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viernes, 27 de diciembre de 2024

La tentación de envolverse en algodón

 

Imagen generada por ChatGPT


El Chorrillo, 27 de diciembre de 2024

Había terminado un par de libros entre hoy y ayer y esta noche después de leer un rato a Epicteto me encontré con la incertidumbre de por donde seguir. Me remití al cuaderno de notas en donde apunto las lecturas que me sugieren otros libros y allí me encontré con Viajes con Charley, de John Steinbeck. Ni idea de dónde había cazado yo aquel título, pero hacía tanto tiempo que no leí a Steinbeck que no lo dudé un instante. Así que aquí estoy dispuesto a iniciar un nuevo viaje, viaje literario, viaje por las ideas, la siempre atractiva escritura del autor de Las uvas de la ira.

Steinbeck se ha comprado una furgoneta y está a punto de emprender un viaje de 16000 kilómetros con ella a través de Estados Unidos. Los susurros de una vejez que se aproximaba no le tientan a este vagabundo, ya lo dice en las primeras páginas, “el que ha sido vagabundo alguna vez, lo será siempre”. Y leyendo esto intento creérmelo hasta que ello me llegue a los mismísimos tuétanos, no fuera a ser que haciendo caso a los amigos del autor, ese “aminora la marcha, no eres ya tan joven como antes”, terminara “envolviendo la vida en algodón en rama”, ahogando impulsos, ocultando pasiones, entrando así en una especie de semiinvalidez física y espiritual.

Date, me dije nada más atisbar por donde iban los tiros… Ese soy yo. Steinbeck arremete contra esa especie de segunda infancia que le espera si no anda espabilao. Le horroriza la idea de que el cabeza de familia termine convirtiéndose en el niño más pequeño de la casa. No desea renunciar a su fuerza para vivir un poco más; tampoco quería que su mujer, que se casó con un hombre, hubiese de heredar un bebé. Ese soy yo en el punto y hora en que mi mente zozobra temiendo que en algún momento pueda sentir la tentación, por inevitable o por voluntad, de envolver la vida en algodón en rama. Ese dejar de salir cuando hace mucho frío, ese ir abandonando tales o cuáles actividades, esa tentación de cancelar la vida de vagabundo de los veranos porque… ni sé, el peso, los achaques, la Biblia en verso.

¿Será verdad eso de que el que ha sido vagabundo lo será siempre? ¿Podría acaso ser verdad agarrar el macuto un día de estos y salir pitando hacia la Patagonia, el Mato Grosso, la India, Asia Central? Ni yo mismo me lo creo, pero por especular que no quede, que muchos proyectos comenzaron de parecida manera. No estoy cojo, ni ciego, ni camino en silla de ruedas… Entonces ¿qué? Ah, ya… lo pillé… los años… o eso que dice a veces Victoria: es que estamos ya muy viajaos. Y sin embargo hace un rato era Epicteto quien citaba a Sócrates que decía:  Al que pregunta «¿De dónde eres?» no responderle nunca «Ateniense» o «Corintio», sino «Ciudadano del mundo». Y siendo por tanto ciudadanos del mundo, ¿por qué entonces este apego a no mover el culo de casa?

¿No será que le tenemos apego a las frases bonitas, a las ideas enlatadas? Como ésta, por ejemplo, que no siendo nueva, siempre llamó mi atención, aquello de que tras años de luchar descubrimos que no hacemos un viaje, sino que el viaje nos hace a nosotros. Y parodiando esta idea, eso de que no hacemos montaña, sino que la montaña nos hace a nosotros. Y con esta idea lo mismo me voy por peteneras, pero es que la he encontrado tan real y pertinente que bien merece marcharse por un momento por los Cerros de Úbeda. Los viajes nos hacen, las montañas nos hacen, las lecturas nos hacen, las dificultades nos hacen, etcétera. Ergo, somos hijos de los viajes, de las montañas, de los libros, de las dificultades. Buenos padres, sí, señor, para caminar por la vida.

Y sí, viniendo de donde venimos, ver que a poco que te descuides puedes quedar envuelto en algodón en rama, pues que da cosa. Cosa, más cuando los habituales achaques y otros congéneres de similar incordio planean por los alrededores. Que bueno, que de perilla me va a venir leer a Steinbeck. A ver si con un empujoncito por aquí y otro por allá me creo del todo eso de que mejor no envolverse en algodón en rama.

 

 


domingo, 8 de diciembre de 2024

Hacer el amor en el tren

 

Expreso Urumqi - Xian

El Chorrillo, 8 de diciembre de 2024

Tiene algo de inquietante pensar en un hombre y una mujer unidos en la carne y en deseo. No hay vez que leyendo algunas páginas donde se hace referencia a éstas situaciones, que un hilo de inquietud y excitación no me recorra el cuerpo. La idea es maravillosamente sugestiva. Nuestros cuerpos, que están hechos para el amor y el goce encuentran en el traqueteo y nocturnidad del tren el lugar perfecto para desnudarse el uno al otro y en un arrebato de caricias volver a celebrar el encuentro milenario de un hombre y una mujer celebrando la vida.

Días atrás en Facebook leí un relato de una usuaria sobre la humillación sexual que había sufrido una mujer por parte un individuo, uno de esos brutos sin paliativos que da la madre tierra. Con la disculpa de defender ese feminismo rancio que tanto aborrezco, se dedicaba ella macabramente a describir con pormenores totalmente innecesarios, los instantes de la afrenta. Mal asunto ese de con un palo escarbar en la mierda. Algo así como si esa fuera la bandera del feminismo. Si para hablar de hombres y mujeres alguien recurre a la inmundicia con intención de hacer causa común, es que la persona que escribe necesita una terapia de urgencia.

Me viene a la cabeza en contraste a ese sentimiento de rechazo, una escena que leo en Argullol mientras él y su amiga Rusalka aprovechan la noche siberiana del tren para hacer del encuentro un acto de placer y amistad. Tracatrá, tracatrá, tracatrá… Se me arroba algo por dentro pensando en esa pareja, una escena que se desarrolla durante los largos días de tren en el Transiberiano, que encuentran en algunas noches de tratratrá del traqueteo del tren el cuerpo y los besos del otro cuerpo entre las manos. Delicia única de un viaje en tren que también a mí me consumió cuando hice ese viaje, toda una noche seduciendo a una chinita llamada Li Piao sin que aquello pudiera ir más allá de unos discretos besos. Li Piao todavía duerme en el rincón de mis sueños eróticos desde entonces.

Hay quienes careciendo de una mirada suficientemente limpia, echan mano de las inmundicias que recorre el mundo, tantas que hay por todos los rincones del planeta y la historia, para a través de ellas reivindicar lo que nadie niega sin necesidad de recurrir al morbo ni a la vulgaridad de una exposición innecesaria. Mostrar los horrores de una violación al desnudo para desde allí defender las afrentas que sufren algunas mujeres, se convierte en acto de ignorancia, en indigestión feminista que no sabe ir más allá de una mirada contaminada por un enfermizo fanatismo.

¿Por qué frente a esa inquietud, deseo, gozo del encuentro de dos cuerpos me surge este pensamiento? Quizás porque me indigna esa sucia mirada de alguna fémina de la misma manera que me enferma recordar la educación sexual que recibí durante años en un colegio de curas donde el sexo era cosa demoníaca, cosa sucia y repelente que había que evitar. Y me indigna porque no van de eso ni mucho menos los sentimientos y deseos de hombres y mujeres que no sean unos psicópatas.

Vuelvo a las páginas del Transiberiano en donde inesperadamente me asaltó por concomitancia de recuerdos con mi propia experiencia, la ligera inquietud que siempre me acompaña cuando mujer y hombre se buscan anhelantes entre las sábanas o el traqueteo nocturno del tren. Hacer el amor en el tren puede convertirse en una experiencia erótica a recordar toda la vida, una imagen por demás digna de incorporarse para siempre al caudal de las fantasías sexuales que todo hombre y mujer colecciona en su memoria.

Quien ha pasado noches enteras en un solitario compartimento, o no tan solitario, totalmente sumergido en la leve excitación de la seducción de la pasajera con la que comparte el viaje, siempre pendiente del lenguaje que una mano o una mirada pueden decir en el silencio de la noche; minutos, horas de inquietud pendiente de un gesto, un movimiento que sirva de mínima señal para terminar acercando las yemas de tus dedos al muslo de tu ocasional compañera, a su mano que sientes a tu lado tan excitada como la tuya; quien ha vivido esta situación no la olvida nunca, independientemente de que aquella noche todo haya o no llegado a buen puerto.

Los caminos del erotismo son tan magníficos, tan llenos de  pasión, de esa borrachera que una mujer es capaz de desencadenar… Los recuerdos se me agolpan en la cabeza… Atravesando Xinjiang, al norte del desierto de Taklamakán, una decidida pasajera de origen chino que trepa hasta la última litera del compartimiento con la agilidad de una alpinista, deja sus pertenencias en lo alto, vuelve a bajar y, sentada frente a mí, departe campechana con todo el mundo. Ojos penetrantes, morena, una de esas hembras guapas capaces de comerse el mundo. A la noche subí a mi litera, en el mismo plano que la suya. Minutos después allá que se encaramó ella. Deja deslizar una sonrisa encantadora, nos damos las buenas noches, se vuelve, con la mano derecha se levanta el cabello en un acto que a mí me parece de infinita coquetería, y su cuello queda al descubierto como una maravillosa promesa. Mon Dieu!, la noche del loro y del anhelo, toda ella envuelta en el monótono traqueteo. Un trekking en Tailandia. Dormimos en un campamento improvisado. Separado por un mosquitero oigo la suave respiración de una de mis compañeras de aventura con las que he pasado la velada charlando, una joven de nacionalidad holandesa de aspecto decidido hecha a los caminos del mundo. Y mientras el tímido aventurero, el rarito, sueña con los ojos abiertos, desliza bajo el mosquitero la mano una y otra vez hacia la tierra prometida como quien desea aparentar estar dormido y accidentalmente tropieza con el calor del cuerpo de ella, acaso con su deseo, buscando que desde el cielo le caiga el leve roce de la otra mano, del otro aliento. Una noche en el expreso entre Port Bou y Milán. Nos dirigimos a las Dolomitas. Ella y yo ocupamos un entero compartimento. Hemos transformado todo él en una inmensa cama de matrimonio. A ella la madre la ha aleccionado de tal manera que los escarceos tropiezan un largo tiempo contra las paredes de la moral, contra la necesidad de llegar al matrimonio virgen. Y sin embargo… El tren atraviesa la silenciosa Costa Azul y cuando nos despertamos el pasillo está lleno de pasajeros de pie que no se han atrevido a irrumpir en la intimidad de una pareja que duerme a pierna suelta entre sábanas alborotadas.

Italo Calvino escribió un delicioso relato en donde no pasaba absolutamente nada. Un hombre y una mujer viajan uno junto a otro en un tren, dos desconocidos entre sí, viven entre la vigilia y el deseo durante toda la noche; deseos imposibles, gestos, manos que se rozan, el deseo bramando como un toro dentro de los pechos de ambos. Al amanecer llegan a destino. Recoge cada uno su equipaje y se despiden educadamente. Antes no llegaron a cruzar una sola palabra durante todo el trayecto.

Hacer el amor en sitios raros como las escalinatas de la cumbre de , en el tren o en un supermercado como Woody Allen, es con mucho tan sugestivo y placentero… nada que ver con el cotidiano lecho de la propia casa. Intriga, emoción, y sobre todo el atractivo de la trasgresión sobrevolando siempre sobre nuestra hipófisis.

Como vengo oyendo que en un futuro próximo vamos a tener un tren que salga de Pekín y finalice en Madrid, pues eso, que imaginaos tantos días de traqueteo salpimentados con lo puro estar en la gloria abrazado a un cuerpo de mujer entre un traqueteo y otro.


martes, 2 de julio de 2024

“Yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”

 

2015/2016 Cumbre de un volcán en Nueva Zelanda del que no recuerdo su nombre. Y a la derecha de marcha por los montes Tauro, en Turquía

El Chorrillo, 2 de julio de 2024

Mientras miro a las musarañas distraídamente echo mano a un libro que me pilla cerca en la estantería. Uno de aquellos de Colección Austral. Pasos de un peregrino. Lo abro, me salto la introducción, que casi nunca suelo leer, y éstas son las primeras líneas: “El viajero va a los sitios y deja en ellos un pedazo de su alma. Pero se lleva el encanto adormecido […]. El viajero escribe lo que siente. Lo que ve, no. Para ello están las guías turísticas”. En una ocasión en que andaba yo erróneamente participando en algunos grupos de FB de montaña, los administradores del grupo retiraron mi post argumentando que su grupo no estaba para yoes ni opiniones personales, era el relato de una noche de invierno en la Mira. Por supuesto abandoné el grupo, ése y otros más. Hay gente cuya inteligencia no alcanza la cabeza de un alfiler; qué le vamos a hacer… Pues eso, que a mí no me gustan las guías turísticas ni similares, he subido por aquí y por allí y más adelante he torcido a derecha o izquierda… A un servidor le gusta escribir sobre lo que siente, le gusta leer sobre lo que sienten los otros. Aprecio mucho más cuando Messner en su escalada solitaria sin oxígeno al Nanga Parbat habla de su miedo, de la incertidumbre o del dolor que le produce el que su compañera sentimental le haya abandonado, que siguiendo la minuciosa descripción de su ascensión.

Rousseau decía que viajar por viajar es un error, es ser un vagabundo. Qué cojones, siempre buscando la productividad a todo, mirando a los vagabundos desde la superioridad de la razón. Hace años, mientras yo vagabundeaba por los Alpes, leí Los vagabundos, de Máximo Gorki. Una delicia de libro que estaba en plena consonancia con el oficio que ejerzo durante los veranos, es decir, el de vagabundo. Rousseau nunca me cayó bien, un intelectual que como padre era un cretino que abandonaba a sus hijos a la caridad del hospicio; por muy brillantes ideas que pueda tener, se llegaba a la conclusión de que había un disonancia en su persona que chirriaba. Si no existe una coherencia entre tus ideas (El Emilio o De la educación) y la vida personal mejor apaga y vámonos. Ya Emerson, para mí mucho más interesante que Rousseau, reía de los que gustan viajar diciendo que: “Viajar es el paraíso de los tontos”. Así que bueno, sólo nos queda que allá cada uno con lo que le baila en la cabeza.

Lo que sientes frente a un cuadro, frente a una iglesia románica, una catedral, una escultura, un cielo azul cuajado de vencejos y nubes barrigonas; la relación que se produce entre tu persona y el entorno que visitas. Todo eso alimenta el alma del viajero. Ayer José Manuel dejaba en mi buzón un corto mensaje: “Como dice la canción: yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”. La cita corresponde a la letra de una canción que escribió Javier Reverte para el madrileño grupo de música fusión, El Combo Linga: “un viaje no es algo que hagamos, sino más bien algo que nos hace”.


Cuando uno hace un largo viaje, no hablo de esos que organizan tours operatos de todo el mundo en el que esencialmente la labor del turista consiste en ir tras el paraguas del cicerone de turno, cuando regresa es otro; el viaje nos ha cambiado. No es la acumulación de lo visto u oído, ni lo que sale en las fotografías que sacamos durante el viaje lo que nos nutre, sino lo que en nosotros ha quedado, lo que nos ha hecho vibrar, lo que se ha incorporado a nuestra alma al punto de llegar a formar parte de nosotros mismos. “La vida es siempre un viaje”, cantan los de El Combo Linga.

Me agrada haberme encontrado inesperadamente con este libro de Manuel Alvar que adquirí en un viaje por América Central y que ha permanecido ahí durante más de una década esperando la mano de nieve. En la mesita de los libros que me esperan tenía también otro volumen de viaje, un libro que me recomendó Luis Bernardo Durán, La sombra de la Ruta de la Seda, de Colin Thubron. Quizás sea el momento de zambullirse en los viajes, cosa de dar una de cal y otra de arena o de diversificar el panorama diario que en estos días ha estado en mí demasiado acaparado por las montañas. De vuelta a casa desde Austria podría haber elegido quedarme unos días en Viena haciendo turismo mientras daba descanso a mi pierna… pero estaba demasiado absorbido por la montaña. Quizás sea el momento, mientras mi músculo isquiotibial se repone y dejo atrás la infección de orina, de cambiar de sujeto de interés dejando a un lado la montaña para zambullirme en el alma de alguno de esos viajes. Viajes que probablemente serán viajes a mis propios viajes, que esa es otra, porque ambos libros, uno, el de Alvar, impresiones y relatos por todo el mundo, un mundo que se cruza en muchos lugares con los itinerarios de los míos propios; y otro, el de Thubron, un recorrido por Asia Central, un espacio al que Victoria y yo dedicamos algunos meses de viaje. Leer sobre viajes cuando éstos se entrecruzan con los propios en tiempos distintos es siempre una oportunidad en donde se dan la mano dos mundos, el del autor al que estás leyendo y el propio.

Cuando Victoria y yo emprendimos un largo viaje de un año por tierra hasta las cercanas costas de Japón y más tarde hasta el Sudeste Asiático y Nueva Zelanda y Australia, atravesando antes Asia Central y China, quizás fuimos más conscientes que nunca de ese supuesto de que el viaje nos estaba haciendo. No se puede vivir un entero año conviviendo con las más dispares culturas, con gentes de todo tipo, teniendo experiencias significativas, subiendo montañas o volcanes o atravesando desiertos y llegar a casa como si nada hubiera sucedido en ti. Somos nosotros y nuestras circunstancias, pero somos lo que el tránsito por el mundo ha hecho de nosotros. “Como dice la canción: yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”

Gracias, Jose, por servirme en bandeja la idea.



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viernes, 2 de febrero de 2024

Caminando por los monolitos de Meteora, Grecia

 




El Chorrillo, 2 de febrero de 2024

Me corría cierto bienestar esta tarde después de una jornada de trabajos caseros, problemas eléctricos con algunas farolas, un pilar del chirinquito que tuve que sustituir… esas cosas. Así que después de comer me despanzurré sobre el sillón de la cabaña y allí saboreé el cansancio como quien degusta una buena copa de vino. Me pasaban por la cabeza asuntos dispares, especialmente el recuerdo de Julio Armesto que me tiene atrapado desde ayer, esa fotografía que nos tomó Ángel Pablo Corral en donde yo veo la vida y la muerte fundidas en un abrazo; Julio fallecido y yo todavía vivo… no sé, una profunda sensación de que bien podría haber sido yo el fallecido y Julio el que hace proyectos para la próxima salida a la montaña. El destino lo decidió de manera diferente, pero aún así mirar esa fotografía me hace sentir profundamente el vacío que se produce cuando nuestro cuerpo queda desconectado de de su energía vital. No pasaba por mi cabeza ningún razonamiento, nada que pudiera traducirse en preguntas o respuestas, era simple contemplación, cerrar los ojos y contemplar ese  omento de tránsito entre la vida y la muerte; verlo, mirarlo a los ojos y sentir por dentro el breve estremecimiento de la Verdad.

Me adormecí durante un cuarto de hora mientras se producía el pequeño milagro de todos los días sobre un horizonte de tonos cálidos sobre el que nubes lanceoladas se cubrían de bermellón. Cuando desperté fue la hora de la lectura, hoy uno de los últimos capítulos de La pasión de viajar. Se hablaba allí de una larga jornada entre los espectaculares monolitos de Meteora. Sin embargo había un elemento adicional en aquella jornada que conecta emotivamente con otra lectura paralela que hago estos días. Entonces leía la novela de Ivo Andric Un puente sobre el Drina, mientras que ahora leo Y llegó la barbarie. Ambos centrados en lo que es hoy Bosnia­-Herzogovina; el primero es una novela que se desarrolla entre el siglo XVI y la actualidad, y el segundo que describe las atrocidades que conllevó el conflicto de la última guerra de Bosnia. Un asunto más que junto al recuerdo de Julio dejaba sobre mi tarde un sentimiento de honda reflexión, especialmente cuando me encontré con la descripción de un empalamiento en el libro de Andric que apenas entonces me atreví a leer y que recuerdo como una de los horrores más palpitantes que he leído nunca en Literatura.

Un largo capítulo con temas muy diversos que voy a copiar aquí íntegramente como testimonio tanto de mi jornada transcurrida en Meteora como recuerdo de una de esas lecturas que te dejan huella.

 


Meteora

Kalambaka, 19 de septiembre de 2007

Creo que voy terminando el segundo litro de agua desde que he entrado en la habitación; eso más un melón, un buen racimo de uvas y medio litro de leche. Lo que necesite el cuerpo lo sabe él muy bien sin que haya que decírselo. Nueve horas de caminar desde antes del alba con un largo intermedio bajo la sombra de un roble rodeado de acebos a cuyos pies acudía regularmente un petirrojo más bien flacucho. Bajo él leí la cuarta parte de mi nueva novela, que precede con su ambiente a mi llegada a los países balcánicos, Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric. Eso hasta que empezó a chispear y tuve que levantar el campamento.

Hoy no me interesaban demasiado los monasterios, sus pinturas o la iconografía, que son el atractivo con que se vende esta parte de Grecia, sino sus espectaculares monolitos de piedra y el salero que tuvieron los monjes para colocar los monasterios en sus respectivas picorotas, cuando no en escarpadísimas e inaccesibles paredes. Algo muy interesante de considerar desde el punto de vista ascético, aunque ya no tanto en tiempos posteriores cuando a todos les dio por seguir el ejemplo y buscar cada cual el lugar más espectacular para sentar la realeza de sus devociones; que más bien, al menos en siglos recientes, me parecen excentricidades de llamar más la atención que de procurarse un retiro para el diálogo interior con Dios. Estas impresionantes esculturas naturales son conocidas con el nombre de Meteora porque parecen colgar o sostenerse en el aire por encima del llano (la palabra "meteora" proviene del griego, y su significado original es "suspendido en el aire" o "elevado en el aire"). Sus cumbres, totalmente aisladas del resto del mundo, fueron refugio de muchos eremitas a partir del siglo XI. Tres siglos después fue fundado el primer monasterio. No sé cómo los construyeron, pero desde luego la tarea parece de ciencia ficción, al menos para los pioneros, que éstos habilitaron incluso lo que la guía denomina una especie de cesta que era bajada por los monjes mediante un cabestrante, para izar a los visitantes hasta el mismo monasterio. Un viejo dispositivo que actualmente ha sido sustituido por un pequeño funicular que sirve para hacer llegar a los monjes sus pedidos. Algo que los gerentes de Mercadona o Alcampo harían con gusto para promocionar sus ventas a domicilio vía cibernética.

Y ahora, para que la cosa sea de todo menos retiro espiritual, los turistas, nuestro turismo de masas: tanta gente desocupada sin saber en qué matar el tiempo... de esos que tanto abundan; a montones en estas tierras, doy fe de ello; esos que lo mismo les sirve el pozo de la tumba de Agamenón, unas piedras encima de otra, o un monasterio en alguna picorota porque siempre va a ver alguien que le lleve en volandas allá donde haya algo que ver sin que tengan que incurrir en “molestias”. Cuando hoy miraba desde mi caminar solitario los kilómetros de largas filas de coches y autobuses que ocupaban las carreteras que llevaban a los monasterios más concurridos, allá arriba, me era imposible no reprimir una cierta zozobra. Esa sensación de Rodas, cientos de turistas detrás del paraguas en alto del cicerone: terrible; todos haciendo fotos a su alrededor con la cámara en alto por encima de la cabeza de los otros turistas, sin salir un metro del entorno del rebaño; todos unos detrás de otro.

Hoy, el único reducto eremítico que visité sólo era apto para gente habituada a trepar montañas, el Holy Spirit Monastery; llegar hasta él me supuso en algún momento una experiencia delicada que recordaba mis tiempos de escalador. Y más llegar hasta la campana que daba testimonio en la cumbre de la situación del monasterio, que consistía en una recoleta cueva protegida con una puerta de hierro, cuyo interior encalado y repleto de la iconografía clásica de la iglesia Ortodoxa Griega, era una preciosidad de sencillez y recogimiento.

Había dormido mal. Últimamente soy como los niños, siempre duermo mal cuando al día siguiente muy temprano tengo alguna cosa entre manos. Lo de hoy era probablemente lo incierto de mi aventura. Primero, quería empezar a caminar de noche, cosa de vivir el momento más interesante del día, ver el color ámbar de la mañana sobre los picos; y segundo la posibilidad de no encontrar el camino en la oscuridad. Mis hijos me habrían comprendido enseguida, habrían dicho: seguro que había mil caminos para llegar allí arriba, una carretera, un ancho camino muletero, etc., en vez de ese enredo programado, y habrían tenido razón, porque yo lo que necesitaba era garantizarme un lugar por donde pudiera ver amanecer y, además, que fuera bonito y atrayente... total una canal que subía directamente a cierto monasterio (Aghios Nikolaos Bantovas Monastery), pero por donde no había pasado nadie en el último siglo; toda llena de zarzas, rocas que requerían experiencia y mucha atención, aparte de la dificultad de encontrar el camino en la oscuridad. Epure... un poco más allá del amanecer ya estaba en el collado. El monasterio era una bien cuidada construcción sobre la pared vertical de la montaña; el espectáculo matinal era digno de mi empeño madrugador. Abajo, la luz del sol llegaba en ese momento al pueblo de Kastraki, a mis pies; a mi alrededor los pináculos despertaban atrevidamente verticales del frío de la noche. Ni en éste ni el siguiente monasterio, el Aghios Gregorios, los monjes habían tenido tiempo de despertarse aún.

Era agradable caminar con la fresca, bajar por el bosque de acebos sin prisas camino del Kastraki; y subir después por la ladera opuesta que se abría a nuevos motivos que fotografiar, grandes gigantes de piedra siempre rodeando el valle. No era mi intención agotar todo el día caminando de un lado para otro; tenía tiempo de sobra hasta el crepúsculo, así que después de atravesar un collado desde donde un nuevo monasterio, el de Roussanou, asomaba en lo alto como el mascarón de proa de un enorme barco de piedra, decidí tomarme un descanso en un pequeño prado junto a un enorme arce rodeado de robles y acebos. Desde allí podía oír las voces de una pareja de escaladores que arremetían contra el vertical espolón que había dejado atrás hacía un momento. La novela de Ivo Andric había llegado a un punto en donde suelo rehuir la lectura; algo que me sucede bastante con el cine; mi cuerpo resiste difícilmente la violencia, lo espeluznante. Cerré un par de veces el libro pensando en saltarme el capítulo, pero al final conseguí continuar. El cabecilla de los saboteadores de la construcción del puente es condenado a morir empalado. No recuerdo ahora mismo una escena tan dura en el ámbito de la literatura. El verdugo debe ser capaz de empalar a la víctima sin tocar los órganos vitales, de manera que ésta pueda seguir con vida durante largo tiempo; la operación termina cuando la punta del palo ensebado después de atravesar el ano sale por entre los omóplatos. La descripción es terrible. El autor deja con vida a la víctima hasta la tarde del día posterior.

Me llegaban las voces de los escaladores, asegurados con sus cuerdas doscientos metros más arriba sobre mi cabeza. Levantaba la vista de mi libro y no era capaz de recordar mi estado anímico cuando treinta años atrás yo arremetía cada fin de semana ese tipo de actividad en Galayos o en la Pedriza; ¿temblaban mis manos y piernas?, ¿o por el contrario cada paso que daba, cada metro ganado a la pared me hacía más fuerte, más seguro de mí mismo, capaz de ponerme a la altura de mis posibilidades? ¡Qué hermosos tiempos los de exponer la vida en estas aventuras “inútiles”! ¡Esa fuerza que me llenaba el cuerpo, la pasión por el vacío, la dicha de la cumbre acercándose poco a poco! ¡Cómo van a ser iguales el ciego y el que ve! (“No son iguales el ciego y el que ve” (Corán, azora del Creador, 19). ¿Cuánto de lo que soy se lo debo a la montaña, a aquellas escaladas, a mis largas travesías de los Alpes o los Pirineos? Un brusco ruido de mosquetones me saca de mis divagaciones; algo había fallado allá arriba, el primero de la cuerda colgaba ahora unos metros por debajo de su compañero: sólo un susto. Se rehizo enseguida. Diez minutos después reemprendía la ascensión, le oía pedir cuerda al compañero desde más arriba. No siempre el peligro queda atrás definitivamente. Continué con mi libro; ahora los trabajadores del puente de la novela de Andric habían recogido el cuerpo empalado sobre unas parihuelas y atravesaban el andamiaje para transportarlo hacia la orilla y dar de comer a los perros con él. En Galayos, subiendo un invierno la gran canal helada del Gran Galayo, nos encontramos una mañana el cadáver de un compañero que nadie había echado de menos y que en la niebla de la noche anterior debía de haber errado el camino. Su cuerpo estaba totalmente rígido, sus brazos extendidos, las piernas abiertas; alguien se acercó al refugio a por la percha; su cuerpo no cabía en aquel dispositivo. Recuerdo todavía hoy con estremecimiento cómo sonaban los huesos de sus brazos cuando me tocó plegarlos para meter la parte superior del cadáver en la percha antes de emprender un peligroso descenso por la pendiente de nieve helada. También el cadáver de la novela estaba rígido aquella mañana.

El puente quedó terminado antes de iniciar mi descenso hacia Kalambaka. Miré tumbado las nubes durante un buen rato; de vez en cuando se posaba un petirrojo sobre la piedra de enfrente. Recordé aquel otro petirrojo del otoño pasado en el Cañón del río Lobos, otro más que venía a comer delante de la ventana de mi cabaña... Empezó a chispear. Recogí mis cosas y seguí mi camino; dos, tres horas más todavía buscando los rastros de una senda que se perdía entre los arbustos, retrocediendo, mirando el mapa, sacando la cámara de vez en cuando para volver a fotografiar desde otro ángulo el mismo paisaje, otros nuevos pináculos, las copas amarillentas del bosque que se extendían como una alfombra en el valle que descendía al final de la tarde hacia Kalambaka.

Cerca del pueblo volví a sentarme y a sacar mi libro. El puente, aunque terminado, todavía estaba envuelto en el andamiaje, la masa informe de vigas y tablas entrecruzadas, las grúas de madera, los restos de la obra. Para los habitantes de Visegrad, hasta entonces aquella obra había tenido un aspecto absurdo, sin relación unas partes con otras; sin embargo, aquella mañana se produjo el milagro: “Primero aparecieron los ojos, los más pequeños, en la parte alta, así como los más cercanos a la orilla; más tarde se revelaron, uno tras otro, los demás, hasta que el último de ellos se vio despojado de los andamiajes y el puente entero apareció tendido sobre sus once arcos poderosos, perfectos y extraños en su belleza como un paisaje nuevo y curioso que se ofrecía a los ojos de los lugareños”. Preciosa conclusión de las obras de los hombres. Da cosa decirlo, pero yo también me sentía constructor en muchos aspectos; los hijos no son la menor razón de ello; la vida entera, nosotros mismos, lo mucho o poco que hacemos con nuestras manos.

Atardecía; cerré mi libro, tomé los palos de escoba que había “robado” en el hotel para usarlos como bastones y bajé despacio el último trecho de camino que me llevaba al pueblo. Los gigantes de Meteora se preparaban para pasar la noche.

 






miércoles, 17 de enero de 2024

Una reflexión sobre el Islam y sus gentes

 

Victoria en Persépolis

El Chorrillo, 17 de enero de 2024

Habíamos dejado atrás Malawi, y ahora en Tanzania volvíamos a encontramos con el credo islámico. En el libro que retomaba de nuevo, y que había abandonado al despedirme de Malasia –Al límite de la fe, de Naipaul–  aparecía de momento la ciudad de Teherán. Pasamos una semana en esa ciudad en el otoño del noventa y nueve. Me encontré entonces muy a gusto allí, pese a los numerosos trámites burocráticos, pese a la gabardina y al pañuelo en el que hubo que encerrarse Victoria durante toda nuestra estancia. Recuerdo la hospitalidad y la afabilidad de los vecinos con los que terminamos haciendo amistad en unos días; los empleados del hotel, los camareros del restaurante, algunas personas con las que coincidíamos en los alrededores. También las encargadas de los medios informáticos de la universidad donde íbamos a consultar nuestro correo, único lugar entonces para este tipo de tareas. Los grandes carteles de la revolución llenaban las vallas de la ciudad; algunos cubrían las fachadas laterales de edificios de varios pisos. Muchos de aquellos carteles mostraban hombres con cuerpos mutilados. Las consignas políticas saturaban las paredes y el culto a la personalidad parecía un calco de la parafernalia posterior a la Revolución de Octubre en Rusia.

Las montañas que queríamos visitar próximas a la ciudad se mantuvieron permanentemente cubiertas; estábamos a final del otoño, el tiempo era realmente malo. El taxista que nos llevó a Persépolis trajo consigo un mantel a cuadros como el que utilizábamos en casa de mis padres cuando salíamos a comer algún fin de semana al campo; lo usamos para sentarnos bajo la sombra de un árbol cuando la visita hubo terminado. Su mujer había preparado un apetitoso picnic para los tres. Cuando nos despedimos, nos regaló un par de cintas de música popular iraní. ¿La policía? también la policía fue amable con nosotros mientras rellenábamos los impresos de tránsito de rigor o nos sellaban los pasaportes. No, no era gente cejijunta ni distante. En la ciudad vieja regía una vestimenta estricta para las mujeres, pero sobre las faldas de la montaña, donde parecía instalada la modernidad, las cosas eran algo diferentes, los rostros femeninos asomaban como deseosos de quitarse aquel estorbo del cuerpo; la vida era más amable ladera arriba.

La revolución, que se había alzado bajo el lema: “Pan, trabajo, libertad”, sólo tardó un año en transformarlo en: “Pan, trabajo y República Islámica”. La libertad no sólo había desaparecido como lema sino que fue sustituida por el principio de la dirección y la obediencia; obediencia ciega a los líderes que integrarían una realidad en donde lo político y lo religioso estarían totalmente unidos. De la mano de Jomeini –Islam significa “sumisión”– se convirtió en el objetivo dominante de la clase dirigente. Es curioso que la historia se repita de continuo con pocas variantes en sus mecanismos elementales; que unos pocos sean capaces mediante esos viejos procedimientos de propaganda, censura, restricción de las libertades, (y por supuesto, tortura y muerte para los discrepantes) llegar a convertir a una parte importante de las masas en correligionarios de sus ideas. En los años setenta, cuando nuestros hijos tenían uno y tres años, recorrimos Argelia a lo largo de los dos meses de verano... Argelia fue para nosotros un paraíso de cordialidad y acogimiento. Entonces fue posible acampar en el desierto y ser visitados por gentes de los alrededores que venían a ofrecer su hospitalidad; o ver detenerse entre las dunas a un automóvil, en donde viajaban bereberes, con la simple intención de invitarnos a una limonada, o ser agasajados en un oasis a compartir el té al final de la tarde. Hace ya muchos años que no se puede viajar por Argelia, los fundamentalistas se hicieron con el poder y se cargaron un buen puñado de bondades.

¿Quiénes son los que transforman los pueblos, ahogan su hospitalidad, hacen a sus pobladores zafios y odiosos defensores de la intransigencia y el sectarismo? Esa misma fuerza que persiguió a los católicos y que encabezaron los torquemadas de turno, levantando hogueras y quemando a los que pensaban de diferente manera a ellos; las parecidas fuerzas que llevaron a las masacres que se produjeron cuando hindúes y musulmanes hubieron de partir el subcontinente asiático siguiendo criterios religiosos.

En aquellos días había momentos en que empezaba a tener cierto temor a todo esto que poco a poco se nos venía encima, ese crecimiento lento y sistemático del fanatismo integrista. Me pareció absurdo ese empeño del gobierno francés por prohibir el velo en las escuelas, de la misma manera que era ridícula la prohibición en España de la ikurriña en los años setenta; me parece improcedente cualquier restricción de una libertad que sea respetuosa con los otros o con las comunidades entre las que convive. Sin embargo, llega un momento en que la duda me ronda ante la constatación de cómo el proselitismo, la instrumentalización de las masas por parte de unas minorías se abren paso poco a poco; cualquier cosa sirve como bandera de una idea. 

Cuando veo en las calles de Ciudad del Cabo una escuálida manifestación musulmana que vocifera con ira pidiendo una África islámica, cuando piden volver a traer la pena de muerte para aquellos que transgreden alguna parte de la ley islámica, noto que en mí se crea un hilo de inquietud. Después de aquello fue un alivio volver a encontrarse con esa amplia colección de confesiones religiosas que pueblan Namibia, Zimbabwe, Malawi, presbiterianos, evangelistas de distintos colores, católicos, etc., a las que se les puede criticar por otras cosas pero que no producen el temor que el mundo musulmán va engendrando poco a poco según nuestro viaje se iba dirigiendo hacia el norte de África. Un temor que cuando visité Irán no estaba presente, pero que en la actualidad se hace poco a poco más intenso, porque los mecanismos psicológicos y de masas que mueven a la gente son cada vez más patentes, parecen como más dispuestos a hacer saltar por los aires cualquier posibilidad de cordura. La gente, en Teherán, en Argel, en Dar es Salaam, en el Cairo, en tantas ciudades islámicas, es de una cordialidad que sobrepasa con mucho a la población de cualquier ciudad de Occidente; sin embargo, el fanatismo religioso, la exacerbación de la confrontación con el mundo no islámico, la instrumentalización de una masa carente de una cultura capaz de interpretar la realidad y los textos, es un campo abonado para que la intolerancia vaya aumentando a marchas forzadas.

La cultura y la educación, tanto en Occidente como en los países árabes podrían ser la clave para encontrar un futuro más seguro. La Revolución Islámica de Irán hizo lo que todos aquellos que quieren asegurarse la exclusividad de su poder y de sus ideas, quemar, censurar todo aquello que podía poner en tela de juicio sus propias propuestas. Y junto a ello montaron su propio aparato propagandístico. Y en Occidente otro tanto de lo mismo; está mal visto quemar libros, pero se tergiversa, se manipula la noticia, se maneja información falsa. Hacía tiempo que no leía entonces la prensa de España, pero bastaba recordar cómo el PP instrumentalizaba el asunto de ETA de cara a ir rascando, a costa de la ignorancia de tantos ciudadanos, algunas parcelas de la intención de voto. Aves carroñeras, sí, algo que está a la orden del día. Si Estados Unidos puede inventar durante años armas de destrucción masiva en Irak como disculpa para poder invadir ese país, es porque el terreno en el que vierte su propaganda está abonado para ello. Estamos bien comidos y satisfechos; es fácil que en esa situación cosas así sucedan. Irak, ETA, las palabras de Alá interpretadas como antes lo fue la Biblia, exclusivamente por ELLOS.

Habría que volver a aquella pedagogía del oprimido de Paulo Freire para recordarnos el modo, el lugar desde donde vemos los conflictos del mundo: la tele. Una pedagogía que nos enseñara a ver y a hacernos una idea de la clase de imbéciles con los que tratamos, el individuo ese del bigotillo, por ejemplo, que fue ni más ni menos que presidente de gobierno, y que tras el millón largo de muertos en Irak, dice que ahora sí, que sabía que no había armas de destrucción masiva en aquel país, pero.... En los países árabes la pedagogía quizás no necesitaría ningún apelativo suplementario, simple conocimiento, saber de la capacidad del fanatismo para expandirse, el modo en cómo pueden llegar a operar en las masas unas pocas consignas políticas o religiosas, saber cómo el individuo puede, convertido en masa, transmutarse en arma destructiva, enajenada, abocada tanto a un exterminio de una tribu rival como fue el caso de los tutsis en Ruanda o los judíos en Alemania, o bien convertirse en carne de cañón de un régimen que un día puede ser de Jomeini, otro de Franco o mañana hacer de ciudadano norteamericano dispuesto a seguir votando a individuos como aquel tal Bush. Una pedagogía que ayudara a distinguir entre un burro y una sirena, entre un hombre de bien, pongamos por ejemplo, ya que estamos en Tanzania, a Nyerere, un gran y honesto estadista, de un bruto como el Amin de Uganda, o el Mubutu del Congo.

Este vehículo está protegido con la sangre de Jesús, rezaba aquella  mañana sobre un fondo rojo en el frente de un minibús. Cualquier descabellada idiotez sirve para dirigir la simpleza de los individuos hacia un objetivo propuesto por otros más inteligentes. Basta encontrar la imagen; los americanos pusieron en antena un cormorán cubierto de petróleo en el golfo Pérsico para llegar a nuestros corazones de ecologistas interesados por la integridad del planeta. Y así siempre.

Aquella en  mañana en Dar es Salaam me levanté con pie diferente, me jodía la voz del muecín a un centenar de metros de la ventana bajo la cual dormía. Me jodía todo ese Corán como metido por un tubo en los oídos de toda la población. Y lo peor de todo es que ya empezaba a vislumbrar que se me iban a acabar de nuevo las cervezas J. Haría más y más calor y yo no podría tomar cerveza por culpa de Mahoma. Una natural consecuencia del cambio cultural que si sólo parase en eso se podría bondadosamente tolerar; sin embargo, más al norte, había signos de una intransigencia mayor.


 

 


viernes, 1 de diciembre de 2023

En la selva de Kinabalú National Park


Kinabalú National Park

Me encontré leyendo esta noche de una antigua caminata por las selvas de la isla de Borneo, y pensé que a este diario le iba a gustar recordar aquel magnífico encuentro, esos entornos con los que uno soñaba de niño cuando leía las aventuras de Tarzán, de El Jabato, el Capitán Trueno o Hazañas Bélicas. La realidad era mucho más hermosa que el rastro que los tebeos habían dejado en mi imaginación. Una caminata no exenta, como casi siempre, de reflexiones sobre la vida. No en vano decimos en ocasiones que la ley de la selva impera en el mundo.

 

Kinabalú National Park, 13 de abril de 2007

La primera impresión cuando uno se acerca a la selva, penetra una mañana temprano en el santuario de su masa biológica, es la de un cierto caos, como de quien entra en un mundo encantado en donde ha de transcurrir algún tiempo antes de que el viajero tome posesión de algunas referencias, se oriente, empiece a descubrir en el batiburrillo de los sonidos, en la exuberancia de las formas y los colores, en el juego de luces y sombras, una armonía, ciertas constantes, un denominador común, un grigri de fondo. Existe un esfuerzo por reducir los cantos de los pájaros a otros más familiares y cercanos a nuestras latitudes, un constante rasgueo lo tomamos por una chicharra, un canto poderoso y determinante en lo alto de un árbol por el un mirlo. Según transcurre la mañana, la notas, los colores, el conglomerado impenetrable de la vegetación, se van haciendo más y más familiares.

Era así esta mañana momentos después del alba. Una nube blanca había empezado a hincharse en el horizonte hasta convertirse en una inmensa mole que pareciera venir capitaneando el día que comenzaba. Yo pasaba bajo una palmera (tantas y tan distintas que no sabría nombrar), miré hacia atrás y no tuve más remedio que pararme a admirar aquella tripuda nube que la primera luz del día empezaba a vestir con los colores de la mañana. Naturalmente me paré, agradecí su presencia, saqué mi cámaracazamariposas, y la nube y las hojas de la palmera quedaron atrapadas en su red. Ahora ya forma parte de mi colección fotográfica. Ya puedo admirar cuanto quiera, ahora o en el futuro, este fragmento de mañana que pasó frente a mi retina inesperadamente cuando me internaba en la jungla del Kinabalu National Park.

La selva a esta hora era el guirigay ensordecedor de sus habitantes quitándose las legañas, haciendo gárgaras, dando los buenos días, o imitando las campanas de la iglesia de mi pueblo, algún bicho que bajo este cielo de Alá, había aprendido la cadencia de las campanas de otro lejano dios. Enormes árboles de más de treinta metros de altura, anchos y robustos como los pilares de una catedral, cubrían el bosque con el paraguas de sus ramas y hacían oscuro e impenetrable un sendero lleno de humedad enteramente alfombrado por un espeso manto de hojas. Sobre sus fuertes troncos se enroscaban enredaderas que necesitando de la luz del sol no tenían más remedio que trepar sobre la piel del gigante, para hacerse con su ración matinal de luz; pero no subían de cualquier manera, lo hacían con una elegancia exquisita; se enroscaban, llegaban a una oquedad, hacían un trazo oblicuo, volvían a la nervatura principal del árbol, y a continuación como una culebrilla empezaban a reptar con decisión por su giba. Los muchos habitantes del tronco tienen distintas razones para estar allí; hay bromelias que dejan el trabajo de sintetizar su alimento a su tutor, se zampan su savia directamente; una espesa capa de musgo que podría confundirse con una bufanda de un verdor intenso y luminoso, cubre la parte septentrional; sobre él anidan a su vez otras plantas de hojas lanceoladas y brillantes. Unas se alimentan de otras. Aunque también hay algún cabrón, como es el caso del matapalo, que cuando joven es apenas una ramita que desciende como una liana hasta el suelo, pero que con el tiempo va rodeando al árbol que le sustenta y en su crecimiento desmesurado llega a estrangularlo y dejarle sin vida. Después, con los años, el árbol que sustentaba todo aquel mundo, se pudre y desaparece; dentro del matapalo queda lo que podía ser una metáfora de la vida: nada; aparece por dentro la forma del árbol pero el árbol no existe. Supervivir unos a expensas de otros. ¿Verdad que en muchos aspectos no somos tan diferentes de las plantas?

Pero el caso es que yo no quería hablar de la selva, ni de nada parecido; sin embargo ya que estamos... De hecho cuando caminaba esta mañana, una larguísima caminata por cierto de casi un día en que no me tropecé con un alma viviente, en lo que pensaba era en otra clase de selva. Era una estrecha senda en la que faltaban todas las calamidades que Marlow se va encontrando en su acceso al corazón de las tinieblas (y que seguro que se inventó Joseph Conrad para mejor ambientar ese acceso al misterio mismo encarnado en el señor Kurz), pero sin embargo era oscura, lúgubre, hermosa; de vez en cuando un arroyo cercano se unía al coro de los pájaros y los bichos sin nombre. La senda ascendía por una empinada ladera y la niebla cubría magnífica, sí, tan magnífica como en aquellas primeras secuencias de la película de Herzog, cuando Aguirre y sus compañeros bajan desde las alturas de los Andes hasta la selva impenetrable. Y es que Herzog es la leche, ¿cómo coño filmó aquello? ¿cómo coño subió aquel barco? ¿cómo filmó aquella corriente salvaje? (sí, como una corriente salvaje, Llámalo sueño, Henry Roth, un bello libro que descubrí hace mucho), ¿cómo fue capaz de fotografiar la selva como lo hizo? Porque la selva no se deja fotografiar, hay que ser muy bueno para poder hacerlo, todo está muy cerca, todo es magnífico, no hay manera de armonizar elementos, crear un fondo adecuado. Disparé decenas de veces la cámara esta mañana, pero porque no tenía más remedio, no veo nunca la manera de fotografiar estos paisajes. Algo que Herzog hace a cada momento y de manera brillante. Recordaba lejanamente mi última travesía del Pirineo francés, los hayedos al amanecer, los enanitos desperezándose en los arroyos, el ámbar de la primera luz sobre las cumbres apareciendo en algún resquicio de la arbolada, la inmensa soledad, el silencio roto por algún pájaro madrugador.

























Los árboles de la selva se nutren de la luz, del suelo, del oxígeno, de... Decía que no quería hablar de la selva. Pues bien, llevaba ya caminadas más de tres horas, cuando empecé a sentir necesidad de darme un respiro y comerme unos sandwichs que me habían preparado en el restaurante de abajo; así que me senté. Sudaba como un pollo. Estaba verdaderamente cansado y terminé buscando el acomodo tumbado en el suelo. Cerré los ojos. Pasaron unos minutos, y fue entonces cuando por dentro de los párpados empecé a representarme otra selva... y comencé a echar cuentas con los dedos de la mano. ¿De qué se alimenta nuestra selva urbana, nuestros yoes?, ¿cómo se distribuye su masa biológica?, ¿cómo nuestra probada debilidad necesita del árbol amigo, de la luz de los otros?, ¿por qué la exclusividad es una enfermedad tan generalizada? Y abría los ojos y miraba aquella masa, las copas de los inmensos árboles oscilando débilmente en lo alto como moviendo dubitativamente la cabeza. Y entonces volvía a empezar, reanudaba mi camino en la otra selva, tú, yo, nosotros:

Echaba cuentas: en su ascensión hacia la luz la planta trepadora, el matapalo, había gastado lo mejor de sus energías, había hecho la corte a su amigo el árbol, había embellecido su tronco con sus armoniosas curvas, con sus flores, con sus hojas brillantes; sin embargo, una vez consolidada su posición, desde su posesión, desde su dominio en exclusividad de su conquista, había matado a su congénere. Lo quería todo para él, y con tanta fuerza que lo mató. Ahora estaba solo en medio de la selva. El otro día me llegó un correo; en algún lado decía: ¿por qué nos afanamos tanto tanto en ser reconocidos por el universo entero, en tener, en poseer? Cuando uno despierta una mañana y, antes de abrir los ojos, dedica un tiempo a hacer un recorrido por su vida, inmediata o no, lo primero que se le representa es también una cierta sensación de caos. Las plantas de esta otra selva no viven sólo del aire... echo cuentas, en definitiva, como decía una amiga el pasado verano, siempre necesitamos a alguien que en el peor de los casos llegado el momento te acerque el gelocatil; una voz amiga, un amor, un poco de seguridad con que calmar el desasosiego, todo eso que necesitan los seres vivos para crecer y desarrollarse. Y sin embargo... Qué difícil la vida de la selva, qué contradictoria, con cuánta falta de inteligencia, cuando no de irresponsabilidad, solucionamos tantas veces nuestros problemas. Que no son las guerras ahora, ni los terroristas, ni cosa que dependa de los políticos o los frailes. Que echar balones fuera es un deporte universal.


























Acaso podamos decir que la naturaleza del matapalo sea terminar con el árbol que le sustenta; en cuyo caso la ley de la supervivencia en los seres pensantes debería llevarnos a cuidar muy mucho de los peligros que encierra un "amor" excesivo. Y habría que recordar aquí aquellas palabras de un personaje de Sandor Marais, en La mujer justa, que afirmaba que su matrimonio lo había matado un exceso de amor. La mujer justa era evidentemente el matapalo que yo veía crecer frente a mí, y que efectivamente preludiaba para no dentro de mucho la desaparición del árbol que le había sustentado.

Y ahí, tumbado, con los ojos cerrados, continuaba escuchando los sonidos de la selva, recordando nombres y apellidos, intrincados laberintos de luces y sombras, de anhelos y desencuentros; esa otra selva en la que todos vivimos, y que a veces adquiere el mismísimo aspecto de caos que me producía a mí esta madrugada el bosque en mi larga marcha matinal.


viernes, 27 de octubre de 2023

Un viaje por los altos del Pamir




El Chorrillo, 27 de octubre de 2023

Anoche leyendo Los alpinistas de Stalin, sobre una expedición rusa que intenta la primera ascensión al pico Stalin en el Pamir, descubrí que parte del recorrido que hacen los expedicionarios desde Osh, Kirguistán, se corresponde con la ruta que hicimos Victoria y yo hace unos años a través de la meseta del Pamir, uno de los viajes más magníficos de nuestro historial viajero. Busqué lo que había escrito entonces mientras atravesábamos las montañas de Tayikistán y me pareció oportuno e interesante subirlo a mi blog. Estas son las notas del diario de entonces:

 

Khorog, Pamir, Tayikistán, 27 de septiembre de 2015

 

Salimos de Khojand hace días. A pocos kilómetros un individuo vestido de uniforme levanta un palo rojo y, señalando a nuestro coche, indica con él que nos echemos a la cuneta. El conductor, obediente, para, revuelve en el salpicadero y saca unos cuantos billetes, el equivalente a un euro o dos, sale del coche, se acerca al policía sumisamente y le entrega los billetes. Éste, con una indiferencia forzada y mirando a otro lado los recoge y se los mete en el bolsillo a la vez que ya está levantando su palito de nuevo para parar al siguiente vehículo. Este hecho se repitió durante todo el viaje cada vez que encontramos un policía en la carretera, unas diez veces más o menos. Nos entendemos por gestos con el conductor. Sus gestos dicen: si money no control ni passport. A veces el arcén lo ocupan una docena de vehículos cuyos conductores siguen los pasos del nuestro que he descrito más arriba.

Hemos recorrido ya la mitad de Tajiskistán y la situación es idéntica en todas las carreteras que hemos usado. Sistemáticamente cada pocos kilómetros aparece un policía que saca su palito y exige su derecho contributivo. Llegar a esta situación ha debido de necesitar de décadas de una corrupción endémica, no se explica de otra manera el que toda la población acepte con tanta normalidad esta humillación que imponen las fuerzas del orden público en las carreteras, donde en vez de guardianes del orden aparecen como vulgares atracadores de los barrios bajos de una gran ciudad. En un viaje que hicimos entre Senegal y Malí, en donde viajábamos mil y la madre y en el que la baca del coche estaba ocupada totalmente por metro y medio de alto de abigarrado equipaje, el derecho de pernada de los policías se resolvía con más dificultad. Allí la amenaza de la policía si no se pagaba cierta cantidad era desmontar todo el equipaje para chequearlo, algo que podía llevar medio día. En este caso había una parte importante del pasaje que se negaba a pagar. Se organizaron unas asambleas dignas de recogerse en una película. También allí los policías querían money money por ejercer la vista gorda sobre la identidad y el equipaje de los viajeros.

Complementando esta puntillosidad monetaria se encuentra otro tipo de funcionario apostado en su garita junto a una barrera que cruza de parte a parte la carretera entre Dushanbe y Khorog. Perdí la cuenta de estos controles, cerca de la decena. Nuestro permiso para atravesar el Pamir nos costó tres días y tres viajes a las oficinas de la policía de Dushanbe. Ahora en cada control demoran diez minutos comprobando el permiso y los pasaportes. A veces asoma por la puerta del coche la cabeza de un soldado armado hasta los dientes. Uno de ellos me mira con insistencia como queriendo algo de mí, termina por preguntarme si hablo inglés y me pide el pasaporte. Es tan ridícula su pose de arrogancia que casi se me escapa la risa.

En una de estas situaciones fue cuando se me perdió un moco. Estaba yo haciendo prospecciones en el interior del agujero derecho de mi nariz, había alcanzado el extremo de un respetable, por su tamaño y consistencia, moco seco en la parte sominal con gran esfuerzo, lo despegaba despacio y con mimo puesta toda mi atención en el evento, lo despegaba poco a poco para que el pequeño meteorito quedara intacto entre mis dedos y así poder moldearlo a posteriori durante unos pocos kilómetros, salía y, zas, frenazo, el enésimo control de la policía había aparecido al salir de la curva. Pasaporte, pasaporte, me urgió Nafas, nuestro chófer; tuve que dejar precipitadamente la prospección para hurgar en mi bolsillo a la búsqueda del pasaporte. Lo encontré, se lo pasé y, justo en ese momento me acordé del moco, ¡hostia!, he perdido el moco, me dije angustiado. Miré con desolación hacia el exterior como quien hubiera perdido a su mejor amor. Estaba oscuro y una luna gorda asomaba por el borde negro de una montaña. Me entregaron el pasaporte cinco minutos después y ¡helá!, lo iba a meter en mi bolsillo cuando descubrí al tacto el moco que, asido como pudo, había salvado su vida pegado a la cubierta del pasaporte. ¡Aleluya! Me sentí reconciliado con el mundo. ;-)

Quizás antes de dejar a la policía en paz convenga hablar de la esquizofrenia del individuo que está al cargo de la representación de este país, un tal Emomali Rajmonov, que, procedente de la antigua maquinaria soviética, se hizo con la presidencia tras la independencia y ahí sigue hoy sin asomo de que quiera dejar el cargo al que parece agarrarse con uñas y dientes. La historia se repite en toda Asia Central sin muchas variaciones, antiguos mandatarios comunistas que tras la independencia ejercen un poder totalitario más o menos disfrazado de democracia. El caso de este Rajmonov es de traca, al menos para los que atravesamos el país. Su jeta es como Dios, está por todas partes, una prodigalidad tal y en tales tamaños que es imposible de todo punto dejar de verlo por más de cinco minutos vayas donde vayas. El país está empapelado con su jeta. Un padre de la patria que se exhibe vestido de futbolista, se mimetizar con agricultores o aparece cándidamente con un niño en brazos no puede ser más que un paranoico, alguien necesitado urgentemente de un psiquiatra.

Por lo demás el viaje de hoy era hermoso, uno de los más hermosos que pueda hacerse en el mundo. Desde Dushanbe se sigue un paisaje donde se alternan los cultivos y los parajes desérticos, pero tras la ciudad de Kulob el desierto gana poco a poco peso convertido en un espacio de lomas amarillas perfectamente redondeadas que dan al paisaje el aspecto de un enjambre de cúpulas que enterraran su base en lo hondo del terreno. Después llega un instante espléndido en que tras un cambio de rasante la carretera se precipita hacia los dominios de Waham Valley, una magnífica depresión recorrida por el río Panj que hace de corredor y frontera por centenares de kilómetros entre Afganistán y Tayikistán. Frente a nosotros se alzan, al otro lado del río, altas y agrestes montañas en cuyas laderas la desolación y el aislamiento son las notas dominantes. Por cerca de cuatrocientos kilómetros recorreremos a partir de ahora este valle. El valle corre en esta parte sobre un llano de detritos en cuyo seno de abren tajos verticales tallados por la corriente del río. El asfalto hace tiempo que ha desaparecido y rodamos sobre un firme de piedras sueltas, tierra y un fino polvo que forma nubes al paso de los vehículos. A veces pienso que es inútil tratar de describir lo que uno ve y mucho más inútil cuanto más bello y espléndido es el recorrido que uno hace. La pista, siempre junto al río Panj muestra un mundo efervescente. Una pista que en algunos momentos tiene el ancho justo para que pase un camión, a veces tiene un tráfico endemoniado en donde los principales actores son los grandes trailers chinos que atraviesan la frontera por el Kulma Pass (4600 m.) procedentes de la provincia de Xinkiang. Ver a estos grandes trailers moverse renqueantes con sus potentes motores al filo del abismo siempre envueltos en una nube de polvo es ya un espectáculo. Y más todavía comprobar cómo Nefas, nuestro taxista, los sobrepasa con un total dominio del volante de su Toyota Land Cruiser. Pero no se crea que este tráfico es continuo. Rodamos mucho tiempo aislados mientras las montañas se abren y se cierran a otros valles. Algunas veces en lo alto aparecen cumbres nevadas, en otros instantes los glaciares cuelgan brevemente enfrente en lo alto de las montañas. El río baja tumultuoso, térreo, con el color de todos los detritos que ha ido arrancando a la montaña. Al otro lado del río, Afganistán ya, corre una estrecha pista que parece cincelada sobre una ladera de roca rigurosamente vertical. Aquí y allá un pequeño oasis de verdor ha sido aprovechado por aldeanos afganos para crear un pequeño asentamiento de una veintena de casas.

Tras muchas revueltas el río llega a ser tan ancho como un lago, el agua se remansa entonces como poniendo una nota de dulzura en la dura agresividad de un paisaje pétreo donde pareciera imposible vivir. Pasamos por pequeñas agrupaciones de casas donde los niños juegan a la pelota o se entretienen con el agua de una fuente. Un anciano ciego que camina del brazo de una señora de mediana edad hace que piense en la intemporalidad que yo siento como componente esencial de estos valles. Una vida que se va entre unos pocos roquedales, unas cabras, unas vacas, el cuidado de los aperos, recoger leña, la crianza de los niños –se ven muchos muchos niños y jóvenes por el valle– y poco más. Y cuando he dejado al anciano atrás pienso que acaso tanto monta, que damos mucha importancia a lo que hacemos cuando acaso vivir de una manera simple sea un cometido suficiente. Pensaba que quizás nuestra sofisticada vida moderna con tantas opciones posibles sólo consigue enmascarar algunas de esas pocas cosas importantes de la vida que se esconden entre los trabajos diarios, la familia, los hijos, las fiestas, el ciclo de las estaciones por el que tantas veces se rige la vida del campo.

Terminó haciéndose de noche. Salió la luna y al fragor del río, en dueto continuo con el del motor, de vez en cuando todavía se le unía el de algún camión aislado que con sus ojos de monstruo de hierro aparecía frente a nosotros, se unía ahora la fantasmal cabalgada entre las montañas que en su veladura nocturna aparecían todavía más impresionantes y enigmáticas. La luz de la luna bañaba débilmente las entalladuras y las paredes de granito dándoles un aspecto un tanto fantasmal.

Llegamos a Khorog a medianoche, todo estaba como boca de lobo. En nuestro "hotel" costó despertar al dueño cuyo sueño no fue posible romper ni siquiera golpeando con fuerza la puerta. Una vecina a quien despertaron nuestras voces hubo de llamarle por teléfono.

 

Khorog, Pamir, Tayikistán,

 

Ya hablé de ellos algunas veces, me encontré con muchos en mis trotadas por los Alpes, los Pirineos o en algún lejano rincón del mundo; pertenecen a una raza especial de hombres y mujeres que un día indagando aquí y allá en qué consistía la vida y en el modo de hacer ésta más atractiva e intensa descubrieron a las puertas de una pasión nueva que la fuente de toda plenitud está lejos de la comodidad y que, caprichosa ella, parecía encontrarse lejos de las convenciones corrientes. Intuyeron que cierta felicidad habita entre los intersticios del esfuerzo, la aventura, la superación de sí mismo o la íntima convivencia con los elementos.

Venía lleno de sol y del aire de los caminos, la piel curtida, la tranquila mirada de quien ha vivido en los caminos infinidad de lluvias y fríos; un solitario ciclista que poco a poco va dejando sus huellas por los infinitos rincones del mundo. Su melena de vikingo de muchas batallas caía sobre sus hombros enmarcando su rostro de monje de otro tiempo; su sonrisa suave como brisa de verano se esbozó cálidamente cuando mi habitual entusiasmo alcanzó a su retina. Pequeños dioses que alumbra esta tierra nuestra a lo ancho y largo de sus continentes. Anónimos héroes de sí mismos que recorren el planeta y cuya mirada va besando las orillas del mundo, sus valles y sus desiertos con la ardorosa humildad de quien recrea una hermandad desconocida en cada curva del camino; hermandad con los elementos, las lluvias, el sol, el frío, con las gentes y su historia. Bellos y cubiertos de polvo, fuertes, austeros, con la paz que da el esfuerzo y la convivencia con lo elemental. No me cansaré nunca de cantar a estos hombres y mujeres jóvenes que recorren en solitario el mundo a pie o subidos en sus bicicletas, esa clara sabiduría de quien busca en uno mismo, en la naturaleza y en la interrelación de ambos el valor de la existencia, la posibilidad de que en la confrontación y la relación de entre ellos broten hermosos instantes de vida y pasión.

Hablo de Helmuth. Nos tropezamos con él mientras nos dirigíamos al pueblo. Llevaba su bicicleta de viejas andaduras del manillar. Al modo de los viejos trotamundos sus alforjas daban testimonio de una larga andadura. Helmuth cumplía más de cuatro años subido en su bicicleta, todos los continentes conocían las huellas de sus ruedas. En el mismo albergue conoceríamos más tarde a una chica finesa de aspecto oriental que llevaba un año y medio pedaleando entre alguna parte de Finlandia y el Pamir. A esta alturas del viaje, aquí en donde los valles de las cordilleras más altas del planeta se comportan a modo de embudo por donde necesariamente han de pasar los viajeros más decididos, uno termina tarde o temprano por cruzarse con alguno de ellos, gente a la que los desiertos o los puertos cercanos a los cinco mil metros no sólo no arredran sino que ellos mismos, su soledad, la aridez, la desproporcionalidad de su desmesura y dificultad sirve como acicate para una hermosa aventura.

Mañana otoñal la de hoy, fría, de un sol perezoso que te obliga a abrigarse. El albergue está solitario y silencioso. Las gallinas cacarean. Esperamos al taxista que ha ido a indagar por el pueblo a ver si localiza a otros pasajeros.

Estas notas terminan en Khorog, antes de emprender nuestro viaje hacia Murgab, ya en el altiplano del Pamir, pero como este post va de esos héroes que nos venimos encontrando en Centro Asia sobre sus bicicletas, anticipo acontecimientos. A lo largo de la ruta volvimos a encontrárnoslos. Rodamos en los cuatro mil doscientos metros sobre el plano superior del Pamir, hacía un viento de tirarte al suelo que levantaba grandes nubes de polvo. Bueno, pues allí venían de frente dos mozas y dos tíos pedaleando contra el viento en el último tramo de la tarde. Enfundados en sus plumíferos con la cara cubierta semejaban unos aparecidos en aquel paisaje lunar. Otro ejemplo más. Se lo comentaba después a un ciclista inglés con el que coincidiríamos en la guesthouse por la noche en Murgab. No le dio ninguna importancia, para él era el pan de cada día; también él pertenecía al gremio de los trotamundos de la bicicleta, llevaba ocho meses pedaleando desde Londres.  Le quitaba importancia a estas cosas, cuando el cuerpo se acostumbra a un tipo de vida la cosa va sobre ruedas. Nunca mejor dicho.

 

Murgab, Pamir, Tayikistán, 29 de septiembre de 2015

 

Día de descanso en Murgab, una localidad de casas dispersas en el altiplano a cuatro mil metros. El sol calienta tibiamente a través de los cristales, un jersey es suficiente para sentir un agradable confort en esta mañana de otoño. El llano esta rodeado de altas montañas de aspecto desolado, esa clase de belleza adusta que corresponde a los parajes que apenas han sido transitados desde la creación del mundo. Es difícil hacerse a la idea de cómo es la vida aquí en la estación más fría. Ayer paramos a comer algo en una pequeña aldea en casa de un amigo de Ahmed, nuestro conductor, y pudimos conversar brevemente con algún vecino. El lugar en donde lo hacíamos era una habitación rectangular cubiertos el suelo y las paredes por alfombras. Era un espacio acogedor y tranquilo rodeado por un paisaje severo abierto a los vientos por los cuatro costados. Nos decían que la temperatura puede llegar allí a los cuarenta o cincuenta grados bajo cero en invierno. Me he encontrado algunas veces con estas temperaturas en mis lecturas, cazadores en la cuenca alta del Makenzie, en Canadá o en algunos relatos o documentales sobre los inuits, pero nunca llegué a comprender físicamente qué significa eso, tan extremosa me parece esa temperatura. Si a ello le sumamos la altitud a la que se encontraba la casa, su exposición al viento, la nieve y que en absoluto los edificios tienen un especial aislamiento, mi comprensión todavía se hace menor. Todo lo que uno desconoce -ah, nuestra ignorancia-, se vuelve obtuso e inexplicable. Hablamos también de la escuela. Sí, sí tenían escuela, escuela y médico de medicina general. El médico lo tienen que pagar y si necesitan un especialista o atención de urgencia tienen que bajar a Khorog o incluso a Dushanbe, algo bastante improbable de realizar en invierno e imposible de atender económicamente por unas familias que apenas deben de ganar para subsistir. Sobre el tipo de comida de que se alimentan a estas alturas uno puede hacerse una idea con la que tuvimos nosotros, un cuenco de yogur que se tomaba a modo de sopa mezclándolo con pan, un platillo de mantequilla, té y unas manzanas que había comprado Ahmed en la mercado de Khorog por la mañana.

Fuera, al sol, la abuela tejía una rústica alfombra con sus manos de sarmentosos dedos. Tenía setenta y cuatro años  mientras su marido con su barba de rabino y vestido con el atuendo a la usanza de la región contemplaba su trabajo. Algunas mujeres llevaban cubierto el rostro. Pregunté, es por el frío, me dijeron. El diseño de las edificaciones no ha pasado por algo que pueda entenderse como consideración estética, un simple paralelepípedo, en el que se abrían algunas reducidas ventanas y la puerta, eso era todo. A pocos metros de la casa existe una pequeña construcción destinada a los servicios, de hecho una estancia totalmente vacía con un agujero en el suelo. La techumbre la compone una superficie plana de material. Las casas, de muros de adobe, están encaladas y se extienden diseminadas por el llano sin orden aparente. En las afueras un montón de basura señala la posición del vertedero comunal. El pueblito se llamaba Alichur, se encuentra un poco más allá del Koi-Tezek Pass. Para terminar la descripción del lugar hay que añadir que en la casa donde pernoctaríamos, en Murgab, junto al cuarto destinado a retrete existía otra habitación que enseguida me recordó unas escenas del "Manantial de la doncella", aquella sauna que sirve a Max Von Sydow para rescaldar su cuerpo antes de flagelarse con ramas de abedul, un lugar acogedor con una estufa en un rincón, un entarimado en el suelo y un pequeño repollete. En un rincón humeaba un gran barril de agua.

Viajes como el de ayer en realidad son viajes a ninguna parte, el viaje encierra en sí mismo toda la razón de ser, no se trata de ir de un punto de interés a otro; en este caso ni el punto de partida ni el de llegada tenían atractivo especial, era el valle desfilando ante nuestros ojos, los glaciares colgando de las agresivas picorotas que se erguían en las alturas, los bandazos del coche de uno a otro lado de la pista, la aparición de un pueblo sumergido en un pantano, los colores cambiantes de las montañas desde la sedosa textura al pastel de algunas laderas a la agreste y oscura verticalidad que venía en lo alto a estrellarse contra los seracs de algún glaciar. Todo un plato de gusto para los sentidos. El viaje es tan intenso en estos lugares que no cabe la idea de pensar en un destino, el destino es algo que se renueva a cada minuto, a cada vuelta del camino, cada vez que un bosque de sauces aparece junto al río dorando con sus hojas otoñales una parte del conjunto.

La carretera, que lleva el nombre de Highway del Pamir, la construyeron los rusos en los tiempos de la invasión de Afganistán. En ella cortos tramos de asfalto se alternan con largos recorridos sobre un macadán de piedra y polvo; cerca de cuatrocientos kilómetros que exigen todo un día de camino.

Terminamos el día en un guesthouse que pertenece a los padres de Ahmed, nuestro joven chófer. Su madre, una mujer menudita de acaso un metro cuarenta de estatura va a ser la encargada de atender todas nuestras necesidades durante nuestra estancia en Murgab. Durante el día nos encontraremos constantemente su carita risueña y bondadosa pendiente de ofrecernos un té o cualquier otra cosa que podamos necesitar.

Nuestra velada de anoche se alargó al calor de una conversación que iba de un lado a otro del mundo como si el espacio hubiera desaparecido. Los contertulios, una pareja francoinglesa y un ciclista alemán que llevaba ocho meses de pedaleo desde que saliera de Berlín. Consumimos dos grandes teteras antes de marcharnos a la cama. Hoy, cuando despertamos ya habían volado. Disfrutamos una tranquila ociosidad en el silencio de la casa. Victoria anda con problemas de estómago y reposa tumbada sobre la alfombra. Nuestra habitación es un acristalado mirador hacia las montañas. En un rincón de la habitación un reloj de pared marca con su tic tac el paso del tiempo. Las paredes están cubiertas de alfombras y junto a la puerta las jambas están adornadas por imágenes de esos ciclistas a los que loaba en mi último post. Nos decía ayer el ciclista alemán que en realidad para ellos esto es como el Camino de Santiago de Asia Central. Levanto la cabeza y abajo, en la carretera, veo pasar dos ciclistas más. La repera, la locura parece haberse adueñado de gentes de todo el mundo empeñadas en atravesar estos lugares en bicicleta. No me parece menos esta aventura loca de dedicar un año o dos de la vida a recorrer las cordilleras y los desiertos de Asia Central. Hermosa locura, por cierto.

 

Osh, Kirguistán, 1 de octubre de 2015

 

El todoterreno donde viajamos ha hecho popooooo y se ha parado en medio del páramo. Montañas, desierto, matas, desolación y un frío que pela. Ahmed, de nuevo nuestro taxista, ha levantado el capó, ha mirado en el motor, ha tirado de una goma rota y enseguida se ha visto en su cara que aquello no tenía solución. Tampoco hay cobertura de teléfono. Sólo cabe esperar a que pase otro vehículo. Victoria y yo nos hemos dado una vuelta por la carretera pero nos hemos tenido que refugiar en el coche, hace frío y el viento sopla con alguna violencia. Somos cinco los pasajeros, un anciano que viaja a Alay, cerca de la frontera y dos hombres jóvenes, uno de ellos es kirguí y nos decía ilusionado que está esperando a su segundo hijo, vive en Osh, la ciudad de Kirguistán a donde nos dirigimos. El panorama de momento no es grave, dependemos de un coche que pueda pasar durante el día. Es una carretera en absoluto transitada.

Después de media hora para un todoterreno en el sentido que llevamos nosotros. Tras diez minutos hay movimiento de equipaje, parece que el anciano ha encontrado acomodo en el otro vehículo. Ya quedamos cuatro. Dentro del coche reina un paciente silencio. Ahmed ha puesto música, el viento mueve ligeramente el vehículo.

Hacía bonito esta mañana nada más levantarnos, se estaba bien al resguardo de los cristales en la sala de estar leyendo algo de poesía y un libro de viajes que hablaba de la Ruta de la Seda. Mañana liviana. Esperábamos a Ahmed que había ido al bazar a ver si encontraba más pasajeros para nuestro viaje a Osh. Viajar por esta zona en esta época es siempre azaroso, no hay otro medio de locomoción que taxis compartidos y hay que echarle paciencia. A veces no es posible completar el pasaje en todo el día. De hecho ayer tuvimos una larga "negociación" con Ahmed, siempre tan difícil cuando no se tiene una lengua común para determinar si asumíamos el costo total del vehículo o esperábamos un día más a que llegaran más pasajeros, que pueden llegar o no. Esperar indefinidamente a cuatro mil metros de altura en una casa no preparada para el frío, a que alguien vaya a hacer el mismo viaje que tú no es una situación muy halagüeña que digamos.

De momento la cosa va bien, con las puertas del coche cerradas la temperatura es buena y tenemos la escritura o los libros para afrontar el día. Lo peor será si pasan las horas y no aparece ningún vehículo. Otra media hora ha pasado sin que la calma del páramo sea alterada por ningún ruido de motor.

Una hora más. Nada. Seguimos esperando. El tiempo que he dedicado a leer la historia de Kirguistán, su situación política, su economía, esas cosas. Inauguro mi segunda hora de espera con un libro de Skármeta "La velocidad del amor (match ball)". Lectura escuchada. Siento el gusto de encontrarme con una voz conocida, el lector de la ONCE, una voz apacible y sin prisa que parece recrearse en la lectura y en los acontecimientos que va narrando, es una de esas personas que uno no conoce pero con la que ha recorrido caminos de literatura entrañables. La voz y sus juegos de luces y sombras, la manera en que los asuntos van brotando y creciendo párrafo tras párrafo en la cadencia de los sonidos que a veces parece una música, tienen una importancia capital para el lector (escuchador en este caso). Un lector mediocre puede arruinar una buena novela, hacer tedioso un ensayo e imposible de seguir un libro de poemas. Lo contrario puede ser la celebración de una pequeña fiesta si el libro es bueno; y el libro de Skármeta, del que no tengo ninguna referencia, lo parece después de diez minutos de lectura.

Cuatro horas de espera más y aparece, lejano, envuelto en una nube de polvo, lo que será un camión de ganado que se dirige a Kirguistán a recoger una carga de carbón. Tras la acostumbrada negociación y una vez establecido el precio del porte trasladamos nuestro equipaje a la caja del camión ocupada solamente por unas pocas cabras. Nuestro equipaje bailará de un lado a otro durante todo el viaje; también las bolsas del tercer viajero, el que está esperando un bebé, ocho o nueve bultos tendrán tiempo de descoyuntarse y llenarse de porquería. Yo ocupo una cama tras el conductor y Victoria y el otro pasajero irán delante. Pero no tardo en aterrizar en la parte delantera cuando veo asomar las grandes montañas cubiertas de nieve. Mi condición de fotógrafo y de amante de las montañas me disculpa de las molestias que origino tratando de hacer algunas tomas desde el frente de la cabina. Hacer algunas fotografías en estas condiciones se asemeja a la tarea de fotografiar algo desde la grupa de un caballo salvaje. Pero es que es tan hermoso todo el recorrido... La tarde va cayendo poco a poco mientras atravesamos un paisaje rabiosamente bello e inhóspito. El camino, esto que llaman la Highway del Pamir, en ocasiones es un ancho sendero difícil de reconocer y que algún alma generosa ha señalizado con hitos. Otras veces las riadas han arrasado la pista y el camión debe descender al lecho del río, atravesarlo dando bandazos y emprender una ardua subida para incorporarse a la pista. Cuando mis disculpas para ir delante ya no son válidas paso a ocupar la cama trasera. Las montañas desaparecen en la oscuridad y las débiles luces del camión semejan una candela en aquel desierto de piedra y nieve. Atravesamos el Kyzyl-Art Pass, algo más de cuatro mil seiscientos metros, completamente de noche, la cuneta de la carretera está cubierta de nieve y el hielo cubre las superficies encharcadas de los alrededores.



Antes nos detendremos un buen rato en el puesto fronterizo tají, unas casuchas perdidas en la noche en uno de los lugares más inhóspitos que pueda pensarse. Y una hora más tarde, cerca de la confluencia con la carretera que lleva a Khasgar, en China, emplearemos otra media hora en los trámites del paso de frontera de Kirguistán. Mientras se ventila el papeleo, es pasada la media noche y el frío es intenso, los soldados nos invitan a entrar a un cubículo de hierro rescaldado con una estufa de carbón. Hablamos de fútbol, naturalmente... y de gastronomía, curiosamente, y también del museo del Prado que uno de los soldados dice que gustaría visitar.

Habíamos convenido con el conductor que en Sary-Tash, ya a mitad de camino de Osh, nuestro destino, que allí dejaría el camión que debería cargar carbón en su camino de regreso, y continuaríamos viaje en su coche hasta Osh. Hasta aquí todo bien, es la una de la madrugada, paramos en Sary-Tash, tomamos una sustanciosa sopa compuesta por carne, patatas y pimientos, era nuestra primera comida desde la hora del desayuno, y tras el té el conductor se enzarza en numerosas llamadas telefónicas ninguna de las cuales parecen dar el resultado que él busca. . . Al rato, en la oscuridad aparece un coche con tres individuos. Conversaciones sin acuerdos a la vista. Se largan. Cerca de las dos de la mañana y todo está como boca de lobo. Hemos propuesto hace un rato buscar una guesthouse y hacer noche allí. Nada. La carencia de una lengua común... Empezamos a desconfiar. Parece que el conductor no está dispuesto a perder parte del precio del pasaje, lo que sucedería si nos quedáramos allí. Terminamos por hacerle entender que se acabó, que nos vamos. No le gusta pero acaba llevándonos a un pequeño hotel donde al final pasaríamos la noche después de acordar un precio conveniente a todos.

En el cielo brilla una luna fría y silenciosa. Hace frío. Nos metemos en la cama después de un té que nos ofrece la chica encargada de la guesthouse. Son cerca de las tres de la mañana.


NOTA. El texto anterior está extraído de un libro que recoge parte de nuestro viaje de un año alrededor del mundo por tierra. Este volumen recoge el tránsito por Italia, Grecia, Chipre, Turquía, Georgia, Azerbayán, Armenia, Uzbequistán, Tajikistán, Kirguistán, Kazakhstan, China, Japón y Taiwán. Se puede adquirir en Amazón siguiendo el vínculo de más abajo. La segunda parte de este viaje se puede ver en Viaje a las antípodas.


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