El
Chorrillo, 16 de octubre de 2024
De
manera reiterativa me viene a la memoria la imagen de un anciano de un relato
de José Agustín Goytisolo sentado frente a la tarde en una silla de enea. El
anciano contempla el tránsito de las nubes mientras escucha
Sí,
llegó la hora de, mano sobre mano, contemplar la tarde mientras esa irrupción
en el silencio de los primeros compases de la obra, un repentino hágase el
mundo, se expande en lo interior con la especial emoción de quien asiste
realmente a un hipotético comienzo del mundo y la vida. No es así, pero resulta
cautivador contemplar la concentración de fuerzas en el pecho de un dios que
hace posible que de la nada surjan los planetas, de la oscuridad absoluta nazca
la luz y posteriormente los animales. Todo un plan cautivador que, cómo no, iba
a convencer a nuestros ingenuos predecesores apenas salidos del cascarón.
Es
emocionante oír esta primera parte de
Se nos
hace creer en ese contexto inmediato del aquí y el ahora, que ignora nuestra
cercana fecha de caducidad, en castillos de arena, en fuegos de artificio, en
la objetividad del sistema judicial, en la bondad de las intenciones políticas
y económicas, en ese artificio que son las religiones, en espurias y engañosas
razones, de modo que ayunos de realidades más allá del contexto del presente y
el futuro inmediato, parezcamos vivir como si nuestra vida fuera eterna.
Ese
anciano del relato de Goytisolo, acaso yo mismo esta tarde mientras escucho el
recitativo donde en el día tercero se narra la creación de las plantas:
“Ahora los campos presentan
un fresco
manto verde que recrea la mirada.
La vista amena se deleita
con el vivo color de las flores”.
Ese
anciano que contempla la tarde mientras su pensamiento trata de imaginar el
origen del mundo, ese planeta para vivir las criaturas salidas de las seríficas
manos de Yahvé, que ayer estaba tan jodido y tan triste como para que casi se
le saltaran las lágrimas, piensa esta tarde en esos ingenuos que todavía creen
que cuando llueve es porque los ángeles hacen pipí, en ellos y en lo bonito y
fácil que es vivir metido en un cuento de hadas. Sin embargo qué hermoso
cuento, qué hermosa música, qué gusto dejarse llevar transportado por las
palabras y las voces de los ángeles, Rafael, Gabriel, Riel, escuchar al coro
proclamando la gloria de Dios… cuando caso sería más lógico proclamar la gloria
de Haydn, de Bach, de Haendel, ellos sí creadores ciertos.
Acaso
la ingenuidad con la que creamos dioses a nuestra medida y organizamos la vida
en torno a bienes de entretenimiento, el dinero, el poder, los deseos de
eternidad, tanto querer el oro o el moro, allá por Israel la de ser el pueblo
elegido de Dios, no sean otra cosa que el deseo de no querer mirar la muerte a
los ojos. Mientras andamos metidos en esas zarandajas alejamos de nuestro pensamiento
la realidad ineludible, jugamos como niños en el patio de recreo cuyo único
interés en ese momento es dar un puntapié y meter la pelota en el espacio
circunscrito por tres palos de madera. Tener a mano una portería o un aro de
baloncesto por donde meter la pelota es el objetivo ineludible de toda vida.
Quizás
por eso, ayer, que me desperté triste y con nulas ganas de hacer algo, ni
portería, ni aro, ni tarea alguna que me pudiera distraer de ese sobrevenido e
incomprensible estado de ánimo, si me hubiera inventado un dios, un montón de
acciones en cartera, algún tipo de liderazgo, un deseo ineludible de escalar
una montaña fuera de mi alcance, una guerra, lo mismo ello me habría alejado de
ese estado de postración. De hecho quise escribir un texto titulado Reírse
de uno mismo, que pienso que es un medio excelente para salir de oscuros
agujeros, pero estaba tan alicaído y gilipollas que ni siquiera fui capaz de
abrir las páginas de este diario. Esos momentos en que te sientes tan
pobrecito, tan hecho una piltrafa que ni incorporarte de la cama puedes. De
todos modos no era cosa de quedarse en la cama todo el día, así que la
situación terminó por concluir, me había despertado a las siete y media de la
mañana pero al mediodía logré levantarme.
Quizás
ese dicho de “cuando el demonio no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas”,
revele un hecho profundo en nuestra naturaleza y resulte que muchos males de
nuestra sociedad provengan de ese “no tener qué hacer” en la propia vida, en
nuestro íntimo entorno, un incentivo, una montaña que subir, una aventura que
cumplir, una personalidad que cuidar, y por consiguiente inventemos otros
“entretenimientos” con los que alimentar los días.
En todo
caso si resulta que te levantas memo y sin ganas de hacer nada, estás jodido
porque en esa situación no existe modo de engañarte con ceremonias de
distracción, a no ser que para curar tu ánimo te dediques a repartir
mamporrazos por aquí y por allá, que siempre es un modo de aliviar la
frustración.
Mi
escucha de
“Ved a
la feliz pareja,
cómo camina dándose la mano!
De sus miradas irradia
un sentimiento de ferviente gratitud”.
No sabía Uriel todavía en qué iba a finalizar con el tiempo, y a causa de una manzana, aquel sentimiento de ferviente gratitud. También la ingenuidad de ellos era patente. Su sumisión a aquel dios ególatra terminaría mal, no iba con ellos, que pretendían ser libres más allá de una insidiosa sumisión. Toca hacer la cena.
Este
texto iba encabezado con el título de La
llamada del invierno, y se puede imaginar que en mi cabeza no estaba nada
de lo que escribí posteriormente. Lo dejo tal cual. El título obedecía a mi poca
disposición actual para lanzarme a caminar por los caminos del norte en busca
de la belleza de un otoño más. Pensaba en ello, pero escuchando a Haydn se me
cruzó otra idea, y es que se está tan bien en casa… Si el título tiene alguna relación con lo escrito, está en que probablemente ese anciano que soy,
al menos por la edad, también está exigiendo su parte, ese tiempo de silencio y
tranquilidad de quien sentado frente a la tarde escucha su música preferida y
piensa en cosas de la vida. Su parte, digo, porque probablemente en otro
momento habrá de darse satisfacción al otro yo que reclama largas caminatas por
las montañas.
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