miércoles, 9 de octubre de 2024

“Crece el silencio”

 

Nuria en Cabeza Líjar. Al fondo Maliciosa

El Chorrillo, 9 de octubre de 2024

Tarde de lluvia. La lluvia en los cristales, Machado. ¿Nostalgia?, esas primeras escenas de la película de Tarkovsky.

Sí, llegué de Madrid, un viaje para una resonancia de próstata, la sospecha de un posible tumor, y me senté a contemplar la tarde. Leí un poco de las Memorias de Adriano y después, entre una cosa y otra fui a parar al último post de Gustavo. Su título, Se van marchando y crece el silencio. Le acompaña la imagen de un monje budista meditando frente al mar, o al menos eso parece. Fue la imagen y el “crece el silencio” lo que llamó mi atención, y acaso la mención del ocaso de Quasimodo, que no recuerdo porque Quasimodo siempre está en mi memoria trepando por las fachadas y las gárgolas de Notre Dame de París.

La mente funciona así, cuando leí el artículo de Gustavo resultó que su texto no tenía nada que ver con las sugerencias que como una chispa saltan a veces en la mente de uno; porque es así, en ocasiones basta una palabra, una corta frase, para que se abra en nosotros una indeterminada posibilidad de escribir y reflexionar sobre un asunto. El silencio de Quasimodo siempre me pareció la imagen desgarradora de un hombre solitario condenado a vivir en los márgenes de la sociedad. Su deformidad física, jorobado, sordo, de apariencia grotesca, y el rechazo social consiguiente, hacen de este campanero sordo cuyo reino se alza en las alturas de una catedral, un personaje subyugante al que la sordera producida por el sonido de las campanas contribuye a encerrar en el prístino mundo de su yo. Gustavo habla en su último párrafo, en ese clima en que el silencio se va profundizando por la paulatina desaparición de amigos y seres cercanos, de echarle un pulso al futuro y con ello la aceptación de quien somos; y más, sugiere duplicarse para hacernos mutua compañía, de manera que siendo dos en uno poder hacer frente, entiendo, a la soledad. Difícil tarea que Quasimodo pretende sustituir con el amor imposible hacia Esmeralda. En realidad el ocaso de Quasimodo termina con la ejecución de Esmeralda. El cuerpo de aquél será  hallado posteriormente en una fosa común.

Sin embargo mi relación con el silencio esta tarde tenía otras connotaciones; en él no había personas desaparecidas que ahondaran mi silencio y mi soledad; ese monje que miraba al infinito del mar bajo un atardecer de ámbar y oro dejaba en suspenso el relato recién leído de Adriano para introducir ciertos interrogantes en su discurso. Hablaba, donde lo dejé, Adriano, de los tres medios que tenía para evaluar la existencia humana: el estudio de sí mismo, la observación de los hombres, y los libros, y lo contrastaba yo precisamente con ese otro conocimiento, si es que es tal, que se obtiene del silencio y la meditación.

Y es que el silencio a veces crece insospechadamente en momentos concretos de la vida. En mí surgió esta mañana cuando estaba metido en el claustrofóbico túnel de la resonancia. Allí, en mitad de ruidos extraños, como si aquella máquina estuviera haciendo una ruidosa digestión, el silencio, sibilino y como el arrastrar sigiloso de un reptil, al principio leve como una pequeña anécdota, después con más empaque, se hizo presente del todo y en mi surgieron recuerdos de niño de cuando mi tío Mario con un cáncer de próstata pasaba los peores días de su vida en medio de fortísimos dolores que no le dejaron hasta su muerte. Mi silencio me decía, ese otro yo del que hablaba Gustavo, que eso fue hace casi setenta años, y que ahora etcétera etcétera… De repente yo era un barco, creo que me dormí durante la resonancia, y en el casco, en lo oscuro de las bodegas, se había abierto una vía de agua que las bombas no eran capaces de achicar. Me despertó la voz de la enfermera: ¿Todo bien, Alberto? Tardé unos segundos en saber dónde estaba. Todo bien, respondí. 

Y me pregunto si ese crecer el silencio de esta mañana, de este momento, tendrá que ver con esta tarde de lluvia y viento, si será la expectativa de los resultados de una resonancia o si acaso, como le sucedía a Quasimodo, yo sordo que quiero ser al ruido del mundo, el silencio, con ser del gusto de uno…

También Adriano. Cuando uno escribe unas memorias es que ya va con el pie en el estribo camino del reino de las Parcas, se ha empezado a ver la vida en la hondura de nuestros ojos cerrados. Es decir, el silencio se ha hecho a nuestro alrededor y ahora ese diálogo de uno con uno mismo, que es profundo, inconcreto, veraz, se articula con la memoria y, de la mano ambos, piensan la muerte mientras la memoria desgrana hilachos de recuerdos de vida intensa y hacen del silencio y su música un aliado en que reposar los latidos del corazón.

 

 


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