El Chorrillo, 8 de enero de 2023
Mientras
la veía, tan lentas y largas son las secuencias, esa inquietud que me corría
por dentro me llevaba a otros planos de la realidad, me sugerían un par de
viajes por la destartalada China de los años noventa con sus folclóricas
estaciones de ferrocarril, inmensas colas por todos los lados, calles
abarrotadas, multitudes a pie o en bicicleta, y mientras tanto, en cada parcela
particular hombres y mujeres atados a sus pequeños asuntos, al trabajo de
ganarse un pequeño sueldo con el que poder subsistir.
Y es en ese pequeño atado de los problemas cotidianos, la familia, los vecinos, los chicos del instituto, la ramplona reacción temperamental, la animalesca superioridad de unos sobre otros, en donde no hay apenas un resquicio abierto a las simpatías, al cariño o al amor, que sólo rozan tangencialmente algunas relaciones, aunque sin ser expresadas; es en ese pequeño atado de los problemas donde la percepción de la vida como luctuoso y lamentable suceso tiene su máxima expresión.
Las
miserias de la vida, protagonistas del film empujadas unas a otras como esas
fichas de dominó que cayendo unas sobre otras terminan por arrasar la vida de
los protagonistas hasta dejarles al borde del abismo. Un panorama donde todos
metidos en una red es imposible encontrar salida. Sólo en algún lejano lugar la
idea de un elefante tranquilo sobre la nieve, otro lugar, otro mundo, no
importa lo que sea, otra cosa determina a última hora, después de cuatro horas
de film, a los protagonistas a probar suerte más allá de su entorno habitual,
más allá de ese feroz determinismo al que están atados. No saben por qué ni
para qué pero quieren ir a Manzhouli para ver al elefante tranquilo. Quieren
probar. Tras un largo viaje nocturno el autobús para en medio de la oscuridad;
a lo largo de una infinita secuencia no sucede nada, los viajeros van saliendo,
pasean en la oscuridad, dan patadas a una bolsa de plástico que hace de pelota.
Todo es oscuridad alrededor fuera del haz de luz de los faros del autobús.
Silencio y al cabo de un largo rato el bramido de un elefante… y cae el telón.
Y
mientras tanto, después de alimentar el fuego de la chimenea con algunos leños,
volver a sumergirme en las largas secuencias, tomaba el teléfono y anotaba
cosas como: “Ya ha sido suficiente”, y recordaba el tiempo que había perdido
esta tarde dándole algunas vueltas a eso del Instagram donde tenía una cuenta
desde hace años pero que no usaba, o subiendo un nuevo post dedicado al alcalde
de mi pueblo con el que ando estos días en litigio. Las películas de Béla Tark,
como esta de Hu Bo que era un fiel discípulo del anterior, son como esos libros
que de tanto en tanto te hacen parar para sopesar lo que estás leyendo o para
atender alguna sugerencia o recuerdo que te provoca la lectura. Aquí las largas
secuencias son una continua invitación a la reflexión, a la simple
contemplación, contemplación tal como si estuvieras parado ante un cuadro de un
museo que llama tu atención y que notas que te está diciendo o sugiriendo algo,
o simplemente que necesitas dejarte bañar por alguna clase de placer que se
deriva de la fotografía, del gesto, de la expectativa, del dolor, del encuentro
de dos mundos, dos personajes de los que no necesitas muchas palabras porque
sus rostros lo dicen todo.
Y,
además, estando como había estado tanto rato mareando la perdiz con eso del
Instagram, se me mezclaban escenas de la
película con los corredores de esta red y el efecto era muy curioso aunque
indefinible. Viendo que en la película también en el hilo narrativo intervenían
las redes sociales, que llegaban a tener repercusión sobre el desarrollo del
guión, pensaba en la importancia que pudiera tener el mundo virtual donde platicas,
discutes o entras en desacuerdos, sobre ese mundo de la realidad en que
transcurre la vida de las personas. Así, me pongo a examinar la repercusión de
que un individuo me bloquee en una institución pública para uso de los vecinos,
el Ayuntamiento, o cómo me hace reaccionar, y enseguida caigo en lo ridículo de
la situación, tan ridículos como me parecieron siempre los duelos de honor decimonónicos. Allí una
persona que veía mancillado su honor enseguida tiraba de amor propio y al día
siguiente al amanecer allí estaba frente al adversario jugándose la vida
tratando de matarse uno a otro. Ahora con las redes sociales desfogamos nuestro
agravio –o mejor me desfogo, porque del otro no sé nada, aunque lo adivino– a
base de fuegos artificiales de uno contra otro aunque con intención diferida,
porque lo que pretendes poniéndole a caldo es que el personal “de la nube”, de
supuestos lectores, sepan de esto o de lo otro del tal, si es un patán, un
cacique o lo que sea. Vamos, un numerito de circo que si no te das cuenta a
tiempo y no le pones control puede conseguir que la vida virtual invada tu vida
personal y te cree molestias innecesarias.
Sabido
es que si en tu camino te encuentras una alta montaña es mejor rodearla que
liarte a golpes con ella. Sabido es, pero aún así, cuánta importancia, si no
más que el asunto que es objeto de litigio, en este caso el arreglo de un
camino, puede llegar a tener el amor propio o el hecho de que consideres al
causante del desencuentro un patán, como es el caso. Consideraciones todas que
desde el punto de vista práctico deberían invitarnos a rodear la montaña pero
que…
En
esos conflictos que se generan a lo largo de la película en el sórdido ambiente
de barrios de alguna ciudad china, conflictos comunes en comunidades y
familias, en este caso vienen agravados por la difusión a través de las redes
de algún vídeo que compromete a algunas personas. De ellos se derivan dolor y
algunas muertes. Todo un triste panorama que sí, que invita a la reflexión. Lo
que me sugiere pensar si acaso no será mejor nadar en el barro cuando vengan
las lluvias que enredarse en historias en comunidades de vecinos aficionados a
palmeros y donde 0los del moco verde poco a poco van siendo mayoría, eso si no
les gana
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