El Chorrillo, 27 de octubre de 2023
Anoche leyendo Los
alpinistas de Stalin, sobre una expedición rusa que intenta la primera ascensión
al pico Stalin en el Pamir, descubrí que parte del recorrido que hacen los
expedicionarios desde Osh, Kirguistán, se corresponde con la ruta que
hicimos Victoria y yo hace unos años a través de la meseta del Pamir, uno de
los viajes más magníficos de nuestro historial viajero. Busqué lo que había
escrito entonces mientras atravesábamos las montañas de Tayikistán y me pareció
oportuno e interesante subirlo a mi blog. Estas son las notas del diario de
entonces:
Khorog, Pamir, Tayikistán, 27 de septiembre de 2015
Salimos de Khojand hace días. A pocos kilómetros un
individuo vestido de uniforme levanta un palo rojo y, señalando a nuestro
coche, indica con él que nos echemos a la cuneta. El conductor, obediente,
para, revuelve en el salpicadero y saca unos cuantos billetes, el equivalente a
un euro o dos, sale del coche, se acerca al policía sumisamente y le entrega
los billetes. Éste, con una indiferencia forzada y mirando a otro lado los
recoge y se los mete en el bolsillo a la vez que ya está levantando su palito
de nuevo para parar al siguiente vehículo. Este hecho se repitió durante todo
el viaje cada vez que encontramos un policía en la carretera, unas diez veces
más o menos. Nos entendemos por gestos con el conductor. Sus gestos dicen: si
money no control ni passport. A veces el arcén lo ocupan una docena de
vehículos cuyos conductores siguen los pasos del nuestro que he descrito más
arriba.

Hemos recorrido ya la mitad de Tajiskistán y la
situación es idéntica en todas las carreteras que hemos usado. Sistemáticamente
cada pocos kilómetros aparece un policía que saca su palito y exige su derecho
contributivo. Llegar a esta situación ha debido de necesitar de décadas de una
corrupción endémica, no se explica de otra manera el que toda la población
acepte con tanta normalidad esta humillación que imponen las fuerzas del orden
público en las carreteras, donde en vez de guardianes del orden aparecen como
vulgares atracadores de los barrios bajos de una gran ciudad. En un viaje que
hicimos entre Senegal y Malí, en donde viajábamos mil y la madre y en el que la
baca del coche estaba ocupada totalmente por metro y medio de alto de abigarrado
equipaje, el derecho de pernada de los policías se resolvía con más dificultad.
Allí la amenaza de la policía si no se pagaba cierta cantidad era desmontar
todo el equipaje para chequearlo, algo que podía llevar medio día. En este caso
había una parte importante del pasaje que se negaba a pagar. Se organizaron
unas asambleas dignas de recogerse en una película. También allí los policías
querían money money por ejercer la vista gorda sobre la identidad y el equipaje
de los viajeros.

Complementando esta puntillosidad monetaria se
encuentra otro tipo de funcionario apostado en su garita junto a una barrera
que cruza de parte a parte la carretera entre Dushanbe y Khorog. Perdí la
cuenta de estos controles, cerca de la decena. Nuestro permiso para atravesar
el Pamir nos costó tres días y tres viajes a las oficinas de la policía de
Dushanbe. Ahora en cada control demoran diez minutos comprobando el permiso y
los pasaportes. A veces asoma por la puerta del coche la cabeza de un soldado
armado hasta los dientes. Uno de ellos me mira con insistencia como queriendo
algo de mí, termina por preguntarme si hablo inglés y me pide el pasaporte. Es
tan ridícula su pose de arrogancia que casi se me escapa la risa.

En una de estas situaciones fue cuando se me perdió
un moco. Estaba yo haciendo prospecciones en el interior del agujero derecho de
mi nariz, había alcanzado el extremo de un respetable, por su tamaño y
consistencia, moco seco en la parte sominal con gran esfuerzo, lo despegaba
despacio y con mimo puesta toda mi atención en el evento, lo despegaba poco a
poco para que el pequeño meteorito quedara intacto entre mis dedos y así poder
moldearlo a posteriori durante unos pocos kilómetros, salía y, zas, frenazo, el
enésimo control de la policía había aparecido al salir de la curva. Pasaporte,
pasaporte, me urgió Nafas, nuestro chófer; tuve que dejar precipitadamente la
prospección para hurgar en mi bolsillo a la búsqueda del pasaporte. Lo
encontré, se lo pasé y, justo en ese momento me acordé del moco, ¡hostia!, he perdido
el moco, me dije angustiado. Miré con desolación hacia el exterior como quien
hubiera perdido a su mejor amor. Estaba oscuro y una luna gorda asomaba por el
borde negro de una montaña. Me entregaron el pasaporte cinco minutos después y
¡helá!, lo iba a meter en mi bolsillo cuando descubrí al tacto el moco que,
asido como pudo, había salvado su vida pegado a la cubierta del pasaporte.
¡Aleluya! Me sentí reconciliado con el mundo. ;-)

Quizás antes de dejar a la policía en paz convenga
hablar de la esquizofrenia del individuo que está al cargo de la representación
de este país, un tal Emomali Rajmonov, que, procedente de la antigua maquinaria
soviética, se hizo con la presidencia tras la independencia y ahí sigue hoy sin
asomo de que quiera dejar el cargo al que parece agarrarse con uñas y dientes.
La historia se repite en toda Asia Central sin muchas variaciones, antiguos
mandatarios comunistas que tras la independencia ejercen un poder totalitario
más o menos disfrazado de democracia. El caso de este Rajmonov es de traca, al
menos para los que atravesamos el país. Su jeta es como Dios, está por todas
partes, una prodigalidad tal y en tales tamaños que es imposible de todo punto
dejar de verlo por más de cinco minutos vayas donde vayas. El país está empapelado
con su jeta. Un padre de la patria que se exhibe vestido de futbolista, se
mimetizar con agricultores o aparece cándidamente con un niño en brazos no
puede ser más que un paranoico, alguien necesitado urgentemente de un
psiquiatra.

Por lo demás el viaje de hoy era hermoso, uno de
los más hermosos que pueda hacerse en el mundo. Desde Dushanbe se sigue un
paisaje donde se alternan los cultivos y los parajes desérticos, pero tras la
ciudad de Kulob el desierto gana poco a poco peso convertido en un espacio de
lomas amarillas perfectamente redondeadas que dan al paisaje el aspecto de un
enjambre de cúpulas que enterraran su base en lo hondo del terreno. Después
llega un instante espléndido en que tras un cambio de rasante la carretera se
precipita hacia los dominios de Waham Valley, una magnífica depresión recorrida
por el río Panj que hace de corredor y frontera por centenares de kilómetros
entre Afganistán y Tayikistán. Frente a nosotros se alzan, al otro lado del
río, altas y agrestes montañas en cuyas laderas la desolación y el aislamiento
son las notas dominantes. Por cerca de cuatrocientos kilómetros recorreremos a
partir de ahora este valle. El valle corre en esta parte sobre un llano de
detritos en cuyo seno de abren tajos verticales tallados por la corriente
del río. El asfalto hace tiempo que ha desaparecido y rodamos sobre un firme de
piedras sueltas, tierra y un fino polvo que forma nubes al paso de los
vehículos. A veces pienso que es inútil tratar de describir lo que uno ve y
mucho más inútil cuanto más bello y espléndido es el recorrido que uno hace. La
pista, siempre junto al río Panj muestra un mundo efervescente. Una pista que
en algunos momentos tiene el ancho justo para que pase un camión, a veces tiene
un tráfico endemoniado en donde los principales actores son los grandes
trailers chinos que atraviesan la frontera por el Kulma Pass (4600 m.) procedentes de la
provincia de Xinkiang. Ver a estos grandes trailers moverse renqueantes con sus
potentes motores al filo del abismo siempre envueltos en una nube de polvo es
ya un espectáculo. Y más todavía comprobar cómo Nefas, nuestro taxista, los
sobrepasa con un total dominio del volante de su Toyota Land Cruiser. Pero no
se crea que este tráfico es continuo. Rodamos mucho tiempo aislados mientras las
montañas se abren y se cierran a otros valles. Algunas veces en lo alto
aparecen cumbres nevadas, en otros instantes los glaciares cuelgan brevemente
enfrente en lo alto de las montañas. El río baja tumultuoso, térreo, con el
color de todos los detritos que ha ido arrancando a la montaña. Al otro lado
del río, Afganistán ya, corre una estrecha pista que parece cincelada sobre una
ladera de roca rigurosamente vertical. Aquí y allá un pequeño oasis de verdor
ha sido aprovechado por aldeanos afganos para crear un pequeño asentamiento de
una veintena de casas.

Tras muchas revueltas el río llega a ser tan ancho
como un lago, el agua se remansa entonces como poniendo una nota de dulzura en
la dura agresividad de un paisaje pétreo donde pareciera imposible vivir.
Pasamos por pequeñas agrupaciones de casas donde los niños juegan a la pelota o
se entretienen con el agua de una fuente. Un anciano ciego que camina del brazo
de una señora de mediana edad hace que piense en la intemporalidad que yo
siento como componente esencial de estos valles. Una vida que se va entre unos
pocos roquedales, unas cabras, unas vacas, el cuidado de los aperos, recoger
leña, la crianza de los niños –se ven muchos muchos niños y jóvenes por el
valle– y poco más. Y cuando he dejado al anciano atrás pienso que acaso tanto
monta, que damos mucha importancia a lo que hacemos cuando acaso vivir de una
manera simple sea un cometido suficiente. Pensaba que quizás nuestra
sofisticada vida moderna con tantas opciones posibles sólo consigue enmascarar
algunas de esas pocas cosas importantes de la vida que se esconden entre los
trabajos diarios, la familia, los hijos, las fiestas, el ciclo de las
estaciones por el que tantas veces se rige la vida del campo.

Terminó haciéndose de noche. Salió la luna y al
fragor del río, en dueto continuo con el del motor, de vez en cuando todavía se
le unía el de algún camión aislado que con sus ojos de monstruo de hierro
aparecía frente a nosotros, se unía ahora la fantasmal cabalgada entre las
montañas que en su veladura nocturna aparecían todavía más impresionantes y
enigmáticas. La luz de la luna bañaba débilmente las entalladuras y las paredes
de granito dándoles un aspecto un tanto fantasmal.
Llegamos a Khorog a medianoche, todo estaba como
boca de lobo. En nuestro "hotel" costó despertar al dueño cuyo sueño
no fue posible romper ni siquiera golpeando con fuerza la puerta. Una vecina a
quien despertaron nuestras voces hubo de llamarle por teléfono.
Khorog, Pamir, Tayikistán,
Ya hablé de ellos algunas veces, me encontré con
muchos en mis trotadas por los Alpes, los Pirineos o en algún lejano rincón del
mundo; pertenecen a una raza especial de hombres y mujeres que un día indagando
aquí y allá en qué consistía la vida y en el modo de hacer ésta más atractiva e
intensa descubrieron a las puertas de una pasión nueva que la fuente de toda
plenitud está lejos de la comodidad y que, caprichosa ella, parecía encontrarse
lejos de las convenciones corrientes. Intuyeron que cierta felicidad habita
entre los intersticios del esfuerzo, la aventura, la superación de sí mismo o
la íntima convivencia con los elementos.
Venía lleno de sol y del aire de los caminos, la
piel curtida, la tranquila mirada de quien ha vivido en los caminos infinidad
de lluvias y fríos; un solitario ciclista que poco a poco va dejando sus
huellas por los infinitos rincones del mundo. Su melena de vikingo de muchas
batallas caía sobre sus hombros enmarcando su rostro de monje de otro tiempo;
su sonrisa suave como brisa de verano se esbozó cálidamente cuando mi habitual
entusiasmo alcanzó a su retina. Pequeños dioses que alumbra esta tierra nuestra
a lo ancho y largo de sus continentes. Anónimos héroes de sí mismos que
recorren el planeta y cuya mirada va besando las orillas del mundo, sus valles
y sus desiertos con la ardorosa humildad de quien recrea una hermandad
desconocida en cada curva del camino; hermandad con los elementos, las lluvias,
el sol, el frío, con las gentes y su historia. Bellos y cubiertos de polvo,
fuertes, austeros, con la paz que da el esfuerzo y la convivencia con lo
elemental. No me cansaré nunca de cantar a estos hombres y mujeres jóvenes
que recorren en solitario el mundo a pie o subidos en sus bicicletas, esa clara
sabiduría de quien busca en uno mismo, en la naturaleza y en la interrelación
de ambos el valor de la existencia, la posibilidad de que en la confrontación y
la relación de entre ellos broten hermosos instantes de vida y pasión.

Hablo de Helmuth. Nos tropezamos con él mientras
nos dirigíamos al pueblo. Llevaba su bicicleta de viejas andaduras del
manillar. Al modo de los viejos trotamundos sus alforjas daban testimonio de
una larga andadura. Helmuth cumplía más de cuatro años subido en su bicicleta,
todos los continentes conocían las huellas de sus ruedas. En el mismo albergue
conoceríamos más tarde a una chica finesa de aspecto oriental que llevaba un
año y medio pedaleando entre alguna parte de Finlandia y el Pamir. A esta
alturas del viaje, aquí en donde los valles de las cordilleras más altas del
planeta se comportan a modo de embudo por donde necesariamente han de pasar los
viajeros más decididos, uno termina tarde o temprano por cruzarse con alguno de
ellos, gente a la que los desiertos o los puertos cercanos a los cinco mil
metros no sólo no arredran sino que ellos mismos, su soledad, la aridez, la
desproporcionalidad de su desmesura y dificultad sirve como acicate para una
hermosa aventura.
Mañana otoñal la de hoy, fría, de un sol perezoso
que te obliga a abrigarse. El albergue está solitario y silencioso. Las
gallinas cacarean. Esperamos al taxista que ha ido a indagar por el pueblo a
ver si localiza a otros pasajeros.
Estas notas terminan en Khorog, antes de emprender
nuestro viaje hacia Murgab, ya en el altiplano del Pamir, pero como este post
va de esos héroes que nos venimos encontrando en Centro Asia sobre sus
bicicletas, anticipo acontecimientos. A lo largo de la ruta volvimos a
encontrárnoslos. Rodamos en los cuatro mil doscientos metros sobre el plano
superior del Pamir, hacía un viento de tirarte al suelo que levantaba grandes
nubes de polvo. Bueno, pues allí venían de frente dos mozas y dos tíos
pedaleando contra el viento en el último tramo de la tarde. Enfundados en sus
plumíferos con la cara cubierta semejaban unos aparecidos en aquel paisaje
lunar. Otro ejemplo más. Se lo comentaba después a un ciclista inglés con el
que coincidiríamos en la guesthouse por la noche en Murgab. No le dio ninguna
importancia, para él era el pan de cada día; también él pertenecía al gremio de
los trotamundos de la bicicleta, llevaba ocho meses pedaleando desde
Londres. Le quitaba importancia a estas cosas, cuando el cuerpo se
acostumbra a un tipo de vida la cosa va sobre ruedas. Nunca mejor dicho.

Murgab, Pamir, Tayikistán, 29 de septiembre de 2015
Día de descanso en Murgab, una localidad de casas
dispersas en el altiplano a cuatro mil metros. El sol calienta tibiamente a
través de los cristales, un jersey es suficiente para sentir un agradable
confort en esta mañana de otoño. El llano esta rodeado de altas montañas de
aspecto desolado, esa clase de belleza adusta que corresponde a los parajes que
apenas han sido transitados desde la creación del mundo. Es difícil hacerse a
la idea de cómo es la vida aquí en la estación más fría. Ayer paramos a comer
algo en una pequeña aldea en casa de un amigo de Ahmed, nuestro conductor, y
pudimos conversar brevemente con algún vecino. El lugar en donde lo hacíamos
era una habitación rectangular cubiertos el suelo y las paredes por alfombras.
Era un espacio acogedor y tranquilo rodeado por un paisaje severo abierto a los
vientos por los cuatro costados. Nos decían que la temperatura puede llegar
allí a los cuarenta o cincuenta grados bajo cero en invierno. Me he encontrado
algunas veces con estas temperaturas en mis lecturas, cazadores en la cuenca
alta del Makenzie, en Canadá o en algunos relatos o documentales sobre los
inuits, pero nunca llegué a comprender físicamente qué significa eso, tan
extremosa me parece esa temperatura. Si a ello le sumamos la altitud a la que
se encontraba la casa, su exposición al viento, la nieve y que en absoluto los
edificios tienen un especial aislamiento, mi comprensión todavía se hace menor.
Todo lo que uno desconoce -ah, nuestra ignorancia-, se vuelve obtuso e
inexplicable. Hablamos también de la escuela. Sí, sí tenían escuela, escuela y
médico de medicina general. El médico lo tienen que pagar y si necesitan un
especialista o atención de urgencia tienen que bajar a Khorog o incluso a
Dushanbe, algo bastante improbable de realizar en invierno e imposible de atender
económicamente por unas familias que apenas deben de ganar para subsistir.
Sobre el tipo de comida de que se alimentan a estas alturas uno puede hacerse
una idea con la que tuvimos nosotros, un cuenco de yogur que se tomaba a modo
de sopa mezclándolo con pan, un platillo de mantequilla, té y unas manzanas que
había comprado Ahmed en la mercado de Khorog por la mañana.

Fuera, al sol, la abuela tejía una rústica alfombra
con sus manos de sarmentosos dedos. Tenía setenta y cuatro años mientras
su marido con su barba de rabino y vestido con el atuendo a la usanza de la
región contemplaba su trabajo. Algunas mujeres llevaban cubierto el rostro.
Pregunté, es por el frío, me dijeron. El diseño de las edificaciones no ha
pasado por algo que pueda entenderse como consideración estética, un simple
paralelepípedo, en el que se abrían algunas reducidas ventanas y la puerta, eso
era todo. A pocos metros de la casa existe una pequeña construcción destinada a
los servicios, de hecho una estancia totalmente vacía con un agujero en el
suelo. La techumbre la compone una superficie plana de material. Las casas, de
muros de adobe, están encaladas y se extienden diseminadas por el llano sin
orden aparente. En las afueras un montón de basura señala la posición del
vertedero comunal. El pueblito se llamaba Alichur, se encuentra un poco más
allá del Koi-Tezek Pass. Para terminar la descripción del lugar hay que añadir
que en la casa donde pernoctaríamos, en Murgab, junto al cuarto destinado a
retrete existía otra habitación que enseguida me recordó unas escenas del
"Manantial de la doncella", aquella sauna que sirve a Max Von Sydow
para rescaldar su cuerpo antes de flagelarse con ramas de abedul, un lugar
acogedor con una estufa en un rincón, un entarimado en el suelo y un pequeño
repollete. En un rincón humeaba un gran barril de agua.

Viajes como el de ayer en realidad son viajes a
ninguna parte, el viaje encierra en sí mismo toda la razón de ser, no se trata
de ir de un punto de interés a otro; en este caso ni el punto de partida ni el
de llegada tenían atractivo especial, era el valle desfilando ante nuestros
ojos, los glaciares colgando de las agresivas picorotas que se erguían en las
alturas, los bandazos del coche de uno a otro lado de la pista, la aparición de
un pueblo sumergido en un pantano, los colores cambiantes de las montañas desde
la sedosa textura al pastel de algunas laderas a la agreste y oscura
verticalidad que venía en lo alto a estrellarse contra los seracs de algún
glaciar. Todo un plato de gusto para los sentidos. El viaje es tan intenso en
estos lugares que no cabe la idea de pensar en un destino, el destino es algo
que se renueva a cada minuto, a cada vuelta del camino, cada vez que un bosque
de sauces aparece junto al río dorando con sus hojas otoñales una parte del
conjunto.
La carretera, que lleva el nombre de Highway del
Pamir, la construyeron los rusos en los tiempos de la invasión de Afganistán.
En ella cortos tramos de asfalto se alternan con largos recorridos sobre un
macadán de piedra y polvo; cerca de cuatrocientos kilómetros que exigen todo un
día de camino.
Terminamos el día en un guesthouse que pertenece a
los padres de Ahmed, nuestro joven chófer. Su madre, una mujer menudita de
acaso un metro cuarenta de estatura va a ser la encargada de atender todas
nuestras necesidades durante nuestra estancia en Murgab. Durante el día nos
encontraremos constantemente su carita risueña y bondadosa pendiente de
ofrecernos un té o cualquier otra cosa que podamos necesitar.

Nuestra velada de anoche se alargó al calor de una
conversación que iba de un lado a otro del mundo como si el espacio hubiera
desaparecido. Los contertulios, una pareja francoinglesa y un ciclista alemán
que llevaba ocho meses de pedaleo desde que saliera de Berlín. Consumimos dos
grandes teteras antes de marcharnos a la cama. Hoy, cuando despertamos ya
habían volado. Disfrutamos una tranquila ociosidad en el silencio de la casa.
Victoria anda con problemas de estómago y reposa tumbada sobre la alfombra.
Nuestra habitación es un acristalado mirador hacia las montañas. En un rincón
de la habitación un reloj de pared marca con su tic tac el paso del tiempo. Las
paredes están cubiertas de alfombras y junto a la puerta las jambas están
adornadas por imágenes de esos ciclistas a los que loaba en mi último post. Nos
decía ayer el ciclista alemán que en realidad para ellos esto es como el Camino
de Santiago de Asia Central. Levanto la cabeza y abajo, en la carretera, veo
pasar dos ciclistas más. La repera, la locura parece haberse adueñado de gentes
de todo el mundo empeñadas en atravesar estos lugares en bicicleta. No me
parece menos esta aventura loca de dedicar un año o dos de la vida a recorrer
las cordilleras y los desiertos de Asia Central. Hermosa locura, por cierto.

Osh, Kirguistán, 1 de octubre de 2015
El todoterreno donde viajamos ha hecho popooooo y
se ha parado en medio del páramo. Montañas, desierto, matas, desolación y un
frío que pela. Ahmed, de nuevo nuestro taxista, ha levantado el capó, ha mirado
en el motor, ha tirado de una goma rota y enseguida se ha visto en su cara que
aquello no tenía solución. Tampoco hay cobertura de teléfono. Sólo cabe esperar
a que pase otro vehículo. Victoria y yo nos hemos dado una vuelta por la
carretera pero nos hemos tenido que refugiar en el coche, hace frío y el viento
sopla con alguna violencia. Somos cinco los pasajeros, un anciano que viaja a
Alay, cerca de la frontera y dos hombres jóvenes, uno de ellos es kirguí y nos
decía ilusionado que está esperando a su segundo hijo, vive en Osh, la ciudad
de Kirguistán a donde nos dirigimos. El panorama de momento no es grave,
dependemos de un coche que pueda pasar durante el día. Es una carretera en
absoluto transitada.
Después de media hora para un todoterreno en el
sentido que llevamos nosotros. Tras diez minutos hay movimiento de equipaje,
parece que el anciano ha encontrado acomodo en el otro vehículo. Ya quedamos
cuatro. Dentro del coche reina un paciente silencio. Ahmed ha puesto música, el
viento mueve ligeramente el vehículo.

Hacía bonito esta mañana nada más levantarnos, se
estaba bien al resguardo de los cristales en la sala de estar leyendo algo de
poesía y un libro de viajes que hablaba de la Ruta de la Seda. Mañana liviana.
Esperábamos a Ahmed que había ido al bazar a ver si encontraba más pasajeros para
nuestro viaje a Osh. Viajar por esta zona en esta época es siempre azaroso, no
hay otro medio de locomoción que taxis compartidos y hay que echarle paciencia.
A veces no es posible completar el pasaje en todo el día. De hecho ayer tuvimos
una larga "negociación" con Ahmed, siempre tan difícil cuando no se
tiene una lengua común para determinar si asumíamos el costo total del vehículo
o esperábamos un día más a que llegaran más pasajeros, que pueden llegar o no.
Esperar indefinidamente a cuatro mil metros de altura en una casa no preparada
para el frío, a que alguien vaya a hacer el mismo viaje que tú no es una
situación muy halagüeña que digamos.
De momento la cosa va bien, con las puertas del
coche cerradas la temperatura es buena y tenemos la escritura o los libros para
afrontar el día. Lo peor será si pasan las horas y no aparece ningún vehículo.
Otra media hora ha pasado sin que la calma del páramo sea alterada por ningún
ruido de motor.
Una hora más. Nada. Seguimos esperando. El tiempo
que he dedicado a leer la historia de Kirguistán, su situación política, su
economía, esas cosas. Inauguro mi segunda hora de espera con un libro de
Skármeta "La velocidad del amor (match ball)". Lectura escuchada. Siento
el gusto de encontrarme con una voz conocida, el lector de la ONCE, una voz apacible y sin
prisa que parece recrearse en la lectura y en los acontecimientos que va
narrando, es una de esas personas que uno no conoce pero con la que ha
recorrido caminos de literatura entrañables. La voz y sus juegos de luces y
sombras, la manera en que los asuntos van brotando y creciendo párrafo tras
párrafo en la cadencia de los sonidos que a veces parece una música, tienen una
importancia capital para el lector (escuchador en este caso). Un lector
mediocre puede arruinar una buena novela, hacer tedioso un ensayo e imposible
de seguir un libro de poemas. Lo contrario puede ser la celebración de una
pequeña fiesta si el libro es bueno; y el libro de Skármeta, del que no tengo
ninguna referencia, lo parece después de diez minutos de lectura.
Cuatro horas de espera más y aparece, lejano,
envuelto en una nube de polvo, lo que será un camión de ganado que se dirige a
Kirguistán a recoger una carga de carbón. Tras la acostumbrada negociación y
una vez establecido el precio del porte trasladamos nuestro equipaje a la caja
del camión ocupada solamente por unas pocas cabras. Nuestro equipaje bailará de
un lado a otro durante todo el viaje; también las bolsas del tercer viajero, el
que está esperando un bebé, ocho o nueve bultos tendrán tiempo de descoyuntarse
y llenarse de porquería. Yo ocupo una cama tras el conductor y Victoria y el
otro pasajero irán delante. Pero no tardo en aterrizar en la parte delantera
cuando veo asomar las grandes montañas cubiertas de nieve. Mi condición de
fotógrafo y de amante de las montañas me disculpa de las molestias que origino
tratando de hacer algunas tomas desde el frente de la cabina. Hacer algunas
fotografías en estas condiciones se asemeja a la tarea de fotografiar algo
desde la grupa de un caballo salvaje. Pero es que es tan hermoso todo el
recorrido... La tarde va cayendo poco a poco mientras atravesamos un paisaje
rabiosamente bello e inhóspito. El camino, esto que llaman la Highway del Pamir, en
ocasiones es un ancho sendero difícil de reconocer y que algún alma generosa ha
señalizado con hitos. Otras veces las riadas han arrasado la pista y el camión
debe descender al lecho del río, atravesarlo dando bandazos y emprender una
ardua subida para incorporarse a la pista. Cuando mis disculpas para ir delante
ya no son válidas paso a ocupar la cama trasera. Las montañas desaparecen en la
oscuridad y las débiles luces del camión semejan una candela en aquel desierto
de piedra y nieve. Atravesamos el Kyzyl-Art Pass, algo más de cuatro mil
seiscientos metros, completamente de noche, la cuneta de la carretera está
cubierta de nieve y el hielo cubre las superficies encharcadas de los
alrededores.

Antes nos detendremos un buen rato en el puesto
fronterizo tají, unas casuchas perdidas en la noche en uno de los lugares más
inhóspitos que pueda pensarse. Y una hora más tarde, cerca de la confluencia
con la carretera que lleva a Khasgar, en China, emplearemos otra media hora en
los trámites del paso de frontera de Kirguistán. Mientras se ventila el
papeleo, es pasada la media noche y el frío es intenso, los soldados nos
invitan a entrar a un cubículo de hierro rescaldado con una estufa de carbón.
Hablamos de fútbol, naturalmente... y de gastronomía, curiosamente, y también
del museo del Prado que uno de los soldados dice que gustaría visitar.

Habíamos convenido con el conductor que en
Sary-Tash, ya a mitad de camino de Osh, nuestro destino, que allí dejaría el
camión que debería cargar carbón en su camino de regreso, y continuaríamos
viaje en su coche hasta Osh. Hasta aquí todo bien, es la una de la madrugada,
paramos en Sary-Tash, tomamos una sustanciosa sopa compuesta por carne, patatas
y pimientos, era nuestra primera comida desde la hora del desayuno, y tras el
té el conductor se enzarza en numerosas llamadas telefónicas ninguna de las
cuales parecen dar el resultado que él busca. . . Al rato, en la oscuridad
aparece un coche con tres individuos. Conversaciones sin acuerdos a la vista.
Se largan. Cerca de las dos de la mañana y todo está como boca de lobo. Hemos
propuesto hace un rato buscar una guesthouse y hacer noche allí. Nada. La
carencia de una lengua común... Empezamos a desconfiar. Parece que el conductor
no está dispuesto a perder parte del precio del pasaje, lo que sucedería si nos
quedáramos allí. Terminamos por hacerle entender que se acabó, que nos vamos.
No le gusta pero acaba llevándonos a un pequeño hotel donde al final pasaríamos
la noche después de acordar un precio conveniente a todos.
En el cielo brilla una luna fría y silenciosa. Hace
frío. Nos metemos en la cama después de un té que nos ofrece la chica encargada
de la guesthouse. Son cerca de las tres de la mañana.
NOTA. El texto anterior está extraído de un libro que recoge parte de nuestro viaje de un año alrededor del mundo por tierra. Este volumen recoge el tránsito por Italia, Grecia, Chipre, Turquía, Georgia, Azerbayán, Armenia, Uzbequistán, Tajikistán, Kirguistán, Kazakhstan, China, Japón y Taiwán. Se puede adquirir en Amazón siguiendo el vínculo de más abajo. La segunda parte de este viaje se puede ver en Viaje a las antípodas.