El Chorrillo, 20 de octubre de 2024
¿Por
qué será que haya veces que el simple mirar por la ventana te llene de gozo,
mirar, sentir la tarde, el sol, los árboles que empiezan a recoger en sus hojas
el suave color del atardecer? Pienso en alguien que tiene los días contados y
día a día ve el espectáculo del ahora, sol, viento o lluvia con sumo placer y
me imagino la pena que debe de sentir sabiendo que se irá y ya no podrá gozar
de este pequeño placer que es estar rodeado de árboles, de esta luz cálida, de
los cambios de luz y color que acompañan el ciclo de las horas a lo largo del
día. Probablemente si estás muy enfermo y con dolores no sea así la cosa, pero
cuando gozas de salud y tu cuerpo está receptivo a lo que te rodea, a esta luz
dorada que entra en este momento por la ventana de mi cabaña anunciando los
momentos postreros del día, pero no siendo así, ah, qué pena abandonar el día,
la noche, la larga contemplación de una jornada más que como una hoguera en el
bosque va languideciendo haciéndose rescoldo mientras los viajeros dentro de
sus sacos de dormir descansan de un agitado día. Las pavesas del último sol
diciendo adiós.
¿Qué se
necesitaría para tener constantemente nuestros sentidos empapándose de la
gracia de cada instante? Poder atender a toda clase de asuntos pero sin perder
ripio de lo que nos rodea. Porque en momentos como estos lo que le sucede a uno
es que tiene la sensación de que pasamos constantemente por los días con los
sentidos adormilados, la sensación de que éstos se activan mínimamente. Vamos
en el metro pensando en nuestras cosas, en el trabajo, en algún asunto personal
o de la realidad y nos perdemos esa leve sonrisa que esboza una joven que está
leyendo un guasap, la belleza de unos rostros pensativos, la armonía de las prendas,
los gestos de los pasajeros. Caminamos charlando en la montaña con unos amigos
y se nos escapan los mil y un detalle del bosque, las primeras luces sobre las
cumbres, el canto de los pájaros, los crocus con su cabeza erguida levantando
del suelo entre las rocas. O simplemente absorbidos por las lectura el
espectáculo de la tarde que se queda sin espectadores.
A veces
imagino esto cono la situación de alguien que escucha un concierto y sólo
percibe la melodía general o la irrupción de un clarinete o un fagot, pero
incapaz de identificar en el conjunto de los instrumentos cada uno de ellos.
Disposición personal ante la realidad, una limpieza de oídos tal que estos
puedan captar los diferentes timbres, que los sentidos puedan percibir la realidad
en sus múltiples facetas e instrumentos. Estar en el ahora como un melómano
ante un concierto, capaz de captar y disfrutar los más íntimos detalles que te
ofrece el momento.
El
cielo se ha puesto de oro y fuego, una hoguera el horizonte, y entonces hago el
esfuerzo y sumo a ello el placer de teclear en la pantalla del teléfono estas
líneas, placer salido del suave contacto de las yemas de los dedos, golpecito a
golpecito, algo más rústico si se quiere que acariciar con el arco las cuerdas
de un violín, pero que, acompañado como está con el ritmo de mis pensamientos a
los que obedecen mis dedos, crean una sinapsis entre éstos y mi cerebro, a la
vez estimulado éste por las sensaciones que recoge del instante, un fuego
intensísimo en este momento, unas sinapsis que son mi placer del instante.
Fuera
el oro y el fuego, dentro de la cabaña la penumbra. Y así esa penumbra a la vez
susurra, un susurro que sale de los libros de la estantería de mi cabaña de los
que a la vez se desprende el aroma del recuerdo de muchas lecturas que guardan
en sus páginas pedazos de emoción que fueron y que está tarde llegan en sordina
a mí junto al rescoldo ya del sol que se escondió hace un rato sobre un
horizonte donde a lo lejos tintinean las luces de una autovía.
Y
dentro de mí los acordes del concierto de la tarde entera que todavía me entra
enmarcada por las sombras de los troncos de los árboles, olmos, un eucalipto,
alguna acacia; yo en el patio de butacas de la tarde, más allá el proscenio y
el escenario, entre bambalinas el ruido también lejano de los motores de la
autovía y el escenario languideciendo al punto de caer ya sobre él la tenue oscuridad del horizonte, la
noche.
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