lunes, 30 de septiembre de 2024

Réquiem por Luc




El Chorrillo, 30 de septiembre de 2024

Algo se hunde el mundo cuando el perro que nos ha acompañado durante tantos años, ese otro ser que ha correteado por casa, que se ha acurrucado durante horas junto a nuestras tardes de lectura, brincado como un niño cuando jugábamos con él o recostando su cabezota sobre nuestras piernas como bebé en el regazo de su madre… algo se hunde en nosotros cuando llega esa hora definitiva en que Andy dejó de ser. Andy, Luc, Lola… cada uno de nuestros perros; recientemente el de unos amigos.

Luc era grandote, de pelaje oscuro como el carbón. Le conocí poco, los escasos días que regresando de alguna larga caminata por Gredos pasaba a charlar un rato con X y T. Allá, en el salón ampliamente iluminado desde donde podía verse al atardecer la cresta familiar de las montañas del Circo de Gredos, Luc, ajeno al espectáculo del atardecer, dormitaba apacible echado a nuestros pies. Las rutinas de la vida diaria, salir a dar un paseo por los alrededores, dormitar al sol, alzar la pata hasta las rodillas de sus dueños entretenidos acaso en la lectura de un libro, solicitar algo con un breve guau, esas cosas sencillas que son las rutinas de la vida y a la vez el nexo de la convivencia en donde se tejen los afectos. Primavera, verano, otoño, llueva, truene, haga o no sol, allí está él, cariñoso, juguetón, exigente cuando la demora del paseo diario se prolonga, contento cuando una mano afectuosa acaricia con sus dedos su negra y sedosa cabezota.
Algunas fotografías en el muro de T me hicieron sospechar que algo había sucedido a Luc. Le mandé un guasap a X preguntándoselo. Me contestó. Le habían sacrificado hace algunas semanas. Le detectaron leucemia y un tumor en el bazo. Le cuidaron hasta el final y cuando vieron que Luc les pedía una despedida tranquila de la vida, el veterinario se encargó de darle una muerte plácida.

Nosotros a lo largo de los años hemos tenido cinco pastores alemanes que han corrido parecida suerte. Sin embargo la despedida que mejor recuerdo es la de Andy. Andy era un perro de raza que nos había regalado Ignacio, el dueño del criadero de perros cercano a nuestra casa cuando detectaron que tenía displasia. Tuvo una vida agradable en casa durante una década, pero a última hora su estado era tan penoso que empezamos a pensar que habría que sacrificarle. Los últimos meses de vida de Andy fueron enternecedores. No caminaba, se arrastraba para ir a buscarnos allí donde estuviéramos, si en el jardín leyendo, allá iba penosamente a que le hiciéramos una caricia, nos largaba un lametazo y después se tumbaba a nuestro lado a ver pasar las horas. Sin embargo el recuerdo más emotivo era el modo en que todas las mañana venía a despertarme. A esa hora, que él conocía mejor que el despertador, arrastrando una de sus piernas dejaba el porche donde solía dormir, daba la vuelta a la casa y se dirigía a la cabaña salvando como podía los escalones que llevaban a ella. Una vez allí, como quien ha tenido que hacer un largo esfuerzo por el camino, todavía le quedaban dos escalones que subir. La puerta de mi cabaña, siempre abierta durante la noche, era el último obstáculo para llegar a mi cama. Allí, todavía de noche en invierno, alzaba su pata, me despertaba y me largaba un lametazo. Nunca ningún amado podía inaugurar el nuevo día como lo hacía Andy conmigo.

Dice X que es increíble, que han sentido la muerte de Luc más que si fuese un ser humano cercano. Les deja a él y a T un vacío que no será fácil llenar, me dice. Y añade, ¿cómo puede ser que tenga un sentimiento de amor más profundo por mi perro que por la mayoría de la humanidad? La lealtad, el amor, la alegría que sentía Luc por nosotros, no la he encontrado en nadie.

No es un razonamiento nuevo el que uno lamente, sienta una pena mucho más profunda por la muerte de un animal que ha convivido con nosotros durante años, que por cualquier situación luctuosa sucedida más allá del ámbito de la familia o los amigos cercanos. Es paradójico y difícil de aceptar, pero es cierto que el cariño que desarrollamos con gatos y perros, que en definitiva con el tiempo pasan a ser uno más en la familia, hacen posible que lamentemos más la muerte de uno de ellos que cualquiera de los males que sufre el mundo.

Se trata de una realidad que induce a reflexionar sobre las prioridades que se gestan en cada uno de nosotros, prioridades quizás no explícitas pero que duermen en nuestro interior con una fuerza capaz de imponerse por encima de cualquier otro mal muy superior. A Churchill, ya octogenario, si le hubieran dado a elegir entre una más de las catástrofes que le tocó vivir a lo largo de su existencia y la salud y la vida de su esposa, no lo hubiera dudado un momento, habría elegido esto último. Así se expresaba este hombre que lo había vivido todo, pero que hacia el final de su vida entendió que no hay prioridad mayor que el bienestar de la gente que amamos y que tenemos cerca de nuestro corazón.

Somos seres sociales, pero por mucho que debamos a la sociedad, parece que la tribu queda siempre en segundo lugar cuando por medio se cruzan nuestros intereses personales esenciales. Esa maravilla que desarrollamos a lo largo de la evolución (algunos, no todos), la empatía, se diría que venía precedida evolutivamente por el vínculo afectivo que nos une al entorno humano más próximo, la familias, y por extensión a aquellos seres que se incorporan a ella.

En el reino de las pequeñas cosas, tan importantes tantas veces, si no más que los grandes asuntos, Luc debía de tener para X y T, un lugar de privilegio.

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