miércoles, 25 de diciembre de 2024

Sólo vivir

 



El Chorrillo, 25 de diciembre de 2024

Y tras el tradicional encuentro familiar del día de Navidad, vuelta la casa a su original disposición después del fenomenal jaleo que hay que organizar para que todos nos podamos sentar alrededor de una gran mesa, llega el momento mágico del día. El fuego en la cabaña, la penumbra en su entorno, las lejanas luces de un pueblo en la distancia. ¿Qué hacer mejor que vivir? Contemplar el fuego, recrearse en este presente que todo lo abarca. El fuego amigo que acompaña al hombre desde los tiempos de las cavernas, omnipresente señor del invierno, es demasiado seductor esta noche como para alargar la mano a un libro y embeberse en la lectura, otros paisajes, otras circunstancias. ¿Qué mejor espectáculo que el que brota de los propios pensamientos tras todo un día de desatención a tu propio ser y estar? Vivirse, autofagia, nada de películas ni libros; la pura contemplación del fuego, del libre fluir de los pensamientos.

Aquello de lo que se llena la vida en otros momentos, rutinas, pensamientos recurrentes, proyectos, el divagar de la memoria, queda en suspenso esta tarde para hacerse sencillo estar. Han desaparecido miles de años de civilización y ahora es entonces el hombre frente al fuego y sus pensamientos. La cultura, la historia, la actualidad política o económica no existen, han desaparecido y queda la esencia del estar, el calor del fuego que me aísla del frío de la noche, que acoge mis pensamientos, que es el centro de mi atención. Mico nuestro gato me acompaña. Quizás aquellos primeros hombres de las cavernas tenían también de acompañante a un perro o a un gato, el calor de su cuerpo pequeño entre las yemas de los dedos, o la testuz de un perrazo recostada sobre las piernas. Esa sensación de cercanía de otro ser viviente en medio del frío del exterior. La soledad atenuada, ese bienestar primero de otro cuerpo a tu lado, el alivio de no estar solo en el mundo. Y coño, cómo no acordarme del amigo José Mijares y de esa soledad acompañada durante semanas de caminar en la semioscuridad del mundo nórdico, siempre su fiel amigo Lonchas al lado; cómo no admirar lo que José puede sentir en medio de esa inmensa soledad de hielo en donde el sol apenas deja un muy débil rastro de luz sobre el horizonte.

A veces puedo discrepar con algunos amigos, pensamientos, ideas, concepciones sobre la realidad, pero cuando el rastro de la civilización ha desaparecido y sólo tenemos delante el fuego, el frío, la soledad, acaso una ligera tienda de campaña o un refugio entre bloques de hielo, cuando toda nuestra cultura y progreso han desaparecido para quedar desnudos frente a la mar, aislados frente al fuego, perdidos entre las montañas; cuando sólo existes tú en parecida  circunstancias a la de los hombres del Paleolítico, ¿a qué sirve todo nuestro bagaje conceptual, todas esas preocupaciones que ocupan al hombre moderno? Y ahora, aislado en mi cabaña frente al fuego, ¿no soy parte de aquel hombre primitivo? ¿No son mis preocupaciones similares? Subsistir al frío, al hambre, mitigar la soledad. Allá fuera, no hace falta irse muy lejos, uno de esos rincones que estoy descubriendo últimamente en la Pedriza, el interior de una cueva, días atrás en la sola compañía de los jabalíes, las cabras, los zorros. ¿Qué es la cultura entonces, que es la civilización, qué es vivir? Y vuelvo a recordar a José y a Lonchas recorriendo el norte de Laponia en el frío nocturno del invierno ártico. No sé si llego a situar a quien pueda leer estas líneas en esa hipotética situación en la que nada existe además de tu perro y tú mismo, y el frío y el ulular del viento y el manto congelado de estrellas.

En esencia qué somos cuando uno se desnuda del tiempo, de la civilización, del progreso, de los otros y quedas solo ante ti, tú y el bufar del viento, tú y la espléndida naturaleza de hielo que cruje bajo tus pies, tú y la plenitud de estar vivo en medio de la nada, tú y el canto del cárabo, el ramonear de un animal próximo. Ni siquiera tienes a una Eva a tú lado; Lonchas como mucho te acompaña. Cueva, páramo helado del invierno ártico. Y tú, como embrión dentro del líquido amniótico, una pequeña tienda, un iglú, una cueva, sustraído a todo lo que miles de años han incorporado a tu ser, cultura, bienestar, capacidad para pensar, qué sientes.

Ya volví a repetir una vez más en mi penúltimo post esa idea de que si hay algo que me interesa sobremanera en el mundo de la aventura, no son los tigres que te puedas encontrar por el camino; mucho más que eso me interesa el relato íntimo, las sensaciones, los miedos, los ratos de plenitud, los pensamientos que habitan al aventurero, el sentir del hombre solitario que se adentra en las montañas o en los páramos helados o ardientes del planeta. En una ocasión José Mijares me mandó el relato de su recorrido invernal con Lonchas a través de las tierras heladas de Laponia. Toda una aventura digna de admiración. Sin embargo lo que yo rescaté de aquella aventura suya no estaba escrito en aquel relato, de parecida manera que de las páginas de los cuadernos de visita (un cuarto de siglo de idas y venidas por la cueva-chozo) que recuperé días atrás de donde pernocté, no voy a rescatar más que una mínima parte del mundo interno del hombre que construyó y vivió en aquel solitario e inhóspito lugar, no voy a rescatar el mundo interior de José en su aventura ártica.

Insisto. Sigo pendiente del fuego de la chimenea, me aislo del mundo. Pienso en lo que es la vida y pese a la complejidad de ésta y de la civilización que habito, la visión del fuego me transporta esta noche por encima de la inmensidad del tiempo al momento de las primeras fogatas y eso me hace sentir de algún modo algo de eso que llamamos esencia de la vida. Sentir que la vida es tan mucho más que todos los inventos y progresos juntos, que la vida, nuestra vida, precisamente porque es extremadamente corta, es un bien tan elemental en esencia, tan preciado… que necesario es volver constantemente a las fuentes, a las fuentes de la emoción, a las fuentes de nuestro ser desnudo. Y una vez allí, vivir, encontrar que las esencias del existir se nutren de algo tan íntimo como la compañía de Lonchas, de un puñado de seres humanos a nuestro alrededor, del pedazo de Naturaleza que habitamos, de nuestra propia conciencia de ser en medio de este universo en que vivimos.

 


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