El Chorrillo, 24 de marzo de 2022
Dibujando ayer en nuestro cuarto
de estar recordé unas viejas notas que tomé hace años cuando esta habitación
sirvió de enfermería y de lecho mortuorio para mi madre. Retomo hoy aquellas
líneas en un esfuerzo que estoy haciendo por dar vida, ahora mediante un cómic,
a las habitaciones del nuestra casa, al entorno físico y humano que encierran y encerraron sus paredes desde que ésta pasó a ser nuestro hogar
familiar.
Recuerdo que la primera cosa que
busqué con los ojos cuando el propietario anterior nos enseñó lo que iba a ser
nuestra casa a partir de entonces fue la habitación de la chimenea, lo que
sería después para nosotros el cuarto de estar. Fue una decepción. La estancia,
semidesnuda, con tres diminutas ventanas y un mármol jaspeado rodeando el hogar
era algo inhóspito y feo.
Como no teníamos un duro fue
necesario echarle mucha imaginación y dedicarle gran cantidad de tiempo. En
aquellos años toda la familia desarrollamos todos los oficios que fueron
necesarios para poner en condiciones una casa. Hicimos de albañiles, de fontaneros,
de pintores, de electricistas, de calefactores, de jardineros, todos los oficios
necesarios para poner a punto un hogar. Nos llevó más de medio año dejar a
nuestro gusto aquellas habitaciones que más nos urgían.
Cuando llegó el invierno el cuarto
de estar ya estaba preparado para servirnos de lugar de encuentro; se convirtió
en el espacio para la música, el cine, y sobre todo el lugar de la
contemplación; la siempre presencia del fuego como catalizador del
ensimismamiento o de la conversación relajada tras la cena.
Las sólidas ramas gruesas de la
encina, las raíces, en otra época una tonelada de roble que se quemó durante
dos inviernos en esa chimenea, los restos de recortes de haya de una fábrica de
muebles o la madera de aglomerado que en las épocas de las restricciones
económicas alimentaban nuestro fuego, o como en aquel año en que las raíces de
retama de un campo vecino con su especial llama azulada y sus formas grotescas,
alimentaron en nuestra chimenea constituyendo el trasfondo de todas las
ensoñaciones de un invierno, una época que todavía no había chimenea en mi
cabaña y las largas veladas de invierno transcurrían en la semipenumbra de la
habitación oscurecida intencionadamente con el fin de hacer de ella el refugio encantado
en que recogerse al final del día para ir contando con los dedos de la mano las
emociones que la jornada había deparado y después tejerlas aquí o allá con las
llamas del fuego que a ratos subían chisporroteantes lanzando pequeños
proyectiles encendidos a nuestros pies. Fuego compartido los fines de semana
con un whisky de tintineantes cubitos de hielo mientras mis pensamientos subían
o bajaban al ritmo de las llamas, encontrando a veces un rostro entre los
troncos que cambiaba su fisonomía, reforzaba un rasgo, desaparecía en el fondo
silbante de las cenizas y el fuego; sugiriendo otras rincones encantados de
montañas entre cuyas cumbres siempre había encontrado el fuego como un ensalmo
acompañando largas conversaciones de hombres y mujeres cuya pasión por las
cimas el fuego parecía bruñir con un nosequé de belleza visionaria; trayendo al
hilo de los pensamientos inquietos, siempre en su ir y venir por los
acontecimientos, los proyectos o acaso el reencuentro con unos ojos que
fugazmente se cruzaron conmigo en algún recodo de las horas del día.
Cuando a mi madre la
diagnosticaron un cáncer terminal fue ésta la habitación que preparamos para
ella. Fue una mutación insólita para este espacio que siempre había sido de
recreo y contemplación. A partir de entonces se convirtió en enfermería,
dormitorio, taller en el que mi padre se entretenía con sus trabajos de
carpintería. Sacamos el piano, metimos la cama de mis padres y, junto a la
ventana pusimos una bonita mesa de pino que compramos expresamente para que
trabajara él. Bajo el ancho aparador color nogal que atravesaba la pared norte
y en el que descansaba una enorme pecera, instalamos la farmacia, los pañales,
todo lo que ella iba a necesitar durante los tres meses que duraría su vida. De
todas las metamorfosis que sufrió la habitación esta fue la que más
permanentemente está incrustada en mi retina. Los tres meses más intensos de mi
vida transcurrieron entonces entre estas cuatro paredes; y probablemente les
suceda lo mismo a Victoria y a nuestros hijos. Muchas de aquellas
noches en que el fuego de la chimenea había sido casi prescrito, el rectángulo
iluminado de las llamas era sustituido por la luz difusa del acuario en donde
borboteaban las burbujas de oxigeno. Mi madre, desde su lecho, gustaba mirar
durante horas el ir y venir de los peces. Creo que le tranquilizaba mucho aquel
espectáculo en medio de la oscuridad.
El día en que creímos llegada la
hora sí encendimos el fuego de la chimenea. Victoria y yo
montamos guardia durante la noche. El silencio de la casa tenía algo
de premonición; sólo era interrumpido por el crepitar del fuego y la bomba del
acuario. Mi madre había cortado la tarde anterior su relación con el mundo
circundante y vivía dormida sumida en el abismo de sí misma; ausente, su
organismo se preparaba para morir. No daba ninguna muestra de sufrimiento. Con
las luces apagadas y las sombras bailando al ritmo de las llamas sobre las
paredes de la habitación, la escena tenía las características de los grandes
momentos de la vida de los hombres. Sobre las dos de la mañana me metí en la
cama con mi madre; intermitentemente su asma hacía su respiración trabajosa,
sonora, pero no tardaba en volver a la normalidad. Sentí su calor
como se siente el calor de una amante. Los años de toda una vida desfilaban por
mi memoria unidos al sentimiento de no haber dedicado tiempo suficiente a mi
madre después de mi infancia. Sus largas esperas durante los fines de semanas
hasta que volvía de la montaña, inclinada sobre alguna labor de punto, a veces
muy entrada la madrugada, retornaron a mí. ¿Cuánto la había hecho sufrir a ella
esa peligrosa afición mía de la escalada? Y su silencio ante ello, nunca una
palabra de recriminación; nunca una observación en contra cuando a su hijo en
plena nochebuena se le ocurría que él no cenaría en casa porque prefería
hacerlo solo en la
Pedriza. Dios, cuántos disparates se hacen en la vida.
Todo aquello se lo decía susurrando. Mis labios tocaban su cuello en un
último esfuerzo por que me oyera, porque sabía que dentro de un rato ella ya no
viviría; mis brazos la atraían contra mí. Hacia las cuatro de la mañana
despertó repentinamente, sus pulmones estaban encharcados de sangre; fue el
principio del final.
Como la casa, aparte lo más
prioritario, fue haciéndose poco a poco, no sería descabellado hablar de la
historia de un hogar; al fin y al cabo algo bastante más importante para sus
habitantes que cualquier otra historia, sea ésta la de la China o la del imperio
Austro-Húngaro. Nuestras raíces se asientan siempre en una casa, la de la
infancia; y no hay periodo en la vida en que no nos hallemos de un modo u otro
vinculado al espacio en el que transcurre la mayor parte de nuestra existencia,
nacen nuestras inquietudes, sufrimos, amamos, nos hacemos mayores y, ójala,
tengamos la oportunidad de morir.
El cuarto de estar en su evolución
siempre chocó con un imponderable. Convertido en lugar discretamente retirado
del resto de la casa, era idóneo para las siestas de los meses de calor, y a falta
todavía de descubrir la cabaña –en aquel tiempo convertida en chamizo para las
herramientas– en lugar para el retiro; pero tenía la limitación de una altísima
ventana a la que casi había que trepar para contemplar el atardecer o ver
simplemente el campo. Así que un buen día nos armamos de cortafrío y maza e
hicimos un enorme hueco en la pared de poniente que acristalamos, mirador suficiente
como para poder sentarse a contemplar ya todos los crepúsculos del año, cosa de
vital importancia para mi caso, y muy particularmente en esta casa en la que
sólo los sembrados se interponen entre nosotros y la sierra de Gredos. El punto
álgido de la obra fue subir dos vigas de hormigón de más de dos metros de largo sobre el dintel de la puerta. Uno que es un cagaprisas y que cuando
está en un proyecto no puede esperar a mañana a recibir ayuda, tuvo que
ingeniársela para subir y meter las vigas en sendos huecos, lo que quedó ahí
para mi gusto y satisfacción como testimonio de que uno puede más de lo que
cree poder. Ahora al atardecer no le faltaba ya más que un par de hamacas en
las que columpiarse sobre la siesta y ver volar las golondrinas mientras el sol
se acostaba, lo que sucedió tras nuestro primer viaje a América. Después
de nuestra experiencia de dos semanas navegando por el Amazonas, decidimos que
el invento de la hamaca era un artilugio que había sido creado expresamente
para nuestra habitación del crepúsculo. Y dicho y hecho. Ahora, cuando nos
reunimos toda la familia en casa en Navidad, los niños no piden otra cosa más que
les dejen dormir allí. Se sienten como en un barco. También nosotros.
Sus paredes son también un
muestrario de circunstancias variadas: viajes por Oriente, por Irán, por India,
dos retratos nuestros, retratos a la antigua usanza como presidiendo el lugar,
una máscara carnavalesca comprada un verano en Venecia, la familia en pleno por
todos los lados, ellos y ellas, ella y él, un dibujo a tinta china de Peña
Ubiña y bajo éste un hueco de un retrato de la mujer pequeña de la que estuve
enamorado y que ha pasado a la cabaña; y por último una foto colectiva en donde
todos, guapos y sonrientes, parecemos no haber roto un plato en nuestra vida.
En las paredes también hay testimonios de mis veleidades pictóricas, un tiempo
que me compré un puñado de pinceles y unos tubos de pintura al óleo.
El cuarto de estar está un poco triste ahora. Nuestros
hijos se hicieron autónomos hace más de dos décadas, yo me recluí en la cabaña
y cuando raramente subo es para ver una película a última hora o para compartir
con Victoria un rato frente a la chimenea. Quizás vengan
tiempos mejores. El hombre, ya se sabe, es animal de costumbres y a mí me
sucede ahora que los siete u ocho metros cuadrados de mi cabaña me parecen
espacio más que suficiente para vivir. Por el resto de la casa parezco como de
visita.
Nota: Sobre el tiempo en que mi madre enfermó y murió
escribí un librito titulado El año en quemurió mi madre. Aquí está la referencia de librería: