Mostrando entradas con la etiqueta Habitat. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Habitat. Mostrar todas las entradas

sábado, 2 de diciembre de 2023

Mi familia y otros animales

 


El Chorrillo, 3 de diciembre de 2023 

Había empezado a leer Rima del anciano marinero, de Coleridge, cuando de repente cayó sobre el libro una avispa, una avispa que debió de nacer a destiempo al calor de la cabaña. Pero aún así, tengo tales experiencias puntuales con las avispas que mi movimiento instintivo fue darle un papirotazo con el libro. En esta época las pobres están atontadas, así que quedó allí acurrucada entre los libros. Me dio pena, pero estaba tan maltrecha que ya no cabía otra cosa que recogerla y echarla al fuego. Últimamente me he vuelto muy considerado con estos pequeños seres que se cuelan en nuestra casa. Días atrás fueron dos babosa en momentos distintos; aparecieron misteriosamente bajo el fregadero de la cocina. A la primera la cogí con un trozo de papel y la deposité fuera sobre la yedra; a la segunda la tomé directamente con los dedos y tuve que lavarme varias veces las manos para quitarme la pegosidad que me dejó en ellos. Podría contar sobre un buen puñado de inesperadas apariciones que hemos tenido en casa.

Viviendo en pleno campo terminas haciendo migas con toda clase de bichos, una culebra que se había metido en una ocasión en el cajetín de una persiana y que al bajar ésta cayó sobre mis brazos; otra en verano en que a oscuras, cuando iba camino del baño pisé y que deposité en un cubo para enseñársela al día siguiente a mis alumnos; una más que a la hora de comer salía de entre las hortensias para compartir con nosotros la comida que le acercábamos con un cucharón; un erizo que apareció en otra ocasión tras los libros de la estantería a un metro y medio de altura; un enorme ciempiés que encontré una noche en la cabaña entre las sábanas de mi cama. Y ello sin contar los distintos pájaros que se nos cuelan en casa y que después se dan de porrazos por todos los lados hasta que los cogemos o dan con la abertura de la puerta.

Últimamente he asimilado tanto que ellos tienen parecido derecho a vivir en el entorno en que vivimos nosotros que, fuera mosquitos y moscas, todos parecen formar parte de nuestra familia. Recuerdo que Sylvain Tesson, La vida simple, cuando cuenta de su medio año en invierno junto al lago Baikal en una cabaña aislada, una de las primeras cosas que hizo fue conocer a sus vecinos, plantas y animalillos que vivían por los alrededores. Los observaba, los clasificaba, aprendía de sus costumbres. El hablaba de sus vecinos. Nosotros más que eso, ya no son nuestros vecinos, son nuestra familia; nosotros somos ellos también y naturalmente no sólo los animales, también las plantas, los árboles forman un todo con nosotros. Nosotros los hemos parido de alguna manera, los hemos plantado, los hemos dado de comer, los hemos cuidado cuando la grafiosis o la gomosis se ha hecho con ellos, hemos eliminado los pulgones, sulfatado las parras y diariamente damos de comer a los peces y a los pájaros. Cuando una culebra fue succionada por el skimmer de la piscina y fue a parar al filtro de la depuradora, al recogerla pareció muerta, pero la cuidamos, la secamos y quince minutos después ya salía pitando camino de una pequeña espesura boscosa que tenemos en la parcela. Por cierto asistimos también a la noche de bodas de una pareja de culebras que llenas de amor y ausentes a lo que les rodeaban copulaban fervientemente junto a la piscina. Cuando llega la primavera el zumbido de las abejas y las avispas de todo tipo son la música de fondo de algún rincón. O las bandadas de estorninos que vienen a cientos cuando las moras entran en sazón. Esos son como la familia venida de lejos que una vez asistida al banquete del reencuentro se marchan con viento fresco hasta la próxima primavera. De estos hay muchos. Los ruiseñores, por ejemplo que llegan a finales de febrero o principios de marzo y hacen de su concierto amoroso la música de toda la primavera hasta finales del mes de mayo.

Son tantos y tantos los componentes de esta familia. Me recuerda aquel libro de Gerald Durrell, Mi familia y otros animales, y la historia con su pato Quasimodo, esa relación tan próxima que tenía el autor con los animales con los que compartió su vida mientras vivió en Corfú. Yo, aunque siento esa cercanía, soy más espectador que otra cosa; mientras Victoria se abraza cada mañana a loa árboles o da de comer a las carpas identificándolas una a una y si se presta casi hablando con ellas mientras sentada junto al estanque se fuma un cigarrillo, yo siento esa cercanía también pero no paso de ser mucho más que un espectador. Quizás es en esta época de mi vida y especialmente esta temporada, estos dos meses que llevo sin salir de casa, que se me ha acentuado esta proximidad a los animales junto a los que vivo.

Entre eso y que he encontrado un tesoro en la IA que me ayuda a abrirme paso en algunos conocimientos específicos… Por ejemplo, hace un momento, siguiendo el hilo de mis pensamientos, recordé con el tema de los animales vecinos a Sylvain, pero no me acordaba del apellido y la IA me lo proporcionó, así que ya aproveché para preguntarle si me podía sugerir algún libro parecido a su La vida simple, y me recomendó Walden, de Thoreau, que evidentemente conocía de hace mucho tiempo. Sin embargo insistí en que me propusiera otro y entonces me señaló a Epicteto, su Inquiridión y Manual de vida, que enseguida han pasado a formar parte de mis libros en ciernes. Entre eso, lo de los animales y las plantas, decía, y las nuevas lecturas que me están llevando desde Lucrecio a Epicuro y a otros autores de la antigüedad, a lo que hay que añadir otras diversas lecturas, no sé si cuando tenga el coche disponible voy a encontrar tiempo para el monte. Descubrir los encantos del aislamiento y estar comunicado con el mundo sólo a través de Internet, aunque ausente de las redes, está generando una preparación para el invierno que me parece fantásticamente ideal.

Venga, a otra cosa; que ya sobrepasé el número canónico de palabras y mejor volver a las baladas de Coleridge que me están esperando.

 

 

 

 


jueves, 16 de febrero de 2023

Esas paredes de nuestras casas…

 



El Chorrillo, 16 de febrero de 2023

Como esto es un diario, bien merecerá éste que algo le cuente de lo que se cuece a su alrededor mientras él dormita sobre la mesa de mi cabaña. Así que ahí va.

Esas veleidades de querer representar una gran idea, aspirar a más allá de la recoleta cotidianidad cuando tenemos ahí al alcance de la mano algo que pintar o fotografiar que simplemente puede ser bello, algo que nos agrada. Hacer cosas bellas que colgando de la pared de casa cada vez que pasamos junto a ellas atraigan nuestra atención.

Los libros, arrebujados en la estantería como pasajeros en metro en hora punta, son más difíciles de apreciar, necesitan un ejercicio más prolongado para entrar en contacto con ellos, buscar el volumen, abrirlo, mirar aquí y allí, un buen rato para localizar ese pequeño gusto o placer que te puede producir un párrafo, mientras que un dibujo, una pintura, un grabado colgados de la pared de la casa gozan de la espontaneidad de la mirada del que pasa camino de alguna tarea y, tropezando con ello se detiene, lo mira, recuerda el instante en que fue pintado, la escena representada, aquel día que vivaqueaste aquí o allí, ese día de otoño que te detuviste junto a la Laguna Negra frente a unas cascadas rodeadas por los colores del otoño. Las pinturas, las fotografías sobre las paredes del lugar son en cierto punto el santo y seña de dos momentos de excepción, el momento vivido en un entorno placentero y el de las horas o instantes dedicados a reproducir aquellos instantes  de belleza… y que se renueva cada momento que pasas frente a sus representaciones. De ahí que vestir las paredes de las habitaciones de la casa de uno con el testimonio gráfico de esa doble vivencia personal se convierta, por decirlo de algún modo, en la prolongación de uno mismo.

Valga decir que ni soñando yo sustituiría las fotografías, las pinturas de las habitaciones que cuelgan de las paredes de casa por ninguna de las mejores pinturas del museo del Prado.

Cerca del mediodía y en la cama . Hoy era día de marchar a dormir por las alturas, el Cerro Ventoso, probablemente, pero mientras deshojaba la margarita pensando en si hoy u otro día, sonó un guasap de mi amigo Toño. Me mandaba una reproducción de su primer grabado. Me gustaba tanto ese trabajo que no se me ocurrió otra cosa que atreverme a sugerirle que me regalara una copia. Y fue de ahí que me fui a especular sobre la supuesta veleidad de querer pintar grandes cosas, grandes ideas, cuando tenemos al alcance de la mano la simplicidad de fabricar algo simplemente bello, simplemente agradable a la vista, al recorrido de los ojos por las paginas de un escrito. Y en esto estaba cuando entra Victoria por la puerta de la cabaña a darme los buenos días y a preguntarme si por fin me voy a la sierra. Y enseguida a continuación, con signos de admiración, salta entusiasmada: ¡Han venido los verderones!, ¡han venido los verderones! Algo así como ya tenemos aquí a nuestros pájaros cantores. Y es que en El Chorrillo las estaciones las marca la llegada del canto de los pájaros y hasta ahora salvo por los petirrojos, los mirlos y los gorriones la arboleda estaba muy callada. Los verderones han llegado, lo que quiere decir que los ruiseñores no se harán esperar. Bienvenidos serán ellos y sus cantos.

Y se acabó el paréntesis. Hablaba el otro día con Paco en su casa sobre un tema interesante en el que no nos poníamos de acuerdo. Tratábamos de poner de relieve cuáles eran los elementos principales que desencadenaban la creación de una obra de arte. Él mantenía que esencialmente se necesitaba un conocimiento profundo de los útiles del arte, cultura y por supuesto una gran sensibilidad, eso creo que expresaba. Yo por mi parte aludía al hecho creativo, al menos en su momento de eclosión, como un algo independiente de la cultura más relacionado con un golpe de inspiración, como fruto de un instante en que la disposición del individuo, su estado anímico, las especiales condiciones del momento, le sugieren unas palabras, una frase musical, de donde posteriormente arrancará, ya con la colaboración del conocimiento de los útiles, el resto de la obra. Y se me ocurría ese ejemplo concreto de las cuatro primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven, ta, ta, ta, tá, que debieron de servir al autor para dar a luz a una de las obras sinfónicas señeras de la historia de la música.

De todas maneras no son  grandes obras las que despertaron en mí esta mañana esa sensación de lo bello que suscitan muchas de las cosas que salen de las humildes manos de la gente corriente, valga decir muchas fotografías que hiciste, unas, salidas de la magia de cuarto oscuro iluminado por la claridad roja de la bombilla de revelado, otras como resultado de un momento especial, un rostro, un paisaje al amanecer, que acaso han pasado por el tratamiento del Photoshop; valga decir dibujos, pinturas, acuarelas que religiosamente han ido subiendo al cuadro de honor de las paredes de tus habitaciones para recordarte con su liviana o mucha belleza momentos especiales de un atardecer, de una noche cuajada de estrellas, recuerdos de lejanos viajes o simplemente la expresión de una niña triste de las Hurdes que se te quedó grabada en la retina y que en algún momento trasladaste primero a una copia de papel y posteriormente a un óleo.

Vestir las paredes de la casa con los breves instantes que la vida o la propia creatividad de sus habitantes han ido generosamente destilando, siempre me ha parecido una excelente manera de vivir rodeado de uno mismo. Si los libros de una biblioteca de alguien hablan elocuentemente más que otra cosa de sus habitantes, ¡qué no dirán las fotografías, los dibujos, los libros, las pinturas salidos de las manos de sus moradores!

La casa, el hogar, el entorno donde se desenvuelve la mayor parte de nuestra vida ¿no debiera ser la prolongación de nosotros mismos, el testimonio de nuestro paso por los años y las experiencias vividas? ¿Quién puede imaginar la paredes de la casa de un amante de la montaña de edad madura donde no cuelguen fotografías que recuerden algunos de los hitos de su historia personal, una casa así donde en sus muros no cuelguen un viejo piolet, unos mosquetones, una cuerda?

Las pequeñas cosas que salieron de nuestras manos, que son testimonio de una pasión mantenida a lo largo de los años, que nos recuerdan quienes somos y de dónde venimos, bien merecen vivir al alcance de nuestros ojos.

Pasado mediodía, hora de levantarse.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


jueves, 24 de marzo de 2022

Una habitación para morir

 





El Chorrillo, 24 de marzo de 2022

Dibujando ayer en nuestro cuarto de estar recordé unas viejas notas que tomé hace años cuando esta habitación sirvió de enfermería y de lecho mortuorio para mi madre. Retomo hoy aquellas líneas en un esfuerzo que estoy haciendo por dar vida, ahora mediante un cómic, a las habitaciones del nuestra casa, al entorno físico y humano que encierran y encerraron sus paredes desde que ésta pasó a ser nuestro hogar familiar.

Recuerdo que la primera cosa que busqué con los ojos cuando el propietario anterior nos enseñó lo que iba a ser nuestra casa a partir de entonces fue la habitación de la chimenea, lo que sería después para nosotros el cuarto de estar. Fue una decepción. La estancia, semidesnuda, con tres diminutas ventanas y un mármol jaspeado rodeando el hogar era algo inhóspito y feo.

Como no teníamos un duro fue necesario echarle mucha imaginación y dedicarle gran cantidad de tiempo. En aquellos años toda la familia desarrollamos todos los oficios que fueron necesarios para poner en condiciones una casa. Hicimos de albañiles, de fontaneros, de pintores, de electricistas, de calefactores, de jardineros, todos los oficios necesarios para poner a punto un hogar. Nos llevó más de medio año dejar a nuestro gusto aquellas habitaciones que más nos urgían.

Cuando llegó el invierno el cuarto de estar ya estaba preparado para servirnos de lugar de encuentro; se convirtió en el espacio para la música, el cine, y sobre todo el lugar de la contemplación; la siempre presencia del fuego como catalizador del ensimismamiento o de la conversación relajada tras la cena.

Las sólidas ramas gruesas de la encina, las raíces, en otra época una tonelada de roble que se quemó durante dos inviernos en esa chimenea, los restos de recortes de haya de una fábrica de muebles o la madera de aglomerado que en las épocas de las restricciones económicas alimentaban nuestro fuego, o como en aquel año en que las raíces de retama de un campo vecino con su especial llama azulada y sus formas grotescas, alimentaron en nuestra chimenea constituyendo el trasfondo de todas las ensoñaciones de un invierno, una época que todavía no había chimenea en mi cabaña y las largas veladas de invierno transcurrían en la semipenumbra de la habitación oscurecida intencionadamente con el fin de hacer de ella el refugio encantado en que recogerse al final del día para ir contando con los dedos de la mano las emociones que la jornada había deparado y después tejerlas aquí o allá con las llamas del fuego que a ratos subían chisporroteantes lanzando pequeños proyectiles encendidos a nuestros pies. Fuego compartido los fines de semana con un whisky de tintineantes cubitos de hielo mientras mis pensamientos subían o bajaban al ritmo de las llamas, encontrando a veces un rostro entre los troncos que cambiaba su fisonomía, reforzaba un rasgo, desaparecía en el fondo silbante de las cenizas y el fuego; sugiriendo otras rincones encantados de montañas entre cuyas cumbres siempre había encontrado el fuego como un ensalmo acompañando largas conversaciones de hombres y mujeres cuya pasión por las cimas el fuego parecía bruñir con un nosequé de belleza visionaria; trayendo al hilo de los pensamientos inquietos, siempre en su ir y venir por los acontecimientos, los proyectos o acaso el reencuentro con unos ojos que fugazmente se cruzaron conmigo en algún recodo de las horas del día.

Cuando a mi madre la diagnosticaron un cáncer terminal fue ésta la habitación que preparamos para ella. Fue una mutación insólita para este espacio que siempre había sido de recreo y contemplación. A partir de entonces se convirtió en enfermería, dormitorio, taller en el que mi padre se entretenía con sus trabajos de carpintería. Sacamos el piano, metimos la cama de mis padres y, junto a la ventana pusimos una bonita mesa de pino que compramos expresamente para que trabajara él. Bajo el ancho aparador color nogal que atravesaba la pared norte y en el que descansaba una enorme pecera, instalamos la farmacia, los pañales, todo lo que ella iba a necesitar durante los tres meses que duraría su vida. De todas las metamorfosis que sufrió la habitación esta fue la que más permanentemente está incrustada en mi retina. Los tres meses más intensos de mi vida transcurrieron entonces entre estas cuatro paredes; y probablemente les suceda lo mismo a Victoria y a nuestros hijos. Muchas de aquellas noches en que el fuego de la chimenea había sido casi prescrito, el rectángulo iluminado de las llamas era sustituido por la luz difusa del acuario en donde borboteaban las burbujas de oxigeno. Mi madre, desde su lecho, gustaba mirar durante horas el ir y venir de los peces. Creo que le tranquilizaba mucho aquel espectáculo en medio de la oscuridad.

El día en que creímos llegada la hora sí encendimos el fuego de la chimenea. Victoria y yo montamos guardia durante la noche. El silencio de la casa tenía algo de premonición; sólo era interrumpido por el crepitar del fuego y la bomba del acuario. Mi madre había cortado la tarde anterior su relación con el mundo circundante y vivía dormida sumida en el abismo de sí misma; ausente, su organismo se preparaba para morir. No daba ninguna muestra de sufrimiento. Con las luces apagadas y las sombras bailando al ritmo de las llamas sobre las paredes de la habitación, la escena tenía las características de los grandes momentos de la vida de los hombres. Sobre las dos de la mañana me metí en la cama con mi madre; intermitentemente su asma hacía su respiración trabajosa, sonora, pero no tardaba en volver a la normalidad. Sentí su calor como se siente el calor de una amante. Los años de toda una vida desfilaban por mi memoria unidos al sentimiento de no haber dedicado tiempo suficiente a mi madre después de mi infancia. Sus largas esperas durante los fines de semanas hasta que volvía de la montaña, inclinada sobre alguna labor de punto, a veces muy entrada la madrugada, retornaron a mí. ¿Cuánto la había hecho sufrir a ella esa peligrosa afición mía de la escalada? Y su silencio ante ello, nunca una palabra de recriminación; nunca una observación en contra cuando a su hijo en plena nochebuena se le ocurría que él no cenaría en casa porque prefería hacerlo solo en la Pedriza. Dios, cuántos disparates se hacen en la vida. Todo aquello se lo decía susurrando. Mis labios tocaban su cuello en un último esfuerzo por que me oyera, porque sabía que dentro de un rato ella ya no viviría; mis brazos la atraían contra mí. Hacia las cuatro de la mañana despertó repentinamente, sus pulmones estaban encharcados de sangre; fue el principio del final.

Como la casa, aparte lo más prioritario, fue haciéndose poco a poco, no sería descabellado hablar de la historia de un hogar; al fin y al cabo algo bastante más importante para sus habitantes que cualquier otra historia, sea ésta la de la China o la del imperio Austro-Húngaro. Nuestras raíces se asientan siempre en una casa, la de la infancia; y no hay periodo en la vida en que no nos hallemos de un modo u otro vinculado al espacio en el que transcurre la mayor parte de nuestra existencia, nacen nuestras inquietudes, sufrimos, amamos, nos hacemos mayores y, ójala, tengamos la oportunidad de morir.

El cuarto de estar en su evolución siempre chocó con un imponderable. Convertido en lugar discretamente retirado del resto de la casa, era idóneo para las siestas de los meses de calor, y a falta todavía de descubrir la cabaña –en aquel tiempo convertida en chamizo para las herramientas– en lugar para el retiro; pero tenía la limitación de una altísima ventana a la que casi había que trepar para contemplar el atardecer o ver simplemente el campo. Así que un buen día nos armamos de cortafrío y maza e hicimos un enorme hueco en la pared de poniente que acristalamos, mirador suficiente como para poder sentarse a contemplar ya todos los crepúsculos del año, cosa de vital importancia para mi caso, y muy particularmente en esta casa en la que sólo los sembrados se interponen entre nosotros y la sierra de Gredos. El punto álgido de la obra fue subir dos vigas de hormigón de más de dos metros de largo sobre el dintel de la puerta. Uno que es un cagaprisas y que cuando está en un proyecto no puede esperar a mañana a recibir ayuda, tuvo que ingeniársela para subir y meter las vigas en sendos huecos, lo que quedó ahí para mi gusto y satisfacción como testimonio de que uno puede más de lo que cree poder. Ahora al atardecer no le faltaba ya más que un par de hamacas en las que columpiarse sobre la siesta y ver volar las golondrinas mientras el sol se acostaba, lo que sucedió tras nuestro primer viaje a América. Después de nuestra experiencia de dos semanas navegando por el Amazonas, decidimos que el invento de la hamaca era un artilugio que había sido creado expresamente para nuestra habitación del crepúsculo. Y dicho y hecho. Ahora, cuando nos reunimos toda la familia en casa en Navidad, los niños no piden otra cosa más que les dejen dormir allí. Se sienten como en un barco. También nosotros.

Sus paredes son también un muestrario de circunstancias variadas: viajes por Oriente, por Irán, por India, dos retratos nuestros, retratos a la antigua usanza como presidiendo el lugar, una máscara carnavalesca comprada un verano en Venecia, la familia en pleno por todos los lados, ellos y ellas, ella y él, un dibujo a tinta china de Peña Ubiña y bajo éste un hueco de un retrato de la mujer pequeña de la que estuve enamorado y que ha pasado a la cabaña; y por último una foto colectiva en donde todos, guapos y sonrientes, parecemos no haber roto un plato en nuestra vida. En las paredes también hay testimonios de mis veleidades pictóricas, un tiempo que me compré un puñado de pinceles y unos tubos de pintura al óleo.

El cuarto de estar está un poco triste ahora. Nuestros hijos se hicieron autónomos hace más de dos décadas, yo me recluí en la cabaña y cuando raramente subo es para ver una película a última hora o para compartir con Victoria un rato frente a la chimenea. Quizás vengan tiempos mejores. El hombre, ya se sabe, es animal de costumbres y a mí me sucede ahora que los siete u ocho metros cuadrados de mi cabaña me parecen espacio más que suficiente para vivir. Por el resto de la casa parezco como de visita.

 

Nota: Sobre el tiempo en que mi madre enfermó y murió escribí un librito titulado El año en quemurió mi madre. Aquí está la referencia de librería:




lunes, 8 de junio de 2020

Caminar cuando la luz se hace de terciopelo







El Chorrillo, 2 de junio de 2020

La tormenta de ayer tarde ha dejado los caminos embarrados pero todo está bonito a rabiar. El sol se ha alzado suavemente sobre el horizonte y ha vestido las cebadas y los trigos con la delicada paleta de los colores de un pintor impresionista adicto a las caricias de la luz. Cuando me desvío del arroyo de Valdespino y giro a la derecha por el Camino del Monte pensando que en el otro el barro me va a impedir el paso en cierto lugar, me sorprende enseguida una vegetación exuberante que se cierne sobre la pista como intentando formar un arco de bienvenida para que el paseante admire más de cerca la belleza de sus flores. 
Las flores, los echiums y la Silene colorata o la espléndida  Cañaheja (Thapsia villosa). han perdido la viveza de sus colores camino del verano, pero la tibieza de la luz matinal rozando los pétalos y el paisaje con la caricia de su mano de nieve, Bécquer evidentemente, ha estampado para mi retina un cuadro ante el que detenerse para contemplar la belleza de este rincón del mundo. Cosas que tiene el madrugar para intentar atrapar el primer aliento del día que comienza.
Cuando el sendero constelado de flores alcanza el altillo que se cruza con el camino que lleva a la izquierda al cementerio de Batres, una pareja de conejos, la madre y su cría, miran expectantes al caminante que se acerca, y enseguida, como descubriendo en él a un potencial depredador que en un plis plas puede convertir sus cuerpos en un plato de conejo al ajillo, salen disparados dando saltos como si estuvieran escenificado una película de dibujos animados de Walt Disney; trocotrón, trocotón, píes para qué os quiero.



Vamos, que la mañana está para hacer un poema con ella, esa clase de mañanas que deberían servir para entender que la belleza es un bien esencial a disposición de todos los ojos que quieran ver, cosa no corriente en este mundo en donde la telebasura y un cacho de cuero lleno de aire pateado por los sapiens ocupan la mitad del universo de los intereses de los bípedos del planeta; no corriente porque la belleza, bien gratuito por excelencia, ay, mamma mia, no está de moda, que la belleza, sofocada por… Eh, eh, tú para, oigo a mi acostumbrada amiga Marichu darme golpecitos en el hombro como siempre que quiere echarme la bronca. Y naturalmente me veo obligado a contestarla.
¿Qué pasa tía? Por cierto que sí, que algo sí me paso, aquí y en otros momentos, que hasta ayer me salió llamar tío al alcalde de mi pueblo en un arranque de espontaneidad; que uno es así, que no hay que tratar a la autoridad municipal como si fuera el colega con el que te marchas de jarana, que hay que guardar las formas, leñe.
Y es que mi amiga, que se ha convertido en mi interlocutora desde eso del confinamiento, no para de meter palitos en las ruedas de mi bicicleta cada vez que me levanto contra el orden establecido. No es que mi amiga sea de Vox, que si eso fuera ni mirarla a la cara, es que esta chica es capaz hasta de meterse en mis fantasías eróticas si me descuido un pelo.
Y una vez en el altillo, dejando la línea de casas de Serranillos a mi espalda que aparecen somnolientas despertando de la noche todavía, me voy hundiendo por una estrecha pista barreada, embarrada diría la RAE, pero que a mí se me antoja barreada, que me va a llevar al arroyo Tochuelo, uno de mis paseos favoritos por el municipio. Y según voy bajando me acuerdo del amigo Iván, el alcalde, que vaya curro les espera a él y a su trouppe  cuando emprendan la tarea de arreglar algunos caminos, que este invierno han sufrido una devastación tal por las lluvias de dejarlos en su mayoría inútiles para el tránsito. Se da incluso el caso de algunos que ni siquiera un tractor pueda transitarlos.


Por cierto, que se me ocurre que por qué coño en la escuela se enseña donde nace el río Miño y cosas tan lejanas dejando en la ignorancia de los pupilos el nombre de los topónimos de la geografía local. Saben del río Tajo pero desconocen el nombre del arroyo que corre a cien metros de su casa. Cosas veredes, amigo Sancho. Y lo mismo con las flores y los animales. Sus libros de texto recorren las selvas y los desiertos pero en su pueblo aparte del gorrión no conocen ningún otro nombre de las aves que pueblan el cielo y las alamedas del pueblo. Bueno, pues pasando junto a Los Carboneros y Olivas Altas, vayamos poniendo nombre a lo lugares por donde paseamos, me tropiezo con un inhiesto ejemplar de papaver dormidera, y por cierto, que desde que me he empeñado en conocer a mis vecinos las plantas y los animales veo lo que nunca antes había visto porque era potencialmente ciego a muchos de sus encantos; pues pasando, decía, por aquí o por allí, con las adormideras que me voy encontrando se me ocurre que lo mismo en un momento que me dé la depre, esos en que el alma se hace obtusa, lo mismo podía probar a extraer esa mítica sustancia que forma las delicias de los fumadores orientales de opio. Uno no fuma en absoluto, pero… ¡Eh, eh, tío, no seas pringao, que ya estás otra vez liao! Joder, ya estamos, pero Marichu, me quieres dejar en paz, por favor. Que ya, que me ves en la trena, dices. Anda, anda ya y déjame seguir con la escritura que es lo que me priva esta mañana.
Pero la hora de la luz acariciadora pasa y entonces el sol ya, a cuatro dedos sobre el horizonte, ha empezado a aplanar con el rigor de su fuerza proteica el oro de los trigales. Es la hora de alimentar a las plantas y proveerlas de la energía que convertirá la espiga en pan candeal y a las hojas de los árboles en motores que limpien de dióxido de carbono nuestra atmósfera. Más adelante, el arroyo Tochuelo, que seguro que me va a meter en un barrizal, así que mejor me doy la vuelta. Me paro frente a una gran concavidad que han formado las riadas del invierno y busco inútilmente la belleza inesperada que surgía ayer de su fondo. La arcilla de la superficie se había secado y, al resquebrajarse, había convertido el barro en finas láminas bellamente distribuidas por el fondo de la cárcava. Echad un vistazo a la imagen de abajo y ya me diréis si no es bello el cuadro que se había formado allí.

El mismo trozo de suelo ayer y hoy. La Naturaleza también destruye y rehace su propia belleza

A ambos lados del camino, las retamas, ahora ya a pleno sol, y adormecidas poco antes como a quien se les han pegado las sábanas tras su letargo invernal, empiezan a despuntar con sus flores amarillas en las puntas de sus tallos de suave verde alcachofa. Empieza a hacer calor, el entorno se ha llevado toda mi atención y ahora es el momento de cambiar de registro, le ha llegado el tiempo a mi lectura. Así que cuando el calor ya empezaba a hacer correr el sudor por mi rostro, antes de pasar la AP-41, entonces ya fue el momento del grande, del magnífico Julio Cortazar con quien convivo ya desde hace semanas cada vez que me echo a caminar de madrugada. Pura magia la de su prosa a la que dedico siempre la mitad de mi caminata, a él y a esa agradable voz de mujer que me lee sus relatos, Miles Davis hoy con su extraordinario saxo en uno de sus relatos. Terminado el relato no me resisto a oír a Miles; subo la cuesta de mi casa escuchando So What. Fin de mi caminata matinal.