sábado, 19 de octubre de 2024

Sol de invierno

 

Mar desde la sierra de Aitana (Alicante)

El Chorrillo, 19 de octubre de 2024

El sol entra por la ventana. Es agradable, tan agradable como esos días de lluvia en que mirar por la ventana desde el confort de la cabaña se hace sencillo placer de vivir y estar aquí. Hoy estuve en el hospital tratando de agilizar ciertos trámites y pruebas. Luego nos vinimos a casa, me senté junto a la ventana, leí una entrada de Santiago Fernández, mi admirado amigo desde que el cáncer se instaló en su cuerpo; leí otra entrada de Gustavo, en esta ocasión una feliz y divertida descripción de su habérselas con el sastre; vi alguna foto de Julio, últimamente entregado con su nuevo objetivo macro a profundizar en el intramuros vegetal del otoño, y tras esta fugaz mirada al FB, caí en la cuenta de que con ese sol entrando por la ventana, regalo otoñal que preludia de aquí a la primavera acompañarme con su presencia, sol de invierno entrando hasta el fondo de mi cabaña a calentarme el cuerpo y el alma, no merecía hacer otra cosa que sustraerse a sus caricias. Entiendo mal a quien pidiendo elegir una casa donde el sol entra a raudales en invierno por la ventana, opta por vivir con su fachada orientada al norte.

Cuando era joven viví un invierno en un pequeño pueblo de la Lombardía anclado en las laderas del macizo del Adamello. De entonces me viene a mí la certeza de que de tener en el futuro casa, ésta ineluctablemente debía tener ventanas orientadas al sur. Allá, en Cevo, en lo alto de la Valcamonica, mi habitación, colgada como nido de águila sobre la rigurosa ladera de la montaña, un lugar donde pasaba todo el día estudiando, el sol llegaba nada más salvar el alto de las montañas meridionales del Adamello. Era la hora en que comenzaba a trabajar en mis libros. Desplazaba la mesa hacia la derecha, donde el sol irrumpía como un salvífico buenos días sobre mis libros y comenzaba mi tarea. Según avanzaba la mañana iba desplazando la mesa hacia la izquierda poco a poco según el sol cumplía con su recorrido en el cielo, así hasta que el último rayo de la tarde dejaba sobre mi mesa y mi cuerpo su adiós antes de esconderse tras la montaña de la Concarena.

De entonces guardo yo esa afición por el sol de invierno. Hace un tiempo el amigo Néstor subió a su muro una fotografía que enseguida llamó mi atención. Un salón donde el sol, obedeciendo a la inclinación de la eclíptica, bañaba con su luz y calor un gran sofá color marfil. Ese lenguaje de la fotografía que tiene la capacidad de sugerirnos cierta sensación de calor y bienestar.

Sin embargo en estos tiempos en que la temperatura empieza a descender poco a poco anunciando el invierno, no es sólo el sol el que puede llenarnos el cuerpo de gusto, también la lluvia y el viento pueden producir un bienestar inesperado. Días atrás subido en una escalera ordenando libros en nuestra biblioteca, miraba en torno mío y pensaba que desperdicio la oportunidad de sentarme a leer en lugares diferentes de la casa. Una casa habitada por décadas donde han crecido los hijos, donde poco a poco has ido poniendo a tu gusto cada rincón al modo en que un pintor va componiendo su cuadro favorito, merece disfrutarla en cada uno de sus rincones, ese espacio de la biblioteca donde da el sol de la primera hora del día, los libros a tu alrededor como encantados personajes que te han hecho reír, llorar, en los que has aprendido tantas cosas de la vida; ese espacio de la habitación que llamamos “el Jardín” donde viven los libros de viajes y dos sillones de mimbre piden nuestra compañía para una tarde de lectura; aquella otra habitación llamada “África” cuyo diseño se debe a ciertas ideas concebidas en un viaje por ese continente y que ahora hemos rediseñado y que pide tomar allí el té de la tarde, hacer yoga o dedicar un tiempo a la música. En fin, el cuarto de estar que está dedicado al cine pero que en otro tiempo con su hamaca era el lugar preferido para las horas de siesta y de lectura hasta que el calor amainaba; o la cabaña, que con ser pequeña también tiene dos o tres lugares donde contemplar la tarde.

Una vez le pregunte a mi amigo X que en qué parte de su casa solía sentarse a leer, junto a determinada ventana, un sillón donde te sientas más cómodo... Me contestó que se sentaba en cualquier sitio, que no tenía un lugar de su predilección. Recordé también ese detalle mientras reorganizábamos nuestra biblioteca, bueno, reorganizaba Victoria que es la bibliófila, que yo sólo atendía sus mandados; lo recordé porque pese a que mi lugar preferido es junto a la ventana del sur en mi cabaña, el encontrarme con nuevos libros me sugirió también la posibilidad de leer en lugares diferentes, algo así como añadir al hecho de la lectura un plus más de confort y novedad. El lector tiene sus caprichos, hay quien desecha leer en dispositivos electrónicos, otros que disfrutan leyendo libros antiguos cuyas páginas tienen el especial olor de la añoranza, quien… Vamos, un rito, un lugar de leer como una retirada capilla de una iglesia donde se celebran íntimos contactos con la divinidad. La casa, en esta época, un templo, un lugar de íntimo recogimiento.

También yo, como en aquellos viejos años de mi juventud en aquel pueblo de las montañas, hoy he ido corriendo mi sillón al ritmo en que el sol se ha ido desplazando hacia poniente. Dentro de un poco tendré que desplazarlo hacia la ventana del oeste para seguir disfrutando de él hasta el mismísimo momento en que se esconda tras las montañas de Gredos.

Y siendo la tarde tan apacible se me ocurre la risueña idea de que puestos a tener que morir sería bonito hacerlo en una día como hoy de invierno con el sol entrando por la ventana mientras tu mirada se posa sobre aquellas lejanas montañas que tantos anhelos colmaron a lo largo de tu vida.

 

 

 

 

 


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