lo hacen con un mandato caducado desde hace más de tres años; que arremeten contra la ministra de Asuntos Sociales Ione Belarra, que acusa al CGPJ y a la Monarquía de "poner en cuestión las reglas de la democracia", porque, según ellos, según ellos, “excede la libertad de expresión”, y porque  desprestigia las instituciones y menoscaban la imagen de quienes velan por todos los españoles. ¡Ja! Gente que lleva años y años desprestigiando con su conducta una institución, que debería ser ejemplo de ecuanimidad y justicia y que hace de su labor una instrumentalización de la justicia con la que abatir cualquier asomo de normalidad en nuestro país, y que nos vengan con esas. Perseguidores de presidente y diputados electos, avales de un rey ladrón, cadena de transmisión de una España caduca que hiede a parcialidad y a intereses espurios.

Qué decir. Teclear en Google “La justicia en España es una puta mierda” devuelve un buen número de entradas que ilustran tal verdad. Algunas de ellas hablan del caso del juez Elpidio José Silva, otras de Baltasar Garzón. La sensación que tiene un ciudadano de a pie ante las actuaciones arbitrarias de esta gente es la propia de un país bananero. Entre la “libertad” de la tal IDA y las actuaciones del Supremo uno se puede ir realmente a la cama con la sensación de vivir en un mundo donde la cordura y el sentido de la justicia están totalmente ausentes de la vida pública.