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lunes, 27 de diciembre de 2021

La intimidad y el Big Data

 


Diógenes el Cínico


El Chorrillo, 28 de diciembre de 2021

 

Mi amigo Cive, José Antonio para los amigos, se interesaba ayer por algunos cabos sueltos que no cuadraban cuando yo mostraba mi entera despreocupación por que mis datos personales, lo que pienso o dejo de pensar, lo que siento, esté colgado en Internet a disposición de los buitres de los datos (así los llama él). El Gran Hermano no sólo nos vigila como el ojo omnisciente de un Dios que está en todas partes siguiendo nuestros pasos, sabiendo lo que consumimos, las webs comprometedoras que frecuenta un buen padre de familia en momentos de soledad, conociendo lo que pensamos, quienes son nuestros amigos, a qué ideología política somos adictos, qué religión practicamos, un dios a tiempo real que no sólo sabe dónde hay una retención de tráfico en cualquier parte del mundo o el número de personas que en determinado momento visitan el supermercado frente a tu casa. Y lo más gracioso es que todo eso sucede porque nosotros lo permitimos e incluso lo alentamos directa o indirectamente.

Tú me proporcionas la posibilidad de comunicarme con mis amigos e intercambiar con ellos información, pensamientos, deseos, fobias, etcétera y a cambio te guardas en el bolsillo toda esa información; tú me facilitas la posibilidad de difundir lo que escribo, las imágenes que salen del laboratorio del Photoshop, ideas que deseo compartir y a cambio todo ese material lo transformas en rentable información que vender al mejor postor, o que retienes con espurias intenciones. Estamos en el ámbito del camino que llevará inevitablemente algún día a esa distopía que vemos en el horizonte… si no se le pone remedio.

Todo eso es así, pero, le decía yo esta mañana al amigo Cive, es que nadie da duros a peseta. De parecida manera a como quién hace la ley hace la trampa, esta gente te ofrece medios de difusión y de comunicación a espuertas, pero no gratuitamente, el costo está ahí a la vista. Quieres ir de aquí a tu pueblo el fin de semana y compruebas el tráfico; Google te ofrece la posibilidad de evitar caravanas porque sabe del tráfico, pero no lo conoce porque se lo haya contado un angelito que vigila las carreteras, lo sabe porque los usuarios, que tienen conectados el gps del teléfono, están mandando a Google continuamente su ubicación; si sabes que el supermercado de la esquina tiene mucha o poca gente es porque los teléfonos de los clientes están suministrando en todo momento a Google sus movimientos. Bien hasta aquí, cosas útiles que nos ayudan a evitar atascos, pero que a renglón seguido va a conceder a estos señores la posibilidad de ofrecerte un hotel, un restaurante, o un montón de productos más en la ruta que estás siguiendo, y ello sin contar con que ese ojo que te vigila  puede utilizar tus datos de manera mucho menos inocente. ¿Alguien puede imaginar qué hubiera sido el Big Data en manos del fascismo, de Franco tras la Guerra Civil?

Es totalmente deplorable que a esta gente no se le paren los pies, pero, como decía el otro día Nieves Concostrina, las alfombras de las sedes de la Unión Europea, las del Capitolio y las de todos los estados del mundo están raídas por el paso continuado de los lobbies que las asedian. El poder económico y el político, hermanados en fraternal convivencia tienen desde siempre tantísima afición a ejercer de pastores de rebaños, que difícil va a ser que suelten prendan y nos traten con el debido respeto. Rebaño somos y en rebaño nos convertiremos, entre otras cosas gracias al manejo psicológico y sociológico del Big Data que suministra de continuo el grado de imbecilidad que es capaz de asimilar un pueblo, el de Madrid sin ir más lejos, y por consiguiente le ayuda a diseñar el discurso más conveniente para que la gilipollez y la estulticia sigan siendo claves a la hora de emitir un voto.

Que sí, que mi amigo tiene razón con todo ese asunto de la recopilación de datos. Sin más aquella de Amy Webb, cuya tesis principal expuesta en su libro Los nueve gigantes, se puede resumir en que “los gobiernos y cientos de empresas espían a los ciudadanos a todas horas, todos los días; rastrean todo lo que pueden, la ubicación, las comunicaciones, las búsquedas de internet, la información biométrica, las relaciones sociales, los problemas médicos, las compras…”. Eppur –como en otras ocasiones– la terra si muove. Es decir, no se acaba ahí la vida, porque si bien es desconcertante y criminal el uso que hacen de nuestra presencia en Internet o en las redes, también es cierto que si te la trae floja toda esta piratería (cojones tiene que hablen de piratería cuando alguien se salta los derechos de autor para leer o escuchar algo, y esto que hacen Google y Facebook, algo con creces mucho más grave, se lo considere una piadosa aportación al acerbo colectivo), es cierto, decía, que si te la trae floja desde el punto de vista personal, la cosa puede no ser tan grave.  

Le decía a José Antonio que cualquiera que lea lo que escribo por ahí creo que comprende que, en lo que se refiere a mi persona, me importa un bledo el Big Data y todo lo que se le parezca. Desde luego cosas de la edad y de esas reflexiones que tantas y tantas veces me surgen cuando desde el agujero de mi saco de dormir contemplo el firmamento. Tan poquita cosa como es uno... imagínate, le decía, las grandísimas preocupaciones que pudiera tener una de esas miles de hormigas que se mueven bajo tus botas cuando caminas por los bosques. Desde ese punto de vista esa buitrería que se ceba de datos, no llega ni siquiera a eso de pelillos a la mar. Y para mí que todas estas cosas se agudizan con la edad. A veces a uno le entran ganas de reírse de tanta paparrucha con la que inundamos el cerebro los homo sapiens sapiens. Recordemos aquella famosa cita de Shakespeare en Macbeth... de que la vida es un cuento contado por un idiota. Eso mismo. Simplemente sucede que junto a nuestra proyección social –animales sociales somos en definitiva– existe también una parte personal que es inmune a la presencia de los buitres, un aspecto de la persona que perfectamente puede prescindir de lo que hagan o no con los datos de uno, vamos, que me la trae al pairo.

El que a mí me parezca un hecho que debería ser penado por la ley, me refiero a esa usurpación de datos, creo que puede convivir perfectamente con el hecho de que yo siga expresando lo que me dé la gana en mi blog o en las redes, que es algo que  se corresponde desde nuestros más lejanos ancestros con esa necesidad de expresar, narrar, decir lo que te pasa por el magín, y que no es otra cosa lo que harían los hombres primitivos en su cueva junto al fuego de invierno después de una larga jornada de caza. Reunirse y conversar, cotillear, expresarse. Quizás esa escena nocturna alrededor del fuego de gente que conversa sea lo más parecido a lo que son hoy las redes sociales o la escritura que vamos dejando en un blog.

No me afecta eso que José Antonio denomina una nueva forma de dominación ejercida sobre todos aquellos que, con mayor o menor intensidad y frecuencia, entramos en la World Wide Web. Nadie impone una supremacía sobre mí por el hecho de disponer de información sobre mi persona. Me considero demasiado poquita cosa para que eso pueda darse. Por otra parte, si al hilo de este asunto trajéramos a colación a Diógenes el Cínico y su modo de vida y encontráramos a un periodista que pudiera hacerle una entrevista, quizás sus respuestas pudieran aliviar, al menos a nivel personal, ese signo catastrofista que veía yo en el mail de mi amigo José Antonio.   


domingo, 26 de diciembre de 2021

El viento hace al águila, la montaña nos hace a nosotros.

 

Imagen propiedad de: Depositphotos


El Chorrillo, 26 de diciembre de 2021

 

Hola, Mico. Salgo a por leña para la chimenea y veo aparecer a Mico en la oscuridad. Hemos estado todo el día en una fiesta de familia y nadie le ha echado de menos. Se había quedado encerrado en la cabaña y cuando la he abierto a la noche ha salido disparado a buscar un rincón conde aliviarse y ahora vuelve de nuevo a mí. Es la hora en que le veo asomarse a mi ventana arañando el cristal para que le abra la puerta, para que salte a continuación sobre mi regazo y así acurrucarse como si fuera un bebé que tras la teta queda adormecido en los brazos de su madre. Así todas las noches. Me encanta. Para que digan que los hombres no tenemos instinto materno. Cada noche, cuando me siento a leer ante la chimenea, siempre es así. Tengo que hacer equilibrios para sostener el libro entre las manos, siempre en función de la postura que coge mi bebé. Y eso yo, que nunca fui un especial amante de perros o gatos, pero que con gestos como estos, como cuando nuestra vieja Andy, nuestro penúltimo pastor alemán, ya cuando la displasia apenas la permitía caminar, venía cada mañana temprano a mi cabaña, entraba y me  despertaba con largos lametazos sobre la cara…  Pero que con gestos como estos me dejan el cuerpo lleno de ternura.

Como he estado todo el día ocupado, ahora frente al fuego de la chimenea y con Mico en el regazo, antes de ponerme a leer abro la página de FB. Pero antes recuerdo agradecido todo lo que ha sucedido durante la jornada, la disposición de la mesa en el porche, una suficientemente grande para guardar un par de metros de distancia entre cada uno de nosotros, la preparación de la dorada al horno; la dorada –otra clase de dorada– alfombra que el morero próximo a la casa ha extendido para recibir a nuestra familia; la animada conversación a los postres; el deseo de Mario de mostrarnos en el portátil el programa que está haciendo para tener a punto una gran variedad de quesos que él y Andrea fabrican en Valdemanco con el mayor cariño del mundo; mis nietos Manuel y Manuela correteando como locos toda la tarde entre la mesa y la rampa prendiendo bengalas o enarbolando su espada de Godric Gryffindor, esa que Harry Potter esgrime en sus aventuras; una larga conversación que casi nos adentra en las peripecias íntimas de lo que sucede entre hombres y mujeres; la mesura de Malela enderezando la conversación; mi hija pendiente de una videoconferencia para hablar con mi nieta Ainara que ha dado positivo y está en cuarentena; Quique relatando su salida a las Dehesas con sus alumnos del insti. En fin, que se hizo tarde y todo fue como si hubiera sucedido en un abrir y cerrar de ojos.




Así hasta que por fin abrí el FB y me encontré con un extenso comentario de David (podéis verlo en la entrada anterior, El alpinista) que me invitaba a a reflexiones de índole muy diferente. La muerte en primer lugar, que para mí es siempre algo sumamente extraño, algo siempre con el deje de lo incomprensible; existir y dejar de existir, por más que sea evidente, siempre se me presenta como un misterio. David hablaba de ese aspecto en que la muerte de alguien se presenta como una tragedia para la familia o los amigos. En realidad la muerte es un hecho que no afecta al sujeto que muere, no tiene repercusiones en el que fallece puesto que ha dejado de existir, sino que son todos los seres cercanos y queridos los que realmente mascan con su dolor todo el acre amargor que la muerte lleva consigo.

Del resto de lo que hablaba David, ese ambiente en el alpinismo en el que el Ego y sus colaterales, la fama, ser el primero en esto o en lo otro, etcétera, que constituye la comidilla principal de las noticias de montaña y el empeño de tantos escaladores de primera línea, nada que añadir a su comentario; estoy plenamente de acuerdo con él. Sin embargo no  parece que fuera el caso de Marc-André Leclerc, el alpinista del que hablaba ayer, al que lo que realmente le sucedía era que estaba atrapado en su pasión por superarse constantemente a sí mismo utilizando como medio para ello la escalada solitaria de paredes complicadas y extremadamente difíciles; quizás con parecida pasión como la del que se enamora profundamente y día y noche no puede apartar sus pensamientos de su amada, una pasión que alguno de nosotros, los que amamos la montaña, vivimos desde que éramos jóvenes, aunque en grado obviamente diferente; ni mejor ni peor, diferente.

Lo que sucede, como en otras tantas situaciones de la vida, es que en cierto momento de la trayectoria de esa pasión –la personalidad de todos nosotros es en realidad una coctelera– se cruzan elementos que desvían la trayectoria de la intimidad personal, de la pasión sin tapujos, y entonces se ve invadida por los condimentos del mercado, que es lo que tanto le chirría tanto a David como a mí, por los afanes de notoriedad o por la necesidad de llegar más allá que los otros, lo que desvirtúa la esencia de la pasión y de ese amor por la montaña. Ya sabe, lo de siempre, el cocido no sólo está hecho de garbanzos, sólo que si te pasas y echas medio kilo de chorizo o un puñado de sal pues que a lo mejor ya no es cocido, sino otra cosa, algo que a muchos nos sabe bastante mal.

Todos sabemos lo que verdaderamente amamos y nos gusta, por eso cuando conocemos de la mención especial a Silvia Vidal en el Piolet de Oro, levanta mucha más admiración en nosotros esta mujer –por su modo de hacer montaña, sola, sin porteadores, yo me lo guiso yo me lo como, sin gps, en la más absoluta soledad en escaladas que superan las dos semanas– que todas las andaduras del resto de alpinistas que se sitúan por sus records de velocidad o de altura en la cabecera de los periódicos. Si admiramos a Silvia es porque en realidad amamos, deseamos vivir, ese espíritu primario y sencillo de la aventura.

Silvia no se perdió en la coctelera del Ego o de la fama, y hace de sus aventuras una relación intimísima con la montaña. A ella no ha llegado el señuelo de algo ajeno a su propia aventura, por eso la admiramos, porque está en la raíz de nuestra propia pasión hacer de la montaña una relación de íntima interdependencia que, en los casos de mayor entrega, si no viene contaminado con los excesos del ego, el afán de notoriedad o los oropeles de la fama, se convierte para el observador, como en el caso de Silvia, en una sensación de grato reconocimiento.

¿Por qué? Acaso porque ello representa esa esencia que buscamos, la aventura como forma de vida en sí misma, la montaña como modo de relacionarnos con nosotros mismos, experimentar nuestra fuerza, nuestras capacidades, la Naturaleza como un entorno donde crecemos, disfrutamos, amamos o nos sentimos a nosotros mismos con más plenitud. El aire hace al águila, escribió Goethe. La montaña nos hace a nosotros.

Que ese mismo escenario lo utilicen otros para otra cosa, esa feria de las vanidades por ejemplo  en los entornos de los campamentos base del Himalaya de que habla Jorge Echeaga, pues bueno, es su opción. También hay otros que emplean su vida en hacer oro o en ser famoso. Lo cierto es que la verdad en estas cosas no existe. Allá cada uno con su vida, sus sensaciones y con todo aquello que les pueda hacer un poco más felices. Las montañas están llenas de amantes anónimos, que sin tener que dar cuentas a nadie de su íntima relación con ellas, les dedican una parte considerable de su tiempo y de su vida. El pasado verano descendía yo de vivaquear en la cima del Ezcaurre, en Pirineos, cuando en el bosque, en un lugar en que se estrechaba él sendero, vi que se acercaba una pareja de mi edad. Me eché a un lado para dejarles pasar y aquel gesto sirvió para pegar la hebra. Llevaban desde principios de junio de un lado para otro del Pirineo. Bastaron unos minutos para que a los tres se nos desatara la lengua al punto de olvidarme yo de que me había propuesto subir a vivaquear a la cima del Anie aquel mismo día –esa última manía mía– y ellos de que querían comunicarse desde la cima con algún radioaficionado de cualquier parte del mundo que en aquel mismo momento esperaría a otro radioaficionado con su antena dispuesta en otra cima del planeta esperando intercambiar impresiones sobre la ascensión o las montañas que ambos tenían a sus pies. Alejandro y Elena desbordaban tal entusiasmo, yo desbordaba tal entusiasmo, que seguro que los caminantes que se cruzaron con nosotros, al vernos habrían pensado que nos iba la vida en el asunto que teníamos entre manos. El viento hace al águila y las montañas nos hacen a nosotros. De eso hablamos durante media hora; y de los placeres que esta clase de vida nos deparaba.

Es inútil intentar diseccionar estas cosas para otros que no vivan la montaña de cerca, pocos podrán comprenderte, pocos podrán comprender al joven Marc-André Leclerc, al que después de una corta vida de intensísima vida le tragó una avalancha, a Alex Honnold que terminó convirtiendo la intimidad de un reto consigo mismo en las atrevidas paredes del Yosemite en un espectáculo público; difícilmente comprenderemos a Kukuczka que a dos meses de que uno de sus hijos naciera se marcha al Himalaya en busca de una más de sus nuevas vías en ochomiles, o cuando atrapado en una pequeña repisa con Kurtyka a más de ocho mil metros, éste pierde un crampón y Kukuczka pretende dejar a su compañero a su suerte mientras él continúa su azarosa ascensión, el ansia por tocar la cumbre.

Aficionados como somos a especular sobre la vida de los otros cómodamente repantigados en el sillón de nuestra casa, es realmente comprometedor dar con una explicación satisfactoria. Es por ello que dejar actuar la intuición acaso sea el mejor camino para acercarse a esas pequeñas verdades que pueblan las motivaciones y las vidas de las personas. Y sopesar la realidad global frente a la vida de Marc-André Leclerc, la de Silvia, la de Carlos Soria, la de Alex Honnold, la de Kukuczka, puede ayudar a dar cierta perspectiva a nuestro modo de acercarnos a la realidad. Por eso, porque el cocido está compuesto por algo más que garbanzos, y principalmente porque todos, incluso estos fuera series, como me decía que quería ser una vez aquel amigo fallecido, José Angel Lucas, después de escalar el espolón de la Walker, algo tienen que enseñarnos. Y siendo así, bienvenidos ellos que lo único que hacen es, desde su más variada relación con la montaña, seguir dando calor a nuestra pequeña o grande inquietud por las cimas.

 

 


sábado, 25 de diciembre de 2021

El Alpinista

 



El Chorrillo, 25 de diciembre de 2021

 

Qué extraña sensación esa de que la muerte sea un evaporarse en la nada. Eres, llega la tormenta, se desprende una avalancha, quedas sepultado, te mueres, y ya no eres nada. Tan solo existes en la memoria de los otros. Esa extrañeza me visitaba anoche cuando terminé de ver el documental El  alpinista, dedicado a Marc-André Leclerc, un joven de veintitrés años que escala solo y sin seguro en hielo y roca en paredes de máxima dificultad. Estos documentales me ponen nervioso, le había dicho al amigo que me mandó el enlace. Me ponen nervioso porque junto a la admiración y el vértigo que me provoca la evolución de la escalada en paredes y cascadas de hielo, con ese aterrador vacío siempre a sus pies, estás masticando continuamente la muerte. No es ficción, es real, estás observando permanentemente que un agarre va a desprenderse, que el hielo puede ceder y sólo de pensarte en una situación similar se te erizan los pelos.

Pero el documental sigue adelante, las empresas cobran cada vez más dificultad. Primero es en las Montañas Rocosas, después es la invernal en solitario de la Torre Egger junto al Cerro Torre, más tarde el monte Robson en las Rocosas. Es un hombre tímido, le gusta divertirse, hace auto-stop para desplazarse a algunas de las montañas, vive con su chica bajo la escalera de una vivienda un tiempo, se mantiene alejado de los medios. Vive la soledad del anonimato en grandes recorridos. Le gustan esas sensaciones que le proporcionan las grandes ascensiones en solitario. No expresa ninguna sofisticada idea que le pueda empujar a semejantes aventuras. Sencillamente percibe que esa plenitud que le deparan sus ascensiones es lo suficientemente intensa como para jugarse permanentemente la vida. Pero acaso es un factor entre otros; la Rata, que decía Kurtyka, se le ha mentido en el cuerpo y no le suelta. Su pasión es más fuerte que él mismo, le arrastra durante todo el documental por el borde del abismo. Está preparado, domina la técnica perfectamente, le vemos trepar por lugares inverosímiles con una asombrosa seguridad; sin embargo en montaña hay una buena parte del juego que no depende del individuo…

Admira esa disposición tan aparentemente inocente con que se entrega a tamañas dificultades y cómo superadas éstas resultan la cosa más guay del mundo. Ese vocabulario que utiliza como recién salido de la adolescencia. A veces se tiene la  impresión, contemplando algunas secuencias, de que la energía que impulsa sus deseos tiene la calidad inconsciente que mueven las grandes pasiones, el odio, el amor cuando se le agarran a uno al alma hasta apoderarse de la entera voluntad  a punto de dejar al individuo fuera del control de sí mismo. Sucede cuando uno se enamora o cuando la ira se arrebola dentro del individuo hasta dejarle ciego para toda cordura.

Esa era la sensación que tenía viéndole a él y a su novia viviendo como vagabundos  en la cuneta de la carretera en invierno bajo un toldo pero con los ojos brillantes como poseídos por una verdad que les arrastraba y les dejaba poco margen para la reflexión global. 

No, no se trataba de una película. Un cineasta había sabido de un chico que hacía escaladas extraordinarias en solitario y decide viajar a Canadá para conocerle. Durante dos años el rodaje del documental es un continuo forcejeo con Marc-André Leclerc que apenas muestra interés por el mismo. Desaparece inesperadamente cuando está programado un rodaje y nadie sabe donde está. Semanas más tarde le localizan en algún remoto lugar de Alaska o Canadá donde a su bola sigue el rumbo de los proyectos que van germinando en su cabeza. Es el trabajo de un documentalista que buscar filmar en carne viva una pasión y una fuerza fuera de lo común, uno de esos fenómenos como las erupciones de la isla de La Palma que han ido engendrándose en el interior del alma o de la tierra y que germinando y expandiéndose van adquiriendo una presión que en algún momento termina por estallar, en La Palma arrasando casas y cultivos, en el individuo estallando en forma de aventuras inauditas. La Rata te ha visitado, el Amor, el Odio, el Mal o el Bien y ya eres hombre perdido en manos de una pasión que te arrastra. No vale poner en el mismo plano estos conceptos, lo sé, pero sí es procedente desde el punto de vista de la fuerza que engendran, destructoras en un caso y tremendamente creativas y nobles en otros. No puedo comprender de  otra manera las aventuras del joven Marc-André Leclerc.

Uno, que está sentado frente a la pantalla en muchos instantes con el alma en un puño porque algo de aquello lo ha vivido, bien que en ínfimo grado, y le pilla cerca, y que comprende por tanto algo de aquella corriente que fluye en el protagonista del documental, no puede por menos que sentirse próximo y sobre todo con  más miedo que el propio protagonista al que parece que semejante exposición al peligro no le afecte en mucho. Parece, digo. La ficción del cine, como la de la literatura, tiene la capacidad de ponernos en situaciones de conflicto, de emoción, pero siempre se trata de eso, de una ficción. Al fin y al cabo el arte y la técnica narrativa en este caso son los responsables de esas emociones que suscitan. Pero no es el caso en un documental donde lo que vemos son hechos reales; donde allá se genera la emoción con mecanismos técnicos o de actuación, aquí lo que contemplamos –más o menos, claro, que cualquiera puede rodar un primer plano en el jardín de la propia casa– son hechos reales. Hechos reales sí, que terminarán en drama. Y apagaremos el proyector y mientras contemplamos el fuego de la chimenea comentaremos la “peli”, que no será una peli sino la conclusión de una vida. Marc-André Leclerc y su compañero han escalado en  invierno una pared complicada y difícil de hielo y roca, han llegado a la cumbre y, como había cobertura han conectado con su familia y amigos y les han regalado unas hermosas imágenes de su estancia en la cima. Todo perfecto. Congratulation! Pero ahora hay que descender. Se desencadena una tormenta y los alpinistas no llegan aquel día a casa. Ni al siguiente. Ni al otro. Cuatro días después, cuando la borrasca ha pasado, desde un helicóptero de rescate descubren un par de metros de cuerda cuyos extremos se hunden en el interior de una avalancha.

Qué extraña sensación esa de que la muerte sea un evaporarse en la nada. Eres, llega la tormenta, se desprende una avalancha, quedas sepultado, te mueres, y ya no eres nada.

 



 


lunes, 20 de diciembre de 2021

Hojas

 





El Chorrillo, 21 de diciembre de 2021

 

Esta mañana arrastré durante un buen rato mis pies entre las hojas de la parcela. ¿Cuándo vas a recoger las hojas?, me había dicho Victoria días atrás. La rampa completamente cubierta por ellas, montones por todos los rincones de la parcela. Siempre espero hasta Navidad, pero en esta ocasión la verdad es que no lo tenía claro. ¿Por qué quitar las hojas con lo bonita que queda la rampa, los pies del arce, toda la parcela sembrada por el vistoso ocre otoñal?

Y la primera imagen que me viene es esa manía que inaugura el otoño cuando todos los servicios municipales se aprestan como aficionados recolectores de setas a recoger cada hoja que se encuentran por la calle. ¿Es que los responsables del municipio no se han parado a pensar en la belleza que aportan esas pinceladas de ocres sobre el suelo de la ciudad? Total, que empleamos un montón de energía para poner distancia entre la naturaleza y nosotros sin que apenas nos dé tiempo a experimentar el revuelo que ésta arma antes de la llegada del frío. Sensaciones: la variedad multicolor de los ocres, el liviano crujir de las hojas mientras paseamos por los jardines o las calles de la ciudad, el candor con que los bosques nos hacen un guiño, ese alborozo cuando las hojas como planeadores ociosos se mecen entre las manos del viento.

¿Por qué coño esa manía de barrer cada día las hojas? ¿Tenemos miedo a que la naturaleza invada la urbanita superficie donde los sapiens estamos tan ocupados al punto de no saber disfrutar de ese regalo que las estaciones traen tras el verano? El otro día me encontré a un vecino vareando los árboles de su parcela, ni olivos, ni almendros. Paco, le pregunté todo extrañado, ¿qué estás haciendo? Nada, me contestó, tirando las hojas. No sé si es que no le gustaban las hojas de sus árboles o si es que tenía prisa por que llegara el invierno.

Antes de empezar con estas líneas me di una vuelta por la parcela donde las hojas se amontonan sin que nadie las retire. Me encantaba su crujido bajo mis pies. Este otoño no he visitado los hayedos del norte  y de verdad que lo echo de menos, esos senderos que cubiertos con el elegante tapiz de los hayucos, de las ferruginosas hojas de los robles, del manto variopinto de las hojas de las hayas cubriendo el suelo como quien tiende una graciosa alfombra al caminante, parecen estar esperando la caricia de nuestras pisadas, de nuestros ojos ávidos de belleza.

Siempre me hago la misma pregunta cuando en el otoño me aplico a recorrer los bosques, cuando a mis pies, frente a mí, a cada metro del sendero me encuentro la multiplicidad de los cuadros que la Naturaleza pinta para nosotros, ¿cómo es posible que tanta belleza quede desatendida, cómo es posible que ese milagro que es el otoño de los bosques pase tan inadvertido a tanta gente? Cada metro cuadrado, cada curva del camino se convierte entonces en la expresión de la belleza más pura. Y si sucede que tu paseo está envuelto por el terciopelo de la niebla o acaso el rocío ha descendido sobre el bosque a besar hojas y arbustos, entonces será fácil que de cada hoja cuelguen pequeñas perlas en donde el mundo al revés se recoge en intimidad.

En mi repertorio de fotografías debe de haber cientos de imágenes de suelos otoñales de medio mundo. Uno cuando viaja tiene sus preferencias, que en muchos momentos apenas tienen que ver con los gustos de los turistas o viajeros al uso. En la ocasión en que emprendimos un viaje de un año, por ejemplo, recuerdo que nuestra agenda durante los meses de otoño estuvo circunscrita a explotar al máximo el calendario otoñal por donde transcurría nuestro viaje, las montañas del Kirguistán, el lujoso boscaje de los alrededores de Almaty, en Kazagistán, el tostado paisaje de los alrededores de Urumqui, en la China Occidental, o la preciosidad de los humanizados bosques del Japón con su abigarrado colorido entre el intenso rojo burdeos del arce palmatum, tan espectacular, y el pálido amarillo de los ailantus. ¿Museos? Sí, alguno visitamos, pero acaso desde el punto de vista estético no hubo en el viaje algo tan hermoso como el manto de hojas de los bosques y jardines que recorrimos.

Creo que este año las hojas van a seguir cubriendo nuestra parcela hasta bien entrado el invierno.



El bastón perdido

 

Esos bastones amigos



El Chorrillo, 20 de diciembre de 2021

 

Era medianoche, estaba leyendo y repentinamente un par de cosas llamaron mi atención. Primero fue el repentino despertarme cantando La Montanara hace un par de días mientras dormía en la cima del Cerro de la Escusa y después el recuerdo de un amigo que tiempo atrás había perdido su bastón en una salida por Guadarrama y que ayer mismo, empujado por el dios de las pequeñas cosas, ese que hace que nos encariñemos de objetos de uso personal, unas botas, una prenda, un bastón en este caso, había vuelto a la sierra empeñado en buscar y recuperar ese viejo bastón que en tantas trepadas por los montes le había acompañado. Tal como lo contaba me imaginaba al bastón suspirando en justa correspondencia como un huérfano en la soledad de las frías noches de la sierra. Allí solo añorando el contacto de las manos de su dueño, esa presión afanosa sobre la empuñadura cuando el sendero se adentra en los peñascales o la ladera coge una pendiente de órdago, cuando frena en el descenso lo excesivo de la pendiente, en fin, en mi caso cuando cumple la honrosa tarea de servir de mástil a mi tienda de campaña, ahí toda la noche aguantando el tirón del viento o la robustez de una lluvia capaz de aplastar la tienda. Y recordaba días atrás cuando acampando bajo la cima del Lanchamala en Sierra del del Valle, tras una noche de perros de violentísimas ráfagas de viento, al final por la mañana una de ellas había rajado mi tienda y dispersado por los alrededores algunas de las piquetas. Cuando busqué el mástil, mi bastón, resultó que no apareció entre el burruño de la tela de la tienda. Lo busqué en medio de la ventolera durante un rato. Miraba aquí y allá por los alrededores y pensando ya que algún gnomo me estaba gastando una broma, hasta tuve que atender a la tienda para protegerla de otro desgarrón. Cuando estuvo recogida, volví a la búsqueda, esta vez más sistemáticamente fijándome en la dirección del viento. El bastón apareció veinte o treinta metros pendiente abajo sumergido entre la nieve y los piornos. Casi me dio un ramalazo de ternura cuando lo descubrí allí tras un insospechado vuelo como paria alejado de su tierra.

Bueno, no sólo me encariño con los bastones. También tengo una relación de afección grande con mi tienda. Después de haber pasado tantas batallas juntos, cuando he tenido que deshacerme de alguna de ellas, siempre he tenido un momento íntimo de despedida y agradecimiento. Mi saco, mi colchón de aire, el plumífero, que me hace de almohada, los patucos en esta época, terminan a la fuerza en convertirse en algo mucho más que objetos de uso personal. Quizás el ir solo agudiza mis sensaciones, pero basta pensar en cualquiera de esas noches que paso en las cumbres para hacerse a la idea de la estrecha cercanía sentimental que un saco, un “mullido” colchón, una mórbida almohada de plumas puede reportar. Mientras las bajas temperaturas o el viento arrecian fuera hasta convertir el medio litro de agua de mi desayuno en un puro bloque de hielo, yo, dentro del saco, caliente sobre la blandura de mi colchón, casi me estremezco de gusto. Las cumbres no son un lugar para vivir, Carlos Soria decía el otro día en una conferencia que las cumbres son para pisarlas y después salir echando leche para abajo, y sin embargo, y aunque las nuestras tengan mucha menor altura de aquellas de las que él hablaba, las cumbres, cuando se habitan, aunque sólo sea una noche, proporcionan inusitados placeres a sus visitantes nocturnos. Ah, pero con una condición, a condición de que uno esté debidamente hermanado con esos compañeros de fatiga que componen nuestra impedimenta personal.

La sensación de bienestar que puede apoderarse de ti arrebujado en el calor del saco de tu vivac mientras arriba van cambiando las constelaciones cada vez que te despiertas y miras el firmamento aunque tu saco se haya cubierto de una fina capa de hielo, es tan grande y tan hermosa que casi te entran ganas de hablar con él; en ocasiones el saco es como el regazo de una mujer en el que ovillas tu cuerpo a punto de sentir como si los brazos de ella te rodearan durante el sueño. Me gustan las mujeres pero confieso que en tales circunstancias mi saco de invierno suple ese regazo como mucha eficacia :-).

Además suceden cosas bonitas como la de la pasada noche en la cima del Cerro de la Escusa. Había optado por poner la tienda porque había posibilidades de lluvia, pero dejé totalmente abierto el ventanal. Total, que me despertaba de tanto en tanto y echaba una ojeada fuera; la claridad de la luna estaba siempre ahí, pero la niebla iba y venía descorriendo a veces el cortinaje de su veladura, que dejaba ver abajo las luces de los pueblos del llano. Este era el ambiente. Pero lo más curioso fue, creo que nunca me había pasado, es que una de las veces ¡me desperté cantando La montanara¡, así, con la voz grave que los viejos coros de la SAT y  Rosalpina cantaban en aquellos años en que unos pocos españoles eran sorprendidos a la tarde en un refugio de las Dolomitas por el improvisado canto de alguna de aquellas canciones de montañas a las que se unía toda la concurrencia. ¡Qué cosas, tú! Comprendí después que lo que había sucedido era que soñaba una reunión familiar en la que por turno todos cantábamos. Total, que abandoné el sueño y una tras otra fui recordando y cantando una parte del repertorio de aquellos años cuando con Moisés Castaño, Fernando Vázquez, el Pichón, Nena o Graciella pasábamos parte del verano escalado en Dolomitas: Era una notte che pioveva, Gran Dio del cielo, Era nato poveretto… tantas. Yo soy malísimo cantando, pero la verdad es que sonaban de puta madre esas canciones a las cuatro o cinco de la mañana en una cima cubierta por la niebla.

¿Y qué o a quién agradeceremos tantas bondades? ¿No tiene nuestra impedimenta, cada una de las partes de nuestro equipo de montaña algo de humano, algo que nos impulsa a relacionarnos con palabras que sólo usamos para referirnos a otros humanos? El otro día leía un relato de José Mijares sobre una pequeña expedición solitaria que había realizado con Lonchas, su perro, a Spitzbergen, unas islas a tiro de piedra del Polo Norte. Me llamó enseguida la atención que “yendo solo” hablara continuamente en primera persona del plural en su relato. Ya, ya sé que un perro no es parte de nuestra impedimenta, pero para el caso la verdad es que a veces me entran ganas también a mí de hablar en primera persona del plural cuando me refiero a mis bastones, a mi saco, mi tienda, mi colchón, mis botas. Todos nosotros juntos constituimos una pequeña expedición… y es que si falta alguno de ellos no hay expedición que valga ni recorrido por Guadarrama que se tercie.

 


sábado, 11 de diciembre de 2021

La ternura, las montañas, asuntos con que comenzar el día.

 



El Chorrillo, 12 de diciembre de 2021

 

Me había despertado sobre las once de la mañana, ese tributo que pago a mi afición a trasnochar, y remoloneaba en la cama al calor del sol que ya entraba por mi ventana y, antes de levantarme, había tomado el teléfono a ver qué novedades me ofrecía el aparatito. Lo primero que me encontré fue un guasap con un vídeo de Daniel Orte Menchero que hablaba de ellas, las montañas. Yo había escrito hace  tiempo un post que llevaba ese título: Ellas. Ellas entonces era las féminas, ese capricho de Yahvé que llenó de lozanía y de pasiones el mundo. Belleza, expectativas, amor, ternura, fuerza; aquellas con las que compartimos nuestras vidas. Y no sé bien por qué ese “ellas” tan familiar con que hoy el vídeo de Daniel comenzaba: “Ellas siempre estuvieron allí”, hablando de las montañas, me sugirió la idea de que ambas constituyen el principio y el fin de muchos de nuestros esenciales anhelos.

Lo segundo que encontré fue un post de mi nuerísima Malela que hablaba de besos y abrazos, esos besos y abrazos que todos guardamos en esperanzados cajones y que bullen en el interior de nuestra intimidad inquietos por salir a estrechar el cuerpo de seres queridos y amigos después de dos años. Pero es que a Malela, de lo que verdaderamente le apetecía hablar, decía, era de ternura, que a través de un comentario de una de sus amigas terminó llevándome al discurso de aceptación de la premio Nóbel Olga Tokarczuk cuyo contenido estaba plenamente impregnado de esa ternura que Malela había dejado en puntos suspensivos. Ternura, esa herramienta milagrosa, diría la escritora, que es el medio más sofisticado de comunicación humana.

Recuerdo una vez viajando en el Transiberiano que me enamoré de una chinita (jajaja… ¿otra vez?, me dice Victoria cuando mira estas líneas. Pero si ya lo has contado un millón de veces… En fin, qué le vamos a hacer. Es que hoy va de ternura, ¿sabes?, le respondo. Además, no voy a contar la historia, leñe…). Anduve un par de días haciéndole la corte y me hubiera encantado en aquella ocasión que me acompañara toda una noche en mi litera; se lo propuse, pero declinó mi oferta; la litera de un tren atravesando Siberia no debió de parecerle el lugar más adecuado para pasar la noche, ello sin contar la estrechez de la misma :-). Pero más tarde, poco después de abandonar la frontera rusa, cuando ella al final se bajó en Harbin y nos despedimos, ese día y los posteriores, mientras viajábamos por Manchuria viví profundamente una sensación de ternura que me desbordaba por dentro; apareció en mí como una visita totalmente inesperada que me inundaba a lo largo de todo el día. La ternura siempre me ha parecido uno de los sentimientos más, ¿cómo decir?, que muestran esa parte de nuestro ser que, ajena a la razón, delata uno de los aspectos más candentes y sensibles de nuestra humanidad, una hondura que acaso ni siquiera sospechamos y que delata en nosotros un inmenso caudal de empatía con los otros, con algunos otros. En aquella ocasión descubrí que la ternura es algo mucho más profundo y se extiende a mucha más gente de la que yo imaginaba. Resultó que mi cuerpo sabía mucho más que yo mismo.

La ternura es un profundo sentimiento que nos relaciona con otro ser por razones muy diferentes; la fragilidad, el cariño espontáneo o cualquier otro factor que nos hermana con los demás tiene el carácter indefinible de las preguntas sin respuesta. De repente sientes que los ojos se te humedecen, que algo entre el otro, los otros, y tú ha sucedido y enseguida sientes esa necesidad inaplazable del abrazo de oso que acaso sea la manifestación más genuina de nuestra recíproca ternura.

En fin, que pintaba bien el día, que me levanté un poco tocado por la gracia de esas dos ideas, la ternura por un lado, que se me antojaba una preciada planta necesitada de todos los cuidados, y ella, la montaña, esas mismas benditas cumbres, valles, bosques que habrán de alimentar tantos años de la vida. Durante el día reenvié el vídeo de Daniel a unos pocos amigos y así tuvimos una buena disculpa para decirnos: ¡Hola!, ¿estás ahí? Recibe un fuerte abrazo, nos vemos. Desde Jaca me llegó una bonita trepada del amigo Toti; de Alicante, José Manuel, que celebraba el día de la montaña con un amigo en una pared llena de sol, me mandó también unas fotos; me llegó un saludo del Valle de Arán del amigo Ignacio y con algunos más intercambié cordiales felicitaciones de cumpleaños, esos años en que recorriendo y escalando montañas forjamos nuestra amistad. Me hace cierta gracia eso de que cada día del año esté dedicado a algún tipo de efeméride; ni idea que existiera un día dedicado a la montaña, pero bienvenido sea si sirvió para saludarnos de una a otra parte del país.

El día se acaba y la luna vuelve a rular sobre el cielo de nuestra casa. Hace bueno, incluso algún mosquito anda zumbando por mi cabaña, señal fiable de que mañana, hoy en realidad, tendremos buena temperatura, cielo despejado y será posible volver a tocar la nieve y dedicar un rato a contar estrellas en alguna cumbre de Guadarrama.

 


El Mal

 



El Chorrillo, 11 de diciembre de 2021

 

El viento es especialmente fuerte e inclina peligrosamente el eucalipto que crece frente a mi ventana. Es un árbol que me preocupa desde hace muchos años, quizás desde una vez que crucé Galicia caminando y tuve que atravesar grandes bosques en donde el sendero se veía continuamente interrumpido por enormes eucaliptos desraizados que cruzaban el camino y hacían penoso el caminar. Grandes eucaliptos que exhibían yertos sobre el suelo lastimosamente un gran cepellón que no había tenido fuerza suficiente para sujetar aquellos enormes árboles que el viento había conseguido desgarrar de la tierra produciendo un caos de ramajes difícil de atravesar. Desde entonces me ha preocupado este árbol que planté cuando apenas me llegaba al pecho y que ahora ha crecido derecho y espigado hasta una altura inverosímil por encima de cualquier otro árbol de nuestro pequeño bosque. Previendo el desastre que podría producir cayendo sobre mi cabaña, que sin lugar a dudas la derrumbaría si el viento lograra arrancarlo de raíz, hace algunos años fijé dos cables de acero de casi un centímetro de grosor en la parte más alta a la que pude llegar. Uno de los cabos lo amarré a un grueso olmo y el otro a un álamo blanco cercano. Además planté un olmo a un par de metros de la cabaña en la línea de la posible caída, que la fijan los vientos dominantes del oeste en nuestro entorno, pensando que cuando se hiciera realmente grande actuaría de muro de contención ante una posible caída del eucalipto.

Hace tres o cuatro años, en una de mis travesías de los Alpes, quizá un año excepcional en que los vientos habían sido especialmente fuertes, recuerdo muchas jornadas en que mi paso por algunas zonas boscosas se hizo realmente fatigoso por culpa de los árboles arrancados de cuajo por el viento. De ahí mi preocupación. Además no sería la primera vez que en casa uno de estos árboles es arrancado sin miramientos por los vendavales, ello sin contar los dos olmos que la gran nevada del pasado año quebró con el peso de la nieve sobre las ramas.

Quizás si me he puesto a escribir sobre el eucalipto sea porque he tenido que subir a la casa un momento y el ruido ensordecedor del viento en las ramas me ha obligado a observarlo, que siempre en estas circunstancias se inclina ceremoniosamente como un gran velero sorprendido por una tormenta en alta mar. Quizás el ramaje del eucalipto sea lo más parecido a la vela mayor de un gran velero cuya tela hubiera sido colocada a una altura desproporcionada, lo que propiciaría más el naufragio que el avance del propio navío.

En la película que acabo de ver, El diablo sobre ruedas, de Spielberg (ojo, sigue un spoiler. El que quiera ver la película que se salte este párrafo y el siguiente), un pacífico conductor camino de una reunión de trabajo en una ciudad próxima, de pronto se ve sorprendido por el anómalo comportamiento de un viejo camión de transporte de combustible de unas proporciones descomunales, cuyo conductor, le comentaba a Victoria, me parecía la perfecta personalización del Mal, una inquietante metáfora de los males que nos acechan. Así con mayúsculas lo escribía Ernesto Sábato en su último libro, Antes del fin. Un camionero que sin ningún motivo justificado persigue a lo largo de toda la película acabar con la vida y el coche de un simple ciudadano camino de su trabajo. Sin más, sin objeto, sin justificación. Para Ernesto Sábato el Mal estaba personificado en el comportamiento de los militares de los tiempos de Videla en Argentina, asesinatos en masa o torturas espeluznantes que te ponían los pelos de punta, el Mal por el Mal de quien se regodea con el sufrimiento de los otros. En la película, tras situaciones tremendas, adelantamientos que precipitan al automóvil fuera de la carretera a ciento cuarenta kilómetros por hora, en un paso a nivel el camión empujando al automóvil para meterlo bajo las ruedas del tren que está pasando, toda la película con situaciones de parecida violencia y tensión que te obliga continuamente a estar sobre ascuas –un primer largometraje de Spielberg rodado en trece días donde ya asoma su genialidad–; y tras todo ello, cuando las las graves preocupaciones que el  protagonista traía en la cabeza se han diluido ya ante la cercanía del drama, al fin en determinado momento y cercano a un curva, el conductor bloquea el acelerador con una maleta y salta del coche. El camión arrastra al automóvil y cae por un precipicio. El film concluye con dos secuencias que ponen fin a la pesadilla. En la primera el minucioso seguimiento del camión y el coche precipitándose en el vacío, los restos del camión destrozado con las ruedas en el aire dando vueltas parsimoniosamente. Y en la segunda vemos aliviado al conductor del automóvil sentado frente al crepúsculo en posición de meditación mirando al infinito. 

La enorme fuerza de la liberación le llena el cuerpo y el alma. Al final ha encontrado la paz. Como quien se despierta de una horrible pesadilla, ahora respira tranquilo y agradecido a la vida. Es la clave del final de la película. Se acabó, finito, la angustia queda atrás, el horror trascendido. Te has despertado y estás en la cama y la mañana es hermosa y el canto de los pájaros atraviesa tu ventana. Todo ha sido una pesadilla.

Y yo que leo a Almudena Grandes, que casi solo de refilón ya muestra aquel otro Mal de nuestra guerra civil y que introduce uno de sus capítulos con una cita de Memoria de un nacionalista en donde Antonio Bahamonde relata un encuentro en un bar en que Díaz Criado, alguno de los mandos militares franquistas, tomándose unas copas con unos amigos, momento en que entra un policía con una larga lista en la que figuran nombres y apellidos de hombres detenidos. El policía va leyendo y Criado, mientras se toma un vaso de vino y charla con sus amigos, va diciendo: este sí, ese también, bueno, ese no… el resto todos también. Así más de un centenar. Los “sí “ serían fusilados a la mañana siguiente. Yo que leo a Almudena, se me estremece el cuerpo imaginando la escena.

Y a mí, decía, que se me juntan tantas cosas diversas a esta hora de la madrugada, no es que ya me dé cierto temor que el eucalipto próximo sea arrancado por el viento y caiga sobre mi cabaña, sino que a los males naturales propios de temporales que ya debían de atemorizar a nuestros ancestros de las cuevas, se une la sensación de que otros males congénitos a la humanidad y a los hombres en concreto amenazan nuestras vidas propulsados por la irracionalidad del Mal en estos momentos. Los fascistas de nuestra guerra civil hacían de la muerte una lotería. Los fascistas de hoy, toda esa mugre que va apestando la tierra de nuestro país, no creo que albergaran dentro de sí muy diferente disposición si las circunstancias les pusieran en una situación similar a la que vivieron sus primos hermanos de la guerra civil.

El Mal, como ese camión suicida que se nos puede aparecer en una noche de pesadilla y que habita en el alma de una buena parte de la humanidad (ni qué decir tiene que todo puede suceder si recordamos el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, la civilizada Alemania de los años treinta o los crímenes de guerra perpetrados por Estados Unidos en Vietnam o Irak), y el otro mal, el viento, el de las catástrofes naturales que puede ser la Covid o sus posibles mutaciones, aparecen en estos días como dos terribles amenazas auspiciadas por la ignorancia y por la estupidez más soez, dos monstruos dispuestos a quebrar cualquier atisbo de racionalidad y justicia.

Estamos rodeados de gente que apesta, de gente y de medios podridos con apariencia de respetabilidad que no son otra cosa que pura basura, como es el caso de El País de esta mañana. La cabecera hoy en grandes caracteres de periódicos como Eldiario.es y Público venían ocupadas con el visto bueno del Reino Unido a la extradición de Julian Assange a Estados Unidos. Para El País y sus accionistas este tipo de cabronadas no existen. El Mal no campa por si sólo por ahí, hay quien por omisión o directamente lo incentiva desde los medios.

Era un niño que soñaba un caballo de cartón, abrió los ojos el niño, etcétera. ¿Realmente nuestro sueño de justicia será ese sueño que puso en verso Machado? ¿Estaremos condenados a vivir bajo el signo de la estupidez, de ese Mal que engendra el odio de la extrema derecha hacia todo lo que no es ella misma?

Las dos de la mañana. En nuestra parcela el viento ha amainado un poco y mañana la previsión del tiempo anuncia despejado. Algo es algo. De momento el eucalipto seguirá en pie.


jueves, 9 de diciembre de 2021

El horizonte en llamas

 

Así se vistió de fuego la tarde frente a mi ventana







El Chorrillo, 10 de diciembre de 2021

 

A veces me da por pensar que este mundo en que vivimos es tan bello, tan magnífico que es imposible que exista algo más hermoso en todo el universo. Nos tomábamos el té de la hora de la merienda,  la cabaña estaba sumida en la semioscuridad y en uno de los muros el resplandor como de una lejana fogata pintaba el enjalbegado con la lánguida luz del crepúsculo. El horizonte, el espacio que quedaba entre éste y una borrascosa techumbre de oscuras nubes, era un espacio de fuego sobre el que las nubes flotaban como al calor de una hoguera. Soberbio atardecer para un telón de fondo en el que el Sol se despidiera abrumando a los habitantes de la Tierra con la desbordante belleza de un grandioso final de sinfonía. Y junto al horizonte y el techo de las nubes cárdenas que cubrían el cielo hasta cerca del cenit, cuando ya el cielo podía verse libre de nubarrones, ahora sobre mí propia casa, el diáfano cielo azul que precede a la noche, donde la Luna y Júpiter brillaban entre las ramas desnudas de los árboles como dos solitarios navegantes bogando en soledad en medio de un cielo poco proclive a dejarse escrutar, ni siquiera un rato después cuando ya la noche tendió su manto de oscuridad sobre los campos y los pueblos de los alrededores.

Hace algún tiempo me encontré a alguien que bajo una fotografía bastante corriente de un atardecer había escrito un breve comentario que decía: ‘Abrumadora belleza”, un piropo dirigido al fotógrafo que tergiversaba la capacidad del lenguaje para hacer justicia a la realidad de los momentos extraordinarios. La mesura que el lenguaje debería guardar para ajustarse, con parecida sutileza a cómo distinguimos las múltiples tonalidades de la luz, acaso no tiene en el hablar corriente capacidad descriptiva suficiente para ajustarse a la realidad, por ello que necesitemos de verdaderos  poetas para que seamos capaces de acceder mínimamente a esa belleza que les inspiró en algún momento de excepción.

Le decía a Victoria que ese afán que hemos tenido alguna vez cuando viajamos a las tierras del Norte o a Islandia para intentar ver las auroras boreales, probablemente se olvida de esos grandiosos espectáculos que se dan con tanta frecuencia frente a nuestra casa o en las montañas que visitamos al anochecer o al alba. Espectáculo hermoso y, sí, ahora abrumador, que convierte el horizonte y las nubes en el paisaje más hermoso que uno puede imaginar. Y es que lo tenemos ahí a diario, esos días en que el horizonte se viste de fiesta grande y sólo de tanto en tanto subo a la casa para recordárselo a ella ¿Has visto que bonito está el atardecer hoy? Cuando en casa repartimos nuestros espacios personales, Victoria eligió definitivamente su lugar de lectura y trabajo en la habitación que llamamos la biblioteca, una estancia amplia de grandes ventanales con las paredes tapizadas por los libros adquiridos y leídos durante más de medio siglo, una habitación que da al sur y desde cuyas ventanas se observa ese pequeño bosque que ha ido creciendo a su aire durante este tiempo. Yo, más modesto, pero con el ojo puesto en el previsible espectáculo del atardecer, elegí vivir en una pequeña cabaña adosada al cuerpo principal de la casa, de unos diez metros cuadrados, donde iba a tener asegurada soledad, el crepúsculo diario frente a mi ventana y en invierno el permanente fuego de la chimenea.

Días atrás el Caminante hablaba así con la Sombra en el muro de Antonio Montes. Aquel: “El que piensa ama”. A lo que respondía la Sombra: “Y el que ama persigue el rastro de alguna forma de belleza”. También la última novela que he leído,  Sobre los huesos de los muertos, de Olga  Tokarczuk” hablaba sobre la belleza: “El objetivo de la evolución es meramente estético y nada tiene que ver con ninguna adaptación. A la evolución lo que le interesa es la belleza, alcanzar la máxima perfección de cada forma”. Yo no estoy nada seguro de esto último, pero sería un buen deseo. Rodearse de belleza, buscarla y sentarte cada tarde a contemplarla al atardecer, como hoy, es como hacerle la corte a todo lo bello que nos rodea.

Asomarse sin más a algunos muros de amigos del FB es casi siempre como asomarse al balcón de tu casa a contemplar la Belleza que pasa de la mañana a la noche frente a ti. Rabindranath Tagore escribió un hermoso relato titulado El cartero del rey donde un niño enfermo pasa las horas del día asomado a una ventana, se divierte mirando a su través y conversando con la gente que pasa. Habla con el lechero y entonces sueña con ser pregonero de quesos en cuanto se recupere, y también sueña con subir a las colinas, y distribuir cartas, y con mil sueños más, como el de repartir flores con Sada, la hija de la florista. Mi ventana, que está aislada en el campo y frente a la cual sólo algún esporádico y lejano caminante pasa, tiene mucho de esa ventana de Amal, el niño del relato de Tagore. A ella llegan los crepúsculos, la luna y las estrellas, ante ella revolotean los pájaros que vienen a alimentarse, el petirrojo a curiosear o a armar un escándalo las urracas. A veces, como hace un par de días, un velo de seda cubre el campo y entonces la niebla, enredada en las ramas de los árboles, hace del paisaje vecino un  delicado lienzo donde las formas y los colores quedan diluidos en un ambiente de nostalgia y ensueño.

Hay otro amigo del FB al que sin saber donde vive imagino asomado diariamente a la ventana del atardecer como cazador al acecho de su presa. El amigo Loren, especialista en bellos cielos y nubes, no parece dejar pasar una sola oportunidad para sacar su cazamariposas y meter en la red de la cámara oscura de su teléfono todas las nubes y crepúsculos que tengan el capricho de vestirse de oro y grana antes de irse a la cama.

Entre unas cosas y otras se hizo de noche. Júpiter y la Luna han desaparecido de la ventana del sur y ahora asoman en la del oeste taciturnos como dos amigos cogidos de la mano. Es la hora de mi lectura, un tomo de Almudena Grandes, El corazón helado, que me recomendó José Mijares y que van dos días que me tiene enganchado hasta altas horas de la madrugada.

 

 

 

 

 


La incertidumbre de Silvia Vidal

 





El Chorrillo, 9 de diciembre de 2021

Decía Juanjo San Sebastián en su último libro que a él no le gusta que le admiren, no aprecia ese gesto que produce en sus seguidores una persona que supera los estándares corrientes. ¿Un gesto de humildad o acaso descubrir sin más que uno, superándose a sí mismo en ese círculo mágico de la mismidad, ha terminado por trascender también esa línea de sombras que separa lo excepcional de lo corriente al punto de caer bajo los focos de un reconocimiento que estorba su sencillez?

Admirar: “Contemplar con interés y placer algo de cualidades extraordinarias”. Es razonable que haya personas que produzcan nuestra admiración. Hay quien se muere por ser famoso y aparecer en las portadas de los periódicos. La feria de las vanidades es un circo que Shakespeare retrató  ya hace algunos siglos en Macbeth, aquello de “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”, que llevado a su expresión más genuina empuja a muchas personas a vivir más en función de los oropeles  de la fama que de las satisfacciones personales que proporciona una vida en la que el reto personal con uno mismo es una clave importante.

Y no me extraña que Juanjo piense así cuando ya desde las primeras páginas de su libro, Cuánto es mucho tiempo, no hace otra cosa que levantar una oda al esfuerzo. Recuerdo esa mención que hace de Manuel Benítez, un hombre de aquellos que dedicaban sus escasas vacaciones a llevar al monte a niños como él y que Juanjo recuerda con el cariño y el agradecimiento de a quien se reserva un lugar importante en su persona porque en ellos se cimentó la convicción de que el esfuerzo sería algo vital en su vida, el motor que haría posible esa persecución de sueños que fue un leitmotiv en la vida de Juanjo. “Perseguir sueños es lo que da sentido a una vida vivida con conciencia plena”, escribía él en un capítulo que hablaba del espolón norte del K2.

Es normal, habría que decirle a Juanjo, que haya admiradores da per tutto. El que admira es alguien que sueña pero al que acaso la camisa no le llega al cuello, le faltan fuerzas o preparación, y entonces rinde homenaje a su sueño en la persona de otro que sí fue capaz de ponerse el mundo por montera y arrear con el esfuerzo y las consecuencias de ese soñar.

Aunque a Juanjo no le guste, es lógico que unos y otros nos constituyamos en algún momento en admiradores de aquellos que teniendo sueños similares a los nuestros fueron capaces de llevarlos a cabo, que fueron capaces de resistir el sufrimiento, superar el esfuerzo, saltar siempre sobre esa cuerda que poco a poco cada vez van colocando más alta según van superando dificultades mayores y ganando confianza en sí mismos.

Se trata de una música que suena bonita a rabiar, por eso cuando ayer viendo un vídeo sobre Silvia Vidal, ella sentada frente a los monolitos de Montserrat, una mujer pequeña de larga melena morena sobre sus hombros, de hablar sencillo y mirada apacible que según hablaba uno la podría imaginar como una viajera del Cercanías camino del curro, trabajadora de ocho horas en algún aburrido establecimiento y que sin embargo guardaba dentro de sí a una mujer tan excepcional como la más excepcional de cuantas podríamos encontrar hoy en este mundo; por eso ayer, cuando después de ver aparecer esas imágenes impresionantes de grandes paredes erguidas en los rincones más remotos del planeta en las que ella durante semanas de aislamiento y esfuerzo diseñó y escaló atrevidas vías de ascensión en la más pura soledad, por eso cuando en un momento confesó que la incertidumbre, “ese punto de puedo o no puedo, decía ella, es el que a mí me hace moverme”, aquello me sonaba a la tónica, ese momento en que en la música se convierte en un continuo lugar de retorno.

La incertidumbre permea tan frecuentemente mi ánimo cuando las circunstancias se vuelven adversas, la mochila me dobla la espalda y la hace gritar, cuando cercano a una cumbre en la que quiero dormir se levanta la ventisca o cuando simplemente mis fuerzas flaquean, que el hecho de escuchar las palabras de Silvia producen en mí un cierto revuelo. Que sea precisamente ese punto, la incertidumbre, ese momento en que no sabes si darte la vuelta o seguir adelante, en otros tiempos si atreverte o no con aquella pared de los Alpes que te visitó en los sueños durante toda la primavera, en otros tiempos dejar el confort del refugio Victori cuando el mal tiempo se cernía sobre los Galayos para trepar por la oeste de la Aguja Negra o la pared de la Amezúa, hoy dejar el confort de tu casa para con borrascas en perspectiva atreverte o no a plantar tu tienda en una cima más; que sea la incertidumbre precisamente uno de los alicientes que mueven a Silvia a emprender una de sus grandes aventuras, actúa sobre mí como un balsámico que endulzara mi ánimo poniéndole en contacto, en la medida de mis posibilidades y edad, con una pequeña verdad que a veces se me antoja clave para comprender qué coño pueda ser esto de vivir con esa mínima intensidad deseable en donde los sueños todavía campan a su bola por dentro de uno.

¿Será realmente, como Silvia afirma, la incertidumbre uno de los factores que empujen a uno a ponerse en camino, o por el contrario se convertirá la incertidumbre en un muro imposible de saltar? ¿Será como eso que vi escrito días atrás en un muro del FB, que decía algo así como sólo los valientes tienen acceso a un vida plena, intensa?

La incertidumbre produce inquietud, nerviosismo. ¿Pero es ella un cuello de botella necesario para aproximarse a cierta plenitud? El Bottleneck del K2, en el Espolón de los Abruzzos, ¿no es un cuello de botella necesario para acceder a la codiciada cumbre? Cumbres que no necesariamente tienen que ser de hielo y roca; cumbres del alma, cimas que en la vida son los sueños, las experiencias costosas, los retos que nos mantienen vivos.

 

 

 


martes, 7 de diciembre de 2021

De cómo limpiarse el culo

 



El Chorrillo, 7 de diciembre de 2021

 

Que digo yo que tiene su gracia que haya que viajar hasta Oriente o hasta Centro Asia para saber cómo se limpian el culo por allí los nativos. Limpiarse el culo, cosa de higiene elemental y que sin embargo en Occidente, listorros como somos, todavía no hemos aprendido adecuadamente, mientras que por allá esta gente lo lleva practicando acaso desde milenios atrás. Tenemos una visión de la historia y de las costumbres tan centrada en nuestro entorno occidental que casi nos resulta imposible imaginar culturas milenarias donde el saber, la técnica o el lenguaje gozaban de un desarrollo similar o superior al nuestro. Para un estudiante de mi edad, entre los años cincuenta y setenta, lo más lejano que existía por oriente, tras una breve referencia a Mesopotamia y Egipto, era Bizancio.

Hoy, por ejemplo, nos hace reír eso que tan pomposamente llamaban, siguen llamando, nuestra “Reconquista” que en el imaginario de mi niñez sonaba a algo así como que los bárbaros nos habían invadido, una patria y unas tierras que parecían creer debía ser nuestra patria desde el Big Bang; un generalizado e ingenuo "patriotismo" que todavía hoy sufrimos y que me hace pensar que si tal “Reconquista” no hubiera tenido lugar igual lo mismo a estas alturas en España habríamos aprendido a limpiarnos el culo.

Que digo yo que sí, que hay que leer y viajar para aprender las cosas más elementales, que a mí me bastó corretear un poco por Oriente y por los países árabes para entender que eso de limpiarse el culo con papel era más bien una guarrada :-). Hay paradojas para dar y tomar. Tomas un autobús en, pongamos Senegal , un viaje que te lleva hasta Bamako, la capital de Malí, un viaje de dos días, y te admiras cómo todo el mundo, gente casi toda muy pobre, cada vez que hacía el autobús su obligada paradita, los varones se alejaban del lugar, cada uno con una botellita de agua en la mano, a fin de poder limpiarse el pito cada vez que orinaban. Hasta en Madrid lo he visto en algunos urinarios, personas de procedencia árabe que utilizan el grifo o una botella para limpiarse cuando han terminado. ¿Quién atiende mejor a su higiene, éstos o aquellos otros que agitan su pirindola tras terminar y tras ello se la guardan en el calzoncillo?

Me ha surgido el tema leyendo El corazón del mundo, donde en medio de la expansión árabe del siglo VII, el autor, Peter Frankopan, recoge las experiencias de un viajero de la época que anticipa asuntos domésticos como la calidad de la fruta o el temperamento de la gente de determinados lugares. Voy a incluir una cita un poco larga, pero que merece la pena en este ambiente de lo cotidiano en que todos nos movemos. “Un escritor refiere que los mejores membrillos eran los de Jerusalén y que las pastas más excelentes eran las egipcias; los higos sirios rebosaban sabor, mientras que las ciruelas de Shiraz eran deliciosas. Había que evitar la fruta de Damasco, advertía el mismo autor, que era insípida (y, además, a los lugareños les gustaba demasiado discutir). Con todo, la ciudad no era tan mala como Jerusalén, «un tazón repleto de escorpiones» en el que los baños eran hediondos, los víveres carísimos y el coste de la vida lo bastante alto como para desaconsejar incluso una corta visita... Los chinos de todas las edades «visten de seda tanto en el invierno como en el verano», anota un autor que recopilaba testimonios sobre el extranjero, y algunos lucen el material más excelente que alguien pueda imaginarse. Esa elegancia, sin embargo, no se extendía a todos los hábitos: «Los chinos son antihigiénicos, y después de defecar no se lavan el trasero con agua, sino que simplemente se lo limpian con papel higiénico».

Probablemente lo que sucede con tanto “viajero” occidental es que no aprende porque realmente no visita el país en el que aterrizan sino que es llevado de acá para allá por los tour operators y ven tantas cosas que apenas ven nada. Yo nunca me he albergado en hoteles de muchas estrellas, bueno sí, cuando duermo al sereno –miles de estrellas sobre mi vivac–, pero imagino que en esos lugares los hábitos locales quizás queden sustituidos en razón de la clientela que reciben y el dispositivo que usa la gente del lugar para limpiarse tras ir al baño sea suplido por el papel higiénico. Y no hablo, es claro, sólo de cuestiones higiénicas; vivir entre la gente, participar en sus diversiones, hablar con taxistas, popes, campesinos, viajeros de otras nacionalidades aporta una cultura que el turista cliente del package holidays no puede obtener. Razón por la cual después del regreso de un viaje por Oriente volverá a casa sin saber cómo limpiarse el culo.