"Alguna vez fui joven". Del muro de Guillermo Amores |
El Chorrillo, 26 de octubre de 2024
Hoy estuvimos tan ocupados en dar cuenta de las batallitas
de nuestro historial de montaña y otras menudencias, que se nos olvidó tomar la
foto de recuerdo. Pecata minuta cuando
una vez terminada la tertulia y despedidos los contertulios, uno siente en el
cuerpo la sensación de haber dejado tras de sí una bonita jornada. El
ingrediente aglutinador, un bacalao a la vizcaína cocinado por un servidor, una
ensalada obra de Victoria, y variados aperitivos, postres y vino aportados por
Fafi, Loli, Javier Laguna y Guillermo Amores.
La primera aventura fue de Javier, que haciendo caso a un
Google Maps que parecía haber bebido unas copas de más –se diga lo que se diga
el Google Maps suele atravesar periodos de honda locura– dejó a Javier en medio
de un sembrado mientras desde las tripas de su teléfono la app se escojonaba de
risa diciendo: “Has llegado a tu destino”; porque en mitad del campo sí es que
vivimos, pero no precisamente donde la app le indicaba, un campo de cebada. La
segunda fue la de Guillermo, al cual el Google Maps condujo erráticamente a un
grupo de chalets a kilómetros de nuestra casa. Y alabado sea el Señor que le
auxilió y no le condujo a algunos arrabales de Guadalajara. Fue el caso que Messenger
y Google Maps se confabularon de tal manera que poco le faltó a la tarta helada
que traía Guillermo para el postre, para que se quedara en una aguada sopa de
nata, limón y chocolate. De Loli y Fafi nada, que conociendo como conocían el
camino de otras veces, al Google Maps no le dio la cuerda para más cachondeo.
Cuando leo en novelas del pasado siglo XIX la de rodeos que
la gente tenía que dar para ser presentado a otra persona a la que quería
conocer, me digo que si los personajes de Stendhal, Tolstoi, Flaubert o Dostoievski hubieran tenido FB o
Instagram seguramente se hubieran evitado un montón de molestias. Aquí y ahora
para conocer y entrar en relación con alguien que no conoces más que a través
del ciberespacio o de otros amigos, lo único que necesitas es echarle un poco
cara al asunto, que para un tímido no es cosa fácil, pero siendo que el tímido
en cuestión es un amante de la conversación, le encanta conocer personas de las
que sólo sabe de oídas y que además es consciente de que la gente de edad
siempre son personas que han ganado en sabiduría, eso decía un amigo el otro
día hablando de literatura, y con lo cual estoy de acuerdo, más la seguridad
que tiene de que todos, hombres y mujeres, que han crecido entre las montañas,
las han amado y han hecho de la nieve, las estrellas, el frío y los arroyos sus
eternos compañeros de viaje por la vida (tío, que te pierdes… al grano…); vale,
resumiendo, que echándole un poco de cara, lo único que tienes que hacer es
golpear con los nudillos en las puertas de los amigos en ciernes.
Así que: toc, toc, toc… ¿hay alguien ahí?
Y como siempre hay alguien, alguien con ganas de conversar
alrededor de una copa de vino, unas lentejas, una paella o un bacalao a la
vizcaína, como fue el caso de hoy… pues adelante.
Existe una certeza que me llama la atención desde hace
muchos años. Empecé a salir a la montaña con dieciséis, diecisiete años, pero
diez años más tarde desaparecí, viví un tiempo en Italia, me casé, tuve hijos y
no volví a reenganchar con el ambiente que había abandonado a principio de los
años setenta hasta cuarenta años después. Así que cuando aterricé, inventado ya
Internet y las redes, éstas volvieron a traerme el regalo de viejos amigos que
creí haber perdido para siempre. Y no sólo eso, que por el mismo medio empecé a
conocer a éste, al otro, al de más allá. Lo cierto es que se abrió un mundo
nuevo para mí que coincidió precisamente con mi entrada en ese espacio de
felicidad y libertad que es la jubilación (sí, pese a todos los achaques que se
te puedan venir encima). Desde entonces no he parado de ir a la búsqueda del tiempo perdido.
Y en este ir a la búsqueda del tiempo perdido en donde mi
listín de teléfonos había desaparecido muchos años atrás, ir encontrando poco a
poco la huella de aquellos amigos desaparecidos que jamás pensaste volver a
encontrar. Y charlando con unos y con otros empezar a notar que en los relatos
sobre Pedriza, Gredos o Galayos, surgían muchos nombres que aquí y allí se
repetían al punto de volvérseme tan familiares como aquellos amigos con los que
antiguamente había escalado; familiares y atractivos cuando lo que se decía de
ellos de algún modo coincidía con mis propios gustos o manera de ser. Mi perfil
de FB dice que tengo un puñado de cientos de amigos. Naturalmente no es cierto,
entre otras cosas, lo aseguraba el superventas Yuval Noaḥ Harari en uno de sus libros, porque es
imposible tener más de unas pocas, pocas, decenas de amigos, sin embargo sí
fueron apareciendo, como abriéndose paso en la niebla, tanto en FB como en mi
memoria, muchos nombres.
Hoy, este estar entre amigos y conocidos, me hace sentirme
como nunca parte de una familia numerosa. La familia de los primeros inviernos
en Gredos castañeando los dientes toda la noche porque el presupuesto no daba
para comprarse un Pedro Gómez; la de Pedriza y sus tertulias y vivacs bajo la
ceja del Tolmo; la que en el autobús de Goyo hacía el recorrido cada viernes o
sábado a Galayos o a
Y siendo de la misma familia lo que me sucede a mí es como
aquello del hijo pródigo que vuelve a casa y se encuentra de nuevo en el calor
del antiguo hogar donde nombres e historias, primeras escaladas, contratiempos,
aventuras, brotan como manantial sereno,
al calor de una apacible conversación; hoy con Guillermo Amores, Javier Laguna,
Loli, Fafi y Victoria.
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