El Chorrillo, 4 de enero de 2023
(Facundia, por cierto, en su acepción de locuacidad, propensión
a hablar más de la cuenta).
Me resistí a irme a la cama sin haber dejado unos
párrafos sobre el blanco papel del teléfono, costumbre impertérrita de la que
no logro deshacerme por más que lo intento, y eso que fue un día denso de intentar
llegar a mis vecinos la voz de quien está hasta los mismísimos de las
autoridades municipales del lugar. Pero en fin aquello acabó y ahora, de nuevo
ante la chimenea, de nuevo la magia del cine, hoy Música en la oscuridad, Bergman,
naturalmente. La vuelta a otros tiempos, a Bergman sin más. Qué cosa querer ver
todas las películas del mundo o leer todos los libros que existen, qué pérdida
de tiempo. Qué pérdida de tiempo querer decir, debatir cuando tánto podemos
aprender de nuestro interlocutor, del que crea una excelente película. A uno le
pasa en tales circunstancias por la cabeza que ser espectador, lector, oyente
es una de las mejores cosas del mundo. Que estar callado y atentos a otros,
esos otros que nos deleitan y enseñan, es una de las cosas más majas de la
vida. Y además, lo que leía anoche en los versos de Robert Lowell,
Cuántas veces me han hecho
errar mis payasadas,
insoportable lengua
transgresora...
que sí, que hay unos
pocos que haciendo uso de una indescriptible facundia charlamos interminablemente
y sin freno, que ayer después de reunir todos mis textos del pasado año de este
blog en un libro de cara a mandarlo a la imprenta, ya me salía un número de
páginas similar al volumen de Guerra y paz. Que yo no sé cómo algunos me
aguantáis. Pero bueno, qué le vamos a hacer, que ya comentaba alguien el otro
día que los genes mandan y que a las ganas no las manda nadie, que ellas van a
lo suyo y hacen contigo lo que quieren, y si se les mete en la cabeza
inyectarte un chute de ganas de escribir, como igual te lo puede meter de
comerte una miloja o acariciar un rostro querido, pues qué le vamos a hacer...
Hoy sin más no me veo empujado a escribir sobre
ningún tema en particular, y tengo que asegurar que tantas veces que agarro el
teléfono en realidad no soy yo quien escribe, sino un enanito que le dicta a
mis terminaciones nerviosas lo que le viene en ganas. Así sucedió hace un par
de días sin más, el primero de año, que de repente, sin venir a cuento, me
encontré con el teléfono en las manos escribiendo aquel post titulado ¡Gracias…!,
que juro que no me enteré de lo que escribía, que yo veía aparecer las
palabras sobre la pantalla del teléfono sin dar crédito a mis ojos de lo que
allí iba apareciendo, y con más razón porque efectivamente yo sentía aquello
que se iba escribiendo vivamente como parte de mí y de mis sentimientos del
momento. Que yo ya no era yo ni mi escritura era ya mi escritura. Esos dos
gitanos que cabalgan uno junto al otro en Verde que te quiero verde, y
que ajenos a lo que su voluntad pudiera determinar se dejan arrastrar por la
brisa del camino y el olor del espliego soñando allí con la gitana que tantas veces le esperó tantas veces le
esperara.
Así es a veces la escritura, que brota sin más, unas
veces como manantial sereno, y otras como arrebato desbordante, como le
sucedió una vez a Pessoa que a media noche se puso a escribir un poema y
veinticuatro horas después de una escritura ininterrumpida todavía no había terminado con él. Cuando acabó ya
tenía un libro en ciernes. O a Jack Kerouac, que una noche insertó en su
máquina de escribir un enorme rollo de papel higiénico, se puso a teclear y
cuando terminó aquello ya estaba dispuesto para entregar a la editorial, su
famoso libro En el camino, o mejor, Un the road, que queda más
chuli y hace pensar que quien escribe es un tío muy culto (craso error,
con toda seguridad, pero con el que se suele engañar al lector despistado).
Sobre la facundia, así como quien dice Elogio de
la locura, aquello de Erasmo de Rotterdam, o Encomio de la estulticia, que
para el caso es lo mismo, que para Erasmo parecían ser la misma cosa cuando a
ambas las sacaba a pasear en medio de una hilarante ironía; sobre la facundia,
decía, y el uso desmadrado de ésta, lo que le sucede a un servidor, algún
avispado podría reírse montón a costa mía, por ello mejor que antes de que
alguien se ría de mí prefiero hacerlo yo el primero. Además, ya se sabe,
aquello del evangelio, Bienaventurados los que se ríen de sí mismos, porque
de ellos será el reino de los cielos (san Mateo 5, 1-12).
Y vamos, que ya está bien de esa charla sin freno.
Ahora a otra, volvamos a la lectura de los versos de Lowell, que la noche
todavía va a dar para rato.
(Se entenderá que yo nada más comenzar lo que quería
era hablar de la película que acabábamos de ver, Música en la oscuridad, de
Bergman, pero mira por donde salió lo que salió, que así sucede tantas veces,
que no me imagino yo a Cervantes ni a cualquier tinterillo que le dé por
escribir realizando un guión previo, que tantas veces sucede como el caballo de
Ariosto, que citaba Italo Calvino, en Orlando furioso, que durante el
primer capítulo nos menea la perdiz llevando el caballo de acá para allá sin
saber qué hacer con él hasta que el enanito correspondiente le dicta algo al
oído a Ariosto que hace que la historia empiece a ser algo más que una
divagación para entrar en plena acción. Otra cosa no dejaría de hacer Cervantes
aburrido como una ostra en
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