Pigmalión y Galatea. Jean-Leon Gerôme |
El
Chorrillo, 13 de octubre de 2024
Observo
tantas veces hablar del amor de tan melifluo modo que no puedo evitar que algo
se me revuelva en el estómago. Por una parte aquellos que en sus labios el amor
se convierte en una pasteta mental con la que alimentar la falta de sinceridad
consigo mismo, que convierten las alusiones al amor en una válvula de escape,
en una paja mental, que diría un amigo, con la que solazarse ante una pequeña
audiencia; por otra, quien ignorando lo que de necesidad mental y física
encierra eso del amor, adjudican a éste una calidad de ardiente estado
espiritual mediante el cual alcanzar la plenitud personal, la fusión con una
especie de yo, ese yo femenino, ese yo otro que todos parecemos buscar, en el
otro, mediante lo cual alcanzar la realización plena.
Quizás
sean infinitas las concepciones del amor, tantas como personas existen, pero
las que más me llaman la atención en este momento son esas que hacen de él un
idílico y acaramelado producto perfectamente idóneo para que unos cuantos
tertulianos se emborrachen con ideas de tinte oriental, sentimientos románticos
o deseos imposibles de fusión con ese demediado yo con el que ya especulaba
Platón. Amores quizás que sin poner inmediatamente en acción la capacidad eréctil,
sí es verdad que pueden hacer vibrar hasta la última célula del cuerpo, cuando
no sumir en delirios al sujeto, deseos que vibran en el cuerpo con esa
poderosísima fuerza en la que tanto la química como la imposición de los deseos
influyen para dar lugar al eterno y alocado enamorado. Sin embargo entre la
enunciación y teoría del amor y el amor mismo, se suele abrir un abismo que
nuestra capacidad de expresarnos y nuestra propia situación personal ante el
amor suelen rellenar de un interminable blablablá capaz, en un oyente
despierto, de llenarle el ánimo de bostezos.
En
otros, para quienes desentrañar lingüísticamente el concepto amor acaso les
trae sin cuidado, el amor vive como un perfume embriagador que en las noches de
soledad, como sed ardiente en mitad del desierto, llega a ellos revestido de
una pureza y un atractivo que necesario se hace idealizar hasta el deliquio eso
que siendo perfume, y por tanto evanescente, inaprensible y por tanto
borrachera etílica de los momentos de soledad.
Me
refiero hasta aquí a esa clase de amor en donde parece sintetizarse la esencia
de ese concepto, amor entre hombre y mujer o entre personas del mismo género,
que es donde esencialmente fijamos nuestra atención cuando intentamos
desentrañar eso que llamamos amor.
Cuando
pienso en estas cosas se me ocurre que cualquier contertuliano que se sume a la
conversación, mediatizado tanto por lo que piense y por sus circunstancias
personales, lo que tratará será de encontrar en su concepción del amor un
paisaje conceptual en el que se sienta cómodo y al que a la vez aspire en su
fuero interno, mal que le pese su situación personal del momento, porque lo que
ha de expresar necesariamente tendrá más que ver con sus situaciones propias
que con las ideas objetivas que pueda atribuir al amor. Si en esta situación de
idealización del amor, alguien menciona los débitos que el amor tiene con la
biología, con los neurotransmisores y todas aquellas sustancias que activan la
ternura, el deseo sexual, o menciona los imperativos de la especie para
mantener en disposición de procreación a sus criaturas, lógico será que
aquellos que idealizan sobre el amor se sientan incómodos en sus asientos y
traen de poner a buen recaudo la esencia de ese amor que ellos defienden. No,
no debe de ser cómodo que eso que tan altruistamente, tan evocador y maravilloso
que llamamos amor, venga a estar contaminado por la confabulación de sustancias
cuya función es ajena a ese concepto idílico de amor que defendemos.
El amor
blablablá, y es obvio que aquí blablablá enfatiza su calidad de adjetivo, es
tan usual en nuestra sociedad, y siempre revestido de múltiples y variados
vestidos, disfraces diría en tantas ocasiones, es tan usual que hasta el más
tonto de los términos, “hacer el amor”, delata su calidad de esa falsa
envoltura en la que pretendemos cobijar nuestro yo incompleto y demediado.
Saber
en profundidad qué pueda ser el amor, más allá de las trivialidades corrientes,
comporta, creo, ir mucho más lejos del blablablá.
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