Al
final terminé llamando a Ramón, el fontanero, un hombre afable y servicial y
muy competente que se ocupa desde hace años de los arreglos de la casa que yo
no puedo resolver. El tapón del radiador a quitar que yo inútilmente traté de
desenroscar ayer durante unas cuantas horas él lo retiró en un plis plas. En este
caso mi autodidactismo me falló, aunque mereció la pena volver a ver a Ramón.
Mientras trabaja le llama un cliente, le atiende, cuelga y me dice: un cliente,
es una buena persona. Pues no es poca cosa eso de ser buena persona, le
comento. Ramón sonríe, mueve la cabeza como diciendo: sí, la verdad es que sí.
Después, mientras forcejea con la terraja para hacer la rosca a la tubería de
hierro, charlamos de esto y aquello. Fue cuando se marchó que me baje a la
cabaña y alcancé aquel tomo que escribí años atrás, Diario de las cinco de la mañana, un diario en una época en que
salía a caminar antes del alba por los alrededores de casa todos los
días. Se me ocurrió así sin más, cosa de experimentar el silencio y la noche.
Recuerdo que caminaba una hora y media y volvía a casa cuando una débil luz
apuntaba en el horizonte. Encendía entonces la chimenea de la cabaña y, frente
al fuego en posición de loto, hacía un rato de yoga. Mientras en la ventana se iba encendiendo la mañana, primero un intenso azul prusia sustituía al
negro betún de la noche; después el cielo se teñía de malva, pasaba al rosado y
finalmente irrumpía el sol sobre el mundo.
Cuando
esto sucedía ya había terminado con el yoga y, lleno de algunas de esas
sensaciones que me habían visitado desde que me había levantado, encendía el
ordenador y dedicaba a dar cuenta de ellas por escrito. Era una bonita manera
de comenzar el día, el encuentro con la noche, el silencio de los campos, el
revuelo de alguna perdiz sorprendida en medio del sueño, un conejo que asustado
salía huyendo pies para qué os quiero a través de las cebada; y después, cuando
dejaba atrás el silencio de la autovía, todavía dormida, comprobar que las
constelaciones seguían puntualmente ahí, con Júpiter o Saturno cada día más
desplazados hacia poniente según avanzaba el invierno. La hilera de almendros a
ambos lados del sendero, el suave rumor del cañaveral antes de girar hacia el
arroyo Tochuelo.
¿Con
quién ha de hablar el caminante solitario que pasea por la noche sino con los
árboles, las estrellas o la brisa que roza las retamas? No deja de ser curiosa
esta afición de buscar abrigo en la soledad de la noche y el silencio, curiosa
probablemente para una mayoría a la que la oscuridad y la soledad les puede
resultar indigesta, sin embargo adivino que cuando inesperadamente alguien que
no hace estas cosas se encuentra por primera vez caminando solo en los límites
de la noche por un paraje de bosques y montañas, las sensaciones que en tales
momentos pueda experimentar tienen toda la probabilidad de acompañarle ya a lo
largo de su vida. Me lo contaba un amigo no hace mucho, un día que le dio
por ahí o porque le visitó un especial estado de ánimo y que salió en las
cercanías de su pueblo a dar una vuelta a tan desacostumbradas horas, tres o
cuatro horas hasta que la aurora de
rosados dedos llenó el arco del cielo. Pocas veces en sus sesenta o setenta
años de vida, me decía, se le habían acumulado tantas sensaciones juntas dentro
del pecho en tan corto periodo de tiempo.
Hoy sí
que me pareció que había comenzado el invierno. Por primara vez cuando salté de
la cama, de inmediato me dije, ya esta aquí el invierno. Y con ello un pelín de
inquietud porque pienso en mis vivacs y aunque algo acostumbrado al frío estoy, no
deja de imponerme un poco. Luego pienso en esos niños que juegan en la calle en
Laponia con veinte grados bajo cero o recuerdo al amigo José caminando dos
meses seguidos en la semioscuridad de la
nieve nórdica durante el invierno y si no se me pasa por lo menos algo me
alivia. El recuerdo del pasado año durmiendo en cumbres de Gredos o
Guadarrama en invierno también le quita marras a mi inquietud, pero, bueno,
algo queda. Habrá que irse acostumbrando al frío.
La
tarde cae hoy sobre el horizonte como una inmensa hoguera.