El Chorrillo, 11 de octubre de 2024
En La
agonía del Eros en varias ocasiones Byung-Chul Han se refiere a la mera
vida en contraposición a aquella otra en que el existir es trascendido para
convertirse en vida intensa; si en la cultura de la positividad, según Han,
tratamos de eliminar la incertidumbre, la distancia, la muerte, buscando solo
experiencias inmediatas, plenas y
controlables, ello vacía la vida de su verdadera profundidad, que acaso está
relacionada con los otros, lo desconocido, la aventura.
Estando
de acuerdo en principio con este planteamiento, esta tarde, sin embargo, tarde
de apacible mirar por la ventana,
dormitar y leer un buen rato, algunas dudas me planteaban estas ideas. Y venían
ellas dadas precisamente porque el bienestar que encontraba en ese mero vivir
me hacía considerar que esos absolutos en que compartimentamos las ideas, e
incluso la vida, tienen mucho de sofocante propensión a encerrar la realidad en
un estrecho corsé. De acuerdo que existir, es decir el mero vivir, vida sin
chicha ni limoná, aquella que no deja rastro en nosotros y que es lo opuesto a
una vida intensa, carece del perfume que dejan en la memoria los momentos más
intensos de nuestra vida, pero ¿cómo dejar a un lado la paz y el bienestar que
se respira en las rutinas de la vida diaria, en el mundo de las pequeñas cosas?
En El gatopardo, el Príncipe Fabrizio
de Salina reflexionando hacia el final de su vida sobre la fugacidad de su existencia, expresa
que aunque ha vivido más de setenta años, solo puede decir que realmente ha
"vivido" cinco o seis. El resto del tiempo lo percibe como una
especie de rutina o existencia mecánica, sin verdadera plenitud ni significado.
Leo las
memorias de Adriano, y poco antes algo sobre la vida de Cicerón, dos vidas de
una intensidad extraordinaria, y mientras leía un pensamiento corría por el
trasfondo del lector, yo mismo, que a la vez de seguir los derroteros de esas
dos existencias vivía la impresión de que ambos habían llenado sus vidas de
tantas cosas, su participación en la vida pública había sido tan notoria e
intensa, tantas que no habían tenido demasiado tiempo para sí mismos, para
vivirse y contemplar el mundo y la realidad, y que era precisamente el tiempo
de la madurez, el tiempo de la lejanía de los asuntos públicos, lo que les
traía así la conciencia plena de su propia existencia. Es decir, ese momento
de la mera existencia en que las obligaciones de emperador o las de orador y
senador, en el caso de Cicerón, habían cesado, se erigían en instantes de
intensa vida, aquella que al final el hombre encuentra en sí mismo tras años y
años de “estar fuera de sí”, ese estar tan ocupado que apenas nos da tiempo
para ser conscientes de nuestro vivir.
Hablando
de fotografía con Julio el otro día, le comentaba que en mis viajes,
especialmente por Oriente, e India concretamente, había comprendido que el
fotógrafo, me refería a los retratos especialmente, vive dos momentos muy
interesantes distantes entre sí cuando callejeando se dedica a buscar rostros y
situaciones con que calmar su pasión. Descubrir un rostro y, con permiso o sin
él, hacer un retrato es un acto que requiere tanta rapidez, enfoque, diafragma,
tiempo, encuadre, que apenas tenemos tiempo de digerir lo que estamos haciendo.
Momento número uno. Habrán de transcurrir muchas semanas para que sentados en
casa ante el pc, momento número dos, volvamos a aquel primer instante de la
toma para comprender y disfrutar, retocando, realizando, encuadrando aquellos
rostros que “cazamos”en las calles de Benarés o en algún rincón de Calcuta. Se
trata de un instante precioso. Dejado el viaje atrás volvemos al viaje en sus
imágenes, y como fotógrafos, resucitando a otra realidad en la edición y
tratamiento de aquellos lejanos retratos completamos nuestra labor de viajeros
y fotógrafos.
De
manera parecida imagino yo la vida de Adriano y Cicerón en sus años de madurez.
Ambos, instalados entonces en su “mera vida”, lo que consiguen es hacer de ese
pasado un presente intensísimo y gratificante. Kurt Diemberger decía algo
parecido. Dos veces se escala una montaña, la primera el día que alcanzas la
cumbre, la segunda cuando escribes el relato de ella.
Quizás
lo que hago en este momento es intentar justificar mi “mera vida”, vida de
tareas caseras, de lectura, de paseos, de jugar alguna partida de ajedrez y
poco más. Tenía pensado salir uno de estos días a otoñar, a recorrer hayedos y
montañas y bosques del norte, pero visto el tiempo y con las pocas ganas de
mojarme que tengo, de momento opto por eso, por la mera vida. Y resulta, que
sí, que ya puede hablar el señor Byung-Chul Han con cierta reticencias de eso
que él llama mera vida, que me trae sin cuidado, que es que se está tan bien en
casa oyendo zumbar al viento o viendo la lluvia a través de la ventana que
justificada está la pereza, y ello aunque tuviera que renunciar a la invitación
de Toti para escalar en Riglos, gran intriga semejante expectativa por medio.
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