El
Chorrillo, 3 de diciembre de 2024
Estaba
leyendo en la cervecería Santa Bárbara, Argullol hablaba del metro de Moscú en
donde se había encontrado con una joven que portaba un violonchelo, cuyos ojos
soñadores habían atraído su atención, y entonces fue que me acordé de la joven
que en el Cercanías de esta mañana, absorta en lo que estaba pintando, llenó mi
trayecto de cierto conocido perfume, ese que te viene cuando te encuentras con
una escena que te encanta. Un rostro, una actitud despreocupada centrada en la
intimidad de un mundo que te hacía percibirla como totalmente ausente, ausente
y totalmente absorbida por la realidad que estaba viviendo. Aspecto de
estudiante aplicada, mostraba una despreocupada intimidad mientras aislada por
la música de sus cascos esparcía colores sobre un cuaderno al que no llegaba mi
vista. Su pelo, entre tostado y rubio, resbalaba por sus hombros; un fular
informal que caía en parte sobre su cuaderno de dibujo ocultaba su trabajo.
Chica aplicada con toda certeza, chica que va y viene entre la universidad y su
casa sin apercibirse en absoluto del mundo que la rodea, de las estaciones en
las que se va deteniendo el tren de cercanías. Sus gafas de grande y delgado
perfil metálico caían con cierta indolencia sobre el puente de su nariz. Esas
imágenes entre otras muchas que pasan por el fondo de tu retina a lo largo de
un día de tranquilo ir y venir por la ciudad.
Entre
un asunto y otro me encontré con un puñado de horas encima. Así que cerca como
estaba de
Me
quedaba tiempo para la siguiente cita, así que me fui a pasear al Retiro;
quizás allí encontraría algo para comer. Era una de esas mañanas en que pasear
por los finales del otoño madrileño constituye un delicado placer. Multitud de
gaviotas sobrevolaban alocadas sobre las aguas del estanque; los paseantes se
contaban a cientos, pero era grato pasear entre esta ociosa pequeña multitud
que hace sus delicias fotografiándose junto a la barandilla del estanque mientras
las notas de un violonchelo se esparcían por el aire de la mañana formando un
dueto con el graznido alborotado de las gaviotas. Comí en un chiringuito un
pollo incomible, leí durante un buen rato y cuando iba llegando la hora de la
siguiente cita me largué. Decidí ir andando hasta Zurbano; así de paso me daba
una vuelta por
Cuando
hube terminado lo que me traía a la ciudad, entré en una chocolatería y pedí una
palmera y una taza de chocolate. De la esquina del local salía una potente y
precipitada voz que enseguida llamó mi atención. Se trataba de un hombre barbado
de gruesa envergadura que hablaba con suma pasión de asuntos profesionales en
los que los otros desempeñan siempre un papel absurdo que él trataba de remedar
resaltando la estrechez de miras de esos otros, de su inoperancia. Frente a él,
casi mudo, un hombre de pequeña estatura y de ojos saltones le miraba
interesado en el monólogo que el otro interpretaba. Pero quien realmente me
llamaba la atención era una joven que ocupaba la esquina del local entre ambos.
Bestia un jersey negro con un escote que partía de la mitad de los hombros y
describía un amplio arco por encima de los senos. Muda a la conversación que se
traían los hombres, miraba a uno o a otro con la atención de quien ajeno al
asunto, y acaso indiferente, hace el esfuerzo de hacer notar un interés que no
tiene. Sus labios perfectamente pintados y su mirada neutra, enmarcados por su
cabello profundamente oscuro cayéndole por encima del pecho, llamaban mi atención
al punto de lamentar no tener la posibilidad de una cámara en las manos con las
que dejar constancia de ese rostro que moviendo lentamente la cabeza de un lado
a otro de los interlocutores terminaba pareciéndome un tanto enigmático. Para
no llamar la atención, de tanto en tanto me dedicaba a mi palmera y a mi
chocolate. Mientras me metía la palmera en la boca empapada de chocolate era
perfectamente consciente de estar disfrutando a la vez dos placeres muy
diferentes, el espectáculo del trío de la esquina, que lo percibía como un
tríptico en blanco y negro al modo de el Greco en
Cuando
voy a Madrid sin prisas la verdad es que me sobra la necesidad de ir a una
exposición o museo, son los transeúntes y la calle uno de mis espectáculos más
interesantes, incluido el taxista que me llevó a la calle Zurbano, que se
empeñó en ridiculizar a Sánchez con tanta pasión como si yo fuera adicto a
Y
bueno, hubo otros muchos retratos, pero creo que con estos, ya al filo de la
madrugada, es suficiente por hoy. Buenas noches.
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