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Victoria en Persépolis |
El Chorrillo, 17 de enero de 2024
Habíamos dejado atrás Malawi, y ahora en Tanzania volvíamos
a encontramos con el credo islámico. En el libro que retomaba de nuevo, y que
había abandonado al despedirme de Malasia –Al
límite de la fe, de Naipaul– aparecía de momento la ciudad de Teherán. Pasamos una semana en esa ciudad en el otoño del noventa y nueve. Me encontré
entonces muy a gusto allí, pese a los numerosos trámites burocráticos, pese a
la gabardina y al pañuelo en el que hubo que encerrarse Victoria durante toda
nuestra estancia. Recuerdo la hospitalidad y la afabilidad de los vecinos con
los que terminamos haciendo amistad en unos días; los empleados del hotel, los
camareros del restaurante, algunas personas con las que coincidíamos en los alrededores.
También las encargadas de los medios informáticos de la universidad donde
íbamos a consultar nuestro correo, único lugar entonces para este tipo de
tareas. Los grandes carteles de la revolución llenaban las vallas de la ciudad;
algunos cubrían las fachadas laterales de edificios de varios pisos. Muchos de
aquellos carteles mostraban hombres con cuerpos mutilados. Las consignas políticas
saturaban las paredes y el culto a la personalidad parecía un calco de la
parafernalia posterior a
Las montañas que queríamos visitar próximas a la ciudad se
mantuvieron permanentemente cubiertas; estábamos a final del otoño, el tiempo
era realmente malo. El taxista que nos llevó a Persépolis trajo consigo un mantel a
cuadros como el que utilizábamos en casa de mis padres cuando salíamos a comer
algún fin de semana al campo; lo usamos para sentarnos bajo la sombra de un
árbol cuando la visita hubo terminado. Su mujer había preparado un apetitoso
picnic para los tres. Cuando nos despedimos, nos regaló un par de cintas de
música popular iraní. ¿La policía? también la policía fue amable con nosotros
mientras rellenábamos los impresos de tránsito de rigor o nos sellaban los
pasaportes. No, no era gente cejijunta ni distante. En la ciudad vieja regía
una vestimenta estricta para las mujeres, pero sobre las faldas de la montaña,
donde parecía instalada la modernidad, las cosas eran algo diferentes, los
rostros femeninos asomaban como deseosos de quitarse aquel estorbo del cuerpo;
la vida era más amable ladera arriba.
La revolución, que se había alzado bajo el lema: “Pan,
trabajo, libertad”, sólo tardó un año en transformarlo en: “Pan, trabajo y
República Islámica”. La libertad no sólo había desaparecido como lema sino que
fue sustituida por el principio de la dirección y la obediencia; obediencia
ciega a los líderes que integrarían una realidad en donde lo político y lo
religioso estarían totalmente unidos. De la mano de Jomeini –Islam significa
“sumisión”– se convirtió en el objetivo dominante de la clase dirigente. Es curioso
que la historia se repita de continuo con pocas variantes en sus mecanismos
elementales; que unos pocos sean capaces mediante esos viejos procedimientos de
propaganda, censura, restricción de las libertades, (y por supuesto, tortura y
muerte para los discrepantes) llegar a convertir a una parte importante de las
masas en correligionarios de sus ideas. En los años setenta, cuando nuestros
hijos tenían uno y tres años, recorrimos Argelia a lo largo de los dos meses de
verano... Argelia fue para nosotros un paraíso de cordialidad y acogimiento.
Entonces fue posible acampar en el desierto y ser visitados por gentes de los
alrededores que venían a ofrecer su hospitalidad; o ver detenerse entre las
dunas a un automóvil, en donde viajaban bereberes, con la simple intención de
invitarnos a una limonada, o ser agasajados en un oasis a compartir el té al
final de la tarde. Hace ya muchos años que no se puede viajar por Argelia, los
fundamentalistas se hicieron con el poder y se cargaron un buen puñado de
bondades.
¿Quiénes son los que transforman los pueblos, ahogan su
hospitalidad, hacen a sus pobladores zafios y odiosos defensores de la
intransigencia y el sectarismo? Esa misma fuerza que persiguió a los católicos
y que encabezaron los torquemadas de turno, levantando hogueras y quemando a
los que pensaban de diferente manera a ellos; las parecidas fuerzas que
llevaron a las masacres que se produjeron cuando hindúes y musulmanes hubieron
de partir el subcontinente asiático siguiendo criterios religiosos.
En aquellos días había momentos en que empezaba a tener
cierto temor a todo esto que poco a poco se nos venía encima, ese crecimiento
lento y sistemático del fanatismo integrista. Me pareció absurdo ese empeño del
gobierno francés por prohibir el velo en las escuelas, de la misma manera que
era ridícula la prohibición en España de la ikurriña en los años setenta; me
parece improcedente cualquier restricción de una libertad que sea respetuosa
con los otros o con las comunidades entre las que convive. Sin embargo, llega
un momento en que la duda me ronda ante la constatación de cómo el
proselitismo, la instrumentalización de las masas por parte de unas minorías se
abren paso poco a poco; cualquier cosa sirve como bandera de una idea.
Cuando veo en las calles de Ciudad del Cabo una escuálida
manifestación musulmana que vocifera con ira pidiendo una África islámica,
cuando piden volver a traer la pena de muerte para aquellos que transgreden
alguna parte de la ley islámica, noto que en mí se crea un hilo de inquietud.
Después de aquello fue un alivio volver a encontrarse con esa amplia colección
de confesiones religiosas que pueblan Namibia, Zimbabwe, Malawi,
presbiterianos, evangelistas de distintos colores, católicos, etc., a las que
se les puede criticar por otras cosas pero que no producen el temor que el
mundo musulmán va engendrando poco a poco según nuestro viaje se iba dirigiendo
hacia el norte de África. Un temor que cuando visité Irán no estaba presente,
pero que en la actualidad se hace poco a poco más intenso, porque los mecanismos
psicológicos y de masas que mueven a la gente son cada vez más patentes,
parecen como más dispuestos a hacer saltar por los aires cualquier posibilidad
de cordura. La gente, en Teherán, en Argel, en Dar es Salaam, en el Cairo, en
tantas ciudades islámicas, es de una cordialidad que sobrepasa con mucho a la población de cualquier ciudad de Occidente; sin embargo, el fanatismo religioso, la
exacerbación de la confrontación con el mundo no islámico, la instrumentalización
de una masa carente de una cultura capaz de interpretar la realidad y los
textos, es un campo abonado para que la intolerancia vaya aumentando a marchas
forzadas.
La cultura y la educación, tanto en Occidente como en los
países árabes podrían ser la clave para encontrar un futuro más seguro.
Habría que volver a aquella pedagogía del oprimido de Paulo
Freire para
recordarnos el modo, el lugar desde donde vemos los conflictos del mundo: la tele.
Una pedagogía que nos enseñara a ver y a hacernos una idea de la clase de
imbéciles con los que tratamos, el individuo ese del bigotillo, por ejemplo,
que fue ni más ni menos que presidente de gobierno, y que tras el millón largo
de muertos en Irak, dice que ahora sí, que sabía que no había armas de
destrucción masiva en aquel país, pero.... En los países árabes la pedagogía
quizás no necesitaría ningún apelativo suplementario, simple conocimiento,
saber de la capacidad del fanatismo para expandirse, el modo en cómo pueden
llegar a operar en las masas unas pocas consignas políticas o religiosas, saber
cómo el individuo puede, convertido en masa, transmutarse en arma destructiva,
enajenada, abocada tanto a un exterminio de una tribu rival como fue el caso de
los tutsis en Ruanda o los judíos en Alemania, o bien convertirse en carne de
cañón de un régimen que un día puede ser de Jomeini, otro de Franco o mañana
hacer de ciudadano norteamericano dispuesto a seguir votando a individuos como aquel
tal Bush. Una pedagogía que ayudara a distinguir entre un burro y una sirena,
entre un hombre de bien, pongamos por ejemplo, ya que estamos en Tanzania, a
Nyerere, un gran y honesto estadista, de un bruto como el Amin de Uganda, o el
Mubutu del Congo.
Este vehículo está protegido con la sangre de Jesús, rezaba aquella
mañana sobre un fondo rojo en el frente
de un minibús. Cualquier descabellada idiotez sirve para dirigir la simpleza de
los individuos hacia un objetivo propuesto por otros más inteligentes. Basta
encontrar la imagen; los americanos pusieron en antena un cormorán cubierto de
petróleo en el golfo Pérsico para llegar a nuestros corazones de ecologistas
interesados por la integridad del planeta. Y así siempre.
Aquella en mañana en Dar
es Salaam me levanté con pie diferente, me jodía la voz del muecín a un
centenar de metros de la ventana bajo la cual dormía. Me jodía todo ese Corán como metido por un tubo en los
oídos de toda la población. Y lo peor de todo es que ya empezaba a vislumbrar
que se me iban a acabar de nuevo las cervezas J. Haría más y más calor y yo no podría
tomar cerveza por culpa de Mahoma. Una natural consecuencia del cambio cultural
que si sólo parase en eso se podría bondadosamente tolerar; sin embargo, más al
norte, había signos de una intransigencia mayor.
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