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Expreso Urumqi - Xian |
Tiene algo de inquietante pensar en un hombre y una mujer unidos en la carne y en deseo. No hay vez que leyendo algunas páginas donde se hace referencia a éstas situaciones, que un hilo de inquietud y excitación no me recorra el cuerpo. La idea es maravillosamente sugestiva. Nuestros cuerpos, que están hechos para el amor y el goce encuentran en el traqueteo y nocturnidad del tren el lugar perfecto para desnudarse el uno al otro y en un arrebato de caricias volver a celebrar el encuentro milenario de un hombre y una mujer celebrando la vida.
Días atrás en Facebook leí un relato de una usuaria sobre la humillación sexual que había sufrido una mujer por parte un individuo, uno de esos brutos sin paliativos que da la madre tierra. Con la disculpa de defender ese feminismo rancio que tanto aborrezco, se dedicaba ella macabramente a describir con pormenores totalmente innecesarios, los instantes de la afrenta. Mal asunto ese de con un palo escarbar en la mierda. Algo así como si esa fuera la bandera del feminismo. Si para hablar de hombres y mujeres alguien recurre a la inmundicia con intención de hacer causa común, es que la persona que escribe necesita una terapia de urgencia.
Me viene a la cabeza en contraste a ese sentimiento de rechazo, una escena que leo en Argullol mientras él y su amiga Rusalka aprovechan la noche siberiana del tren para hacer del encuentro un acto de placer y amistad. Tracatrá, tracatrá, tracatrá… Se me arroba algo por dentro pensando en esa pareja, una escena que se desarrolla durante los largos días de tren en el Transiberiano, que encuentran en algunas noches de tratratrá del traqueteo del tren el cuerpo y los besos del otro cuerpo entre las manos. Delicia única de un viaje en tren que también a mí me consumió cuando hice ese viaje, toda una noche seduciendo a una chinita llamada Li Piao sin que aquello pudiera ir más allá de unos discretos besos. Li Piao todavía duerme en el rincón de mis sueños eróticos desde entonces.
Hay quienes careciendo de una mirada suficientemente limpia, echan mano de las inmundicias que recorre el mundo, tantas que hay por todos los rincones del planeta y la historia, para a través de ellas reivindicar lo que nadie niega sin necesidad de recurrir al morbo ni a la vulgaridad de una exposición innecesaria. Mostrar los horrores de una violación al desnudo para desde allí defender las afrentas que sufren algunas mujeres, se convierte en acto de ignorancia, en indigestión feminista que no sabe ir más allá de una mirada contaminada por un enfermizo fanatismo.
¿Por qué frente a esa inquietud, deseo, gozo del encuentro de dos cuerpos me surge este pensamiento? Quizás porque me indigna esa sucia mirada de alguna fémina de la misma manera que me enferma recordar la educación sexual que recibí durante años en un colegio de curas donde el sexo era cosa demoníaca, cosa sucia y repelente que había que evitar. Y me indigna porque no van de eso ni mucho menos los sentimientos y deseos de hombres y mujeres que no sean unos psicópatas.
Vuelvo a las páginas del Transiberiano en donde inesperadamente me asaltó por concomitancia de recuerdos con mi propia experiencia, la ligera inquietud que siempre me acompaña cuando mujer y hombre se buscan anhelantes entre las sábanas o el traqueteo nocturno del tren. Hacer el amor en el tren puede convertirse en una experiencia erótica a recordar toda la vida, una imagen por demás digna de incorporarse para siempre al caudal de las fantasías sexuales que todo hombre y mujer colecciona en su memoria.
Quien ha pasado noches enteras en un solitario compartimento, o no tan solitario, totalmente sumergido en la leve excitación de la seducción de la pasajera con la que comparte el viaje, siempre pendiente del lenguaje que una mano o una mirada pueden decir en el silencio de la noche; minutos, horas de inquietud pendiente de un gesto, un movimiento que sirva de mínima señal para terminar acercando las yemas de tus dedos al muslo de tu ocasional compañera, a su mano que sientes a tu lado tan excitada como la tuya; quien ha vivido esta situación no la olvida nunca, independientemente de que aquella noche todo haya o no llegado a buen puerto.
Los caminos del erotismo son tan magníficos, tan llenos de pasión, de esa borrachera que una mujer es capaz de desencadenar… Los recuerdos se me agolpan en la cabeza… Atravesando Xinjiang, al norte del desierto de Taklamakán, una decidida pasajera de origen chino que trepa hasta la última litera del compartimiento con la agilidad de una alpinista, deja sus pertenencias en lo alto, vuelve a bajar y, sentada frente a mí, departe campechana con todo el mundo. Ojos penetrantes, morena, una de esas hembras guapas capaces de comerse el mundo. A la noche subí a mi litera, en el mismo plano que la suya. Minutos después allá que se encaramó ella. Deja deslizar una sonrisa encantadora, nos damos las buenas noches, se vuelve, con la mano derecha se levanta el cabello en un acto que a mí me parece de infinita coquetería, y su cuello queda al descubierto como una maravillosa promesa. Mon Dieu!, la noche del loro y del anhelo, toda ella envuelta en el monótono traqueteo. Un trekking en Tailandia. Dormimos en un campamento improvisado. Separado por un mosquitero oigo la suave respiración de una de mis compañeras de aventura con las que he pasado la velada charlando, una joven de nacionalidad holandesa de aspecto decidido hecha a los caminos del mundo. Y mientras el tímido aventurero, el rarito, sueña con los ojos abiertos, desliza bajo el mosquitero la mano una y otra vez hacia la tierra prometida como quien desea aparentar estar dormido y accidentalmente tropieza con el calor del cuerpo de ella, acaso con su deseo, buscando que desde el cielo le caiga el leve roce de la otra mano, del otro aliento. Una noche en el expreso entre Port Bou y Milán. Nos dirigimos a las Dolomitas. Ella y yo ocupamos un entero compartimento. Hemos transformado todo él en una inmensa cama de matrimonio. A ella la madre la ha aleccionado de tal manera que los escarceos tropiezan un largo tiempo contra las paredes de la moral, contra la necesidad de llegar al matrimonio virgen. Y sin embargo… El tren atraviesa la silenciosa Costa Azul y cuando nos despertamos el pasillo está lleno de pasajeros de pie que no se han atrevido a irrumpir en la intimidad de una pareja que duerme a pierna suelta entre sábanas alborotadas.
Italo Calvino escribió un delicioso relato en donde no pasaba absolutamente nada. Un hombre y una mujer viajan uno junto a otro en un tren, dos desconocidos entre sí, viven entre la vigilia y el deseo durante toda la noche; deseos imposibles, gestos, manos que se rozan, el deseo bramando como un toro dentro de los pechos de ambos. Al amanecer llegan a destino. Recoge cada uno su equipaje y se despiden educadamente. Antes no llegaron a cruzar una sola palabra durante todo el trayecto.
Hacer el amor en sitios raros como las escalinatas de la cumbre de , en el tren o en un supermercado como Woody Allen, es con mucho tan sugestivo y placentero… nada que ver con el cotidiano lecho de la propia casa. Intriga, emoción, y sobre todo el atractivo de la trasgresión sobrevolando siempre sobre nuestra hipófisis.
Como vengo oyendo que en un futuro próximo vamos a tener un tren que salga de Pekín y finalice en Madrid, pues eso, que imaginaos tantos días de traqueteo salpimentados con lo puro estar en la gloria abrazado a un cuerpo de mujer entre un traqueteo y otro.
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