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Nebulosa planetaria en la constelación de Gemini (cortesia de Francisco Sánchez) |
De un lado para otro de Madrid, 4 de marzo de, 2025
Ah, las grandes palabras y conceptos, que son nuestro sostén, la razón de nuestro peregrinar por el mundo y que acaso el rubor hace que las veamos con una especie de retórica trasnochada. El universo, el amor, nuestra íntima relación con él. Quién puede hablar así en un mundo donde la política global ocupa la atención general, donde la obsesión por cuatro cosas ocupa nuestro horizonte mental. Hemos perdido el contacto con la tierra, con la esencia de nuestro vivir hasta tal punto que cuando nombramos estos conceptos universales pareciera cosa de mentes trasnochadas. Esas cosas que suceden y hasta que dentro de nosotros se produce un cortocircuito, se nos muere un hijo, la esposa y entonces, entonces sí, volvemos a tomar contacto con la realidad interna. El término universo me asaltó en el autobús camino de una cita; debió de quedárseme pegado el asunto como se quedan algunas semillas pegadas a la grupa de los animales a su paso por la espesura del bosque. Me gusta esa imagen de pasar junto a algunas realidades, esta mañana una entrada de Julio que hablaba de nuestra sintonía con el universo, y que se te queden adheridas ciertas semillas que al rato germinan y producen cierta explosión de ideas en tu pensamiento. Escribe Chirbes que cree que era Sócrates el que decía que la naturaleza salvaje le enseña poco al hombre, que, sin embargo, se vuelve sabio en la comunidad, en la urbe clásica. ¡Qué equivocado estaba Sócrates en este caso! (Vaya, distraído con la escritura me pasé de parada. Pausa).
En la sala de espera un señor mayor charla con una joven que bien podría ser su hija. Comenta él de ciertos ritos de las cultura incaica. Entra otro señor muy mayor, que se ayuda de dos garrotas; una de ellas se le cae al suelo e inmediatamente la joven de enfrente se levanta para recogerla. No, no se moleste, con la otra puedo pescarla del suelo, dice él. Ahora la joven le enseña a su padre unas fotos en el móvil. Ambos sonríen durante una rato comentando la sonrisa de un nieto, las graciosas coletas de una nieta… Qué regalo para los ojos verlos y escucharlos, verlos porque no me llega más que el murmullo de su voz que está lejos del bruto con el que compartía momentos antes un vagón del tren vacío y que tenía su teléfono a toda pastilla como si fuera el altavoz de una feria. Tuve que cambiarme de vagón. Tiene gracia que tenga que huir de usted y su teléfono, le dije, mientras buscaba un lugar más tranquilo en otro departamento. Entra una recepcionista y pregunta por Pedro Lascano. El señor mayor de la garrota se levanta pesadamente, sí, soy yo, ya voy. Se despide.
Tener que escapar de las rutinas diarias para retornar a la naturaleza y a nuestra relación con esas pequeñas verdades del universo, y sin embargo estos pequeños encuentros en una sala de espera, me retornan a ese mundo de algún modo. Acaso no sólo los paisajes de las noches estrelladas y sus constelaciones o los grandes paisajes que inciden en nuestro interior con un fulgor momentáneo, sino que probablemente tenemos por descubrir un otro universo en lo más pequeño de ese gran universo, éste sin más de los pequeños detalles, un acto de cortesía, una brisa mientras compartimos un recuerdo infantil, esa mano de la hija que apenas se advierte y que se posa sobre el brazo del padre en un gesto tan familiar como entrañable. El calor que desprenden padre e hija en una anónima sala de espera en un edificio de una calle de Madrid, un lugar en España, en el continente, en el mundo, un pequeño rincón dentro de la Vía Láctea que contiene 400.000 millones de estrellas. Y sin embargo cuánta música en un solo gesto, en una mano que se posa con cariño en el brazo de su padre.
Me llaman, tengo una amigable charla con el urólogo al que ya le siento como un buen amigo; le doy las gracias efusivamente por todo y me da luz verde para volver enteramente a la vida de siempre. La vida me sonríe. Me siento ese chispazo que somos dentro del tiempo en el universo. Salgo de la consulta y me despido del padre y la hija que todavía esperan su turno. Recuerdo en ese instante una escena que presencié en la antesala del quirófano a donde había acompañado a mi hijo Mario. Un hombre grueso de mirada bondadosa que acarreaba tantos años como para ser centenario y al que la bata de quirófano apenas tapaba su cuerpo desnudo. Sus movimientos eran lentos, pesados. Alcánzame los zapatos, le dijo a su esposa, una mujercita menuda arrugada como una pasa de mirada también bondadosa. Y ella que pacientemente y con mucho esfuerzo se agacha e intenta ponerle primero los calcetines al marido. Era una escena tan entrañable que no me atreví a ofrecer mi ayuda. Al poco rato les vi salir desde la sala de espera, ambos del brazo, despacio, tranquilos, como quien ha asumido desde hace mucho tiempo la vida y los años con instintiva normalidad. Así, uno junto a otro hasta que la vida nos separe. Tanta vida juntos, tantos hijos…
Ahora atravieso un largo pasillo en la estación de Acacias, en mitad del pasillo un joven de raza negra ameniza el lugar con su guitarra. Dejo la escritura por un momento, busco en mi cartera, saco un billete de cinco euros y lo deposito en la funda de su guitarra junto a otras monedas. Me da las gracias con la mejor de sus sonrisas. De nada, gracias a ti, le digo.
Ahora voy camino del dentista. Recuerdo al Principito, ese ubicuo e ingenuo personaje que se paseaba por el Universo y tan pronto hacía de farolero en un pequeño planeta como interpelaba en otros a sesudos astrónomos cuyo trabajo consistía en catalogar miles y miles de estrellas. Si me fuera a una isla solitaria y sólo me permitieran llevarme los libros de un solo autor, creo que no lo dudaría, allí me llevaría las obras completas de Saint-Exupéry.
Me sobra tiempo para la consulta del dentista, así que me regalo un chocolate con churros, hábito de las tardes de Madrid, mientras termino con estas líneas. En la barra una mujer discute con su amiga apasionadamente a voz en grito soltando un gilipollas cada cinco palabras. Junto a mi mesa un padre atiende a su nene y le prepara un biberón. Se lo enchufa por la boca mientras discute animadamente con un amigo. El niño mientras tanto gira forzadamente su cabeza para seguir en la teletonta alguna cosa que le llama la atención. Se ha desconectado de su padre y su amigo y ahora su mirada está fija en las monadas de la tele, alguno de esos concursos que nutren masivas audiencias.
Echo una ojeada al contador de palabras del Word, 1.101. Creo que es bastante por hoy.
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