martes, 3 de diciembre de 2024

Madrid. Retratos para un día de ocio.

 



El Chorrillo, 3 de diciembre de 2024

Estaba leyendo en la cervecería Santa Bárbara, Argullol hablaba del metro de Moscú en donde se había encontrado con una joven que portaba un violonchelo, cuyos ojos soñadores habían atraído su atención, y entonces fue que me acordé de la joven que en el Cercanías de esta mañana, absorta en lo que estaba pintando, llenó mi trayecto de cierto conocido perfume, ese que te viene cuando te encuentras con una escena que te encanta. Un rostro, una actitud despreocupada centrada en la intimidad de un mundo que te hacía percibirla como totalmente ausente, ausente y totalmente absorbida por la realidad que estaba viviendo. Aspecto de estudiante aplicada, mostraba una despreocupada intimidad mientras aislada por la música de sus cascos esparcía colores sobre un cuaderno al que no llegaba mi vista. Su pelo, entre tostado y rubio, resbalaba por sus hombros; un fular informal que caía en parte sobre su cuaderno de dibujo ocultaba su trabajo. Chica aplicada con toda certeza, chica que va y viene entre la universidad y su casa sin apercibirse en absoluto del mundo que la rodea, de las estaciones en las que se va deteniendo el tren de cercanías. Sus gafas de grande y delgado perfil metálico caían con cierta indolencia sobre el puente de su nariz. Esas imágenes entre otras muchas que pasan por el fondo de tu retina a lo largo de un día de tranquilo ir y venir por la ciudad.

Entre un asunto y otro me encontré con un puñado de horas encima. Así que cerca como estaba de la Cervecería Santa Bárbara, allí me fui a hacer un rato de lectura. Era la hora del aperitivo, pero encontré una mesa en la que tomarme una cerveza y un pincho de tortilla. Me había puesto un tapón de cera en los oídos, así que mi concentración en lo que estaba leyendo era total. No obstante por el rabillo del ojo observaba de vez en cuando a una pareja de ancianos en la mesa de al lado que se estaban despachando una ración de gambas al ajillo con sendas cervezas. Ella, una mujer menudita de aspecto apacible, de tanto en tanto, con una gamba a punto de llevársela a la boca, esbozaba una apacible sonrisa correspondiendo a algo que le decía su marido. Me acordé de Victoria, me preguntaba cómo algunas mujeres mayores pueden “encoger”, sí como si metieras una prenda de algodón en la lavadora con el agua a ochenta grados. Era una anciana chiquita de mirada dulce. Me hizo sonreír la idea. Me encantaba esa apacible relación de esta pareja mayor que al filo del mediodía decide salir de casa a darse una vuelta y tomarse de paso una ración de gambas mientras se cuentan alguna de esas tontunas que son la sal de la relación de algunas parejas que han vivido muchos muchos años juntos, que se enamoraron, que tuvieron hijos y ocuparon una parte importante de su vida en la crianza, que trabajaron o cuidaron de la casa durante cuatro o cinco décadas y que ahora salen al sol del invierno de Madrid a darse una vuelta tomados del brazo y de paso a compartir una ración de gambas o unos pinchos de tortilla.

Me quedaba tiempo para la siguiente cita, así que me fui a pasear al Retiro; quizás allí encontraría algo para comer. Era una de esas mañanas en que pasear por los finales del otoño madrileño constituye un delicado placer. Multitud de gaviotas sobrevolaban alocadas sobre las aguas del estanque; los paseantes se contaban a cientos, pero era grato pasear entre esta ociosa pequeña multitud que hace sus delicias fotografiándose junto a la barandilla del estanque mientras las notas de un violonchelo se esparcían por el aire de la mañana formando un dueto con el graznido alborotado de las gaviotas. Comí en un chiringuito un pollo incomible, leí durante un buen rato y cuando iba llegando la hora de la siguiente cita me largué. Decidí ir andando hasta Zurbano; así de paso me daba una vuelta por la Feria de Artesanía de Recoletos y compraba algo para mi chica. Opté por unos bonitos pendientes que llamaron mi atención. Creo que después de cuarenta años no le había regalado unos; los últimos pendientes que le regalé fueron unos de plata que le compré en mi primer viaje a la India, en Udaipur. Seguro que le gustarán.

Cuando hube terminado lo que me traía a la ciudad, entré en una chocolatería y pedí una palmera y una taza de chocolate. De la esquina del local salía una potente y precipitada voz que enseguida llamó mi atención. Se trataba de un hombre barbado de gruesa envergadura que hablaba con suma pasión de asuntos profesionales en los que los otros desempeñan siempre un papel absurdo que él trataba de remedar resaltando la estrechez de miras de esos otros, de su inoperancia. Frente a él, casi mudo, un hombre de pequeña estatura y de ojos saltones le miraba interesado en el monólogo que el otro interpretaba. Pero quien realmente me llamaba la atención era una joven que ocupaba la esquina del local entre ambos. Bestia un jersey negro con un escote que partía de la mitad de los hombros y describía un amplio arco por encima de los senos. Muda a la conversación que se traían los hombres, miraba a uno o a otro con la atención de quien ajeno al asunto, y acaso indiferente, hace el esfuerzo de hacer notar un interés que no tiene. Sus labios perfectamente pintados y su mirada neutra, enmarcados por su cabello profundamente oscuro cayéndole por encima del pecho, llamaban mi atención al punto de lamentar no tener la posibilidad de una cámara en las manos con las que dejar constancia de ese rostro que moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro de los interlocutores terminaba pareciéndome un tanto enigmático. Para no llamar la atención, de tanto en tanto me dedicaba a mi palmera y a mi chocolate. Mientras me metía la palmera en la boca empapada de chocolate era perfectamente consciente de estar disfrutando a la vez dos placeres muy diferentes, el espectáculo del trío de la esquina, que lo percibía como un tríptico en blanco y negro al modo de el Greco en La Sagrada Familia con Santa Ana, los tres vestían prendas oscuras, en el que la mirada de ella y el continuo parloteo del sujeto de aspecto de gigante, servían de contrapunto al placer de degustar uno de esos chocolates que me recordaba los años de la niñez cuando con motivo de alguna fiesta especial en mi familia ese era el desayuno, chocolate con churros. Un recuerdo que venía ligado al hecho de que fuera yo quien con un cuchillo iba cortando el chocolate en finas lajas. ¿Chocolate Nogueroles, se llamaba?

Cuando voy a Madrid sin prisas la verdad es que me sobra la necesidad de ir a una exposición o museo, son los transeúntes y la calle uno de mis espectáculos más interesantes, incluido el taxista que me llevó a la calle Zurbano, que se empeñó en ridiculizar a Sánchez con tanta pasión como si yo fuera adicto a la IDA o similar. Coger un taxi y que nada más cerrar la puerta te empiecen a fusilar con todos los despropósitos que salen a la mañana temprano de las radios adictas a la derecha, tiene su gracia. El trayecto era corto y por tanto me privaba de la diversión de poner irónicamente en cuestión todo ese torrente de palabras, así que me convertí en un espectador más de esa realidad que mastican alegre e inconscientes tantos madrileños devotos de la IDA.

Y bueno, hubo otros muchos retratos, pero creo que con estos, ya al filo de la madrugada, es suficiente por hoy. Buenas noches.

 

 

 

 


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