El
Chorrillo, 8 de enero de 2023
Existen
dos magníficos libros que llevan el mismo título, aunque el ámbito de sus
recorridos es bien diferente. De uno de ellos es autor Lionel Terray, esa
filosofía que nos habla de la hermosa inutilidad de escalar montañas; y el
segundo, cuyo autor es Werner Herzog, que relata en formato de diario
las circunstancias del rodaje de su película Fitzcarraldo. Libros que enfatizan
la idea de las virtudes de lo inútil frente a la filosofía práctica que inunda nuestro
tiempo con la profusión propia de quien cree que la vida está hecha para en
todo momento atender a “lo útil”, que es un concepto de lo más escurridizo
cuando algún despistado se te aparece a la vuelta de la esquina y te pregunta
¿útil para qué? Imagino que conoceréis la historia aquella de un pastor que estando
sentado tan ricamente a la sombra de un árbol disfrutando de la benignidad de
un día de primavera, se le acerca un ricachón. Éste le interpela diciéndole que
por qué en vez de estar allí sentado no adquiere más ganado, busca nuevos
pastos, etcétera y aumenta así sus ganancias. El pastor, que en ese momento
está degustando una fruta que llevaba en el zurrón, apenas levanta la vista,
pero le pregunta a su vez; ¿pa qué? Hombre, le dice el otro, para ganar más
dinero. Y el pastor ¿pa qué? Bueno, la cosa sigue y sigue creciendo hasta que continuando
el hilo argumental del ricachón éste llega a la conclusión de que aquel negocio
de las cabras, la leche y todo que le siguiera, podría en unos años poner en
manos del pastor una multinacional. Naturalmente el pastor, impertérrito,
contesta de la misma manera: bueno “y eso pa qué? A lo que el otro responde,
pues hombre, cuando usted haya conseguido todo eso ya puede sentarse bajo un
árbol y contemplar tranquilamente pasar las nubes. Y el pastor: Y todo ese
trabajo ¿pa qué? ¿No es eso lo que estoy haciendo ahora?
Conceptos
escurridizos esos de lo útil y lo inútil. Werner Herzog cuando rodó
Fitzcarraldo no quería saber nada de trucos fílmicos en el momento en que el
guión requería subir un barco de acero de pasajeros por lo alto de la ladera de
una montaña, la filmación debía desarrollarse en la selva y la montaña, el río,
los raudales y el mismísimo barco tendrían que ser de verdad. Probablemente con
las técnicas audiovisuales de hoy día una ficción habría sustituido
perfectamente a la realidad sin que el espectador se hubiera percatado de ello,
sin embargo Herzog creía en el valor de “lo inútil” y asumió el trabajo
titánico de rodar en lo intrincado de la selva, arrastrar un enorme barco
ladera arriba de la montaña, asumir el peligro de las serpientes, las
enfermedades y, lo que todavía requería más valor, trabajar con el loco de
Klaus Kinski, que naturalmente de igual modo que en Aguirre, la cólera de
Dios rematará con su
actuación estas dos obras maestras del cine de todos los tiempos; y ello
jugándose Herzog la vida que pudo acabar en un momento cuando Kinski, pistola
en mano estuvo a punto de matarle.
Ejemplos
de la inutilidad de tantas cosas que los sapiens emprendemos a lo largo de
nuestras vidas y que acaso tienen el único valor de dar satisfacción a una
pasión interior que mueve a los hombres a tareas que los colocan al límite de
sus posibilidades. Probarse a sí mismo, sentir el roce de la incertidumbre
rondando con frecuencia nuestra voluntad, y pese a ello, o precisamente por
ello, dar un paso adelante para enfrentarse a esa provocación inútil y
arriesgada, pero al otro lado de la cual espera la satisfacción con uno mismo,
un pedazo de plenitud, tiene el aspecto de constituir uno de los valores que el
hombre, hombre excelente acaso, ha probado desde que éste bajó de los árboles
para hacer el camino de convertirse en persona.
¿Y
qué decir de esa otra “conquista de lo inútil” de Lionel Terray, ese escalar montañas
y paredes imposibles, que ni siquiera se traduce en una película, en un
producto que otros pueden consumir, ver, disfrutar, que sólo tiene repercusión
en el alma del hombre, en el ámbito de su soledad? No, no hablo de las modernas
aventuras, ayer mismo, en donde Alex Txikon y seis sherpas hacen cima en el
Manaslú invernal y cuya noticia minutos más tarde recorre el planeta; que no,
que eso es otra cosa que tiene mucho de cosa útil, de publicidad pese a los
trabajos y el peligro que conlleva. No, no hablo de semejantes aventuras.
El
hermoso enfrentamiento del hombre con el hombre, del hombre con sus miedos y
las dificultades, todas esas cosas totalmente inútiles que nada aportan a la
sociedad y que sólo nutren la soledad del ser interior del hombre. Esa
magnífica inutilidad en la que todos sorbemos un poco de vida auténtica, de
plenitud; sin espectadores, sólo tú frente a ti mismo. Lo que nos hace crecer
frente al inútil propósito de llenar la vida de utilidad que difícilmente en
última instancia sabremos en qué consiste. Porque lo útil, en relación a quien
actúa, si realmente debiera ser útil, sólo debiera serlo en el ámbito del
propio gozo, de la propia satisfacción personal, esa que uno encuentra cuando
se va a la cama y cerrando los ojos da un repaso al día y siente dentro de sí
una profunda satisfacción.
La
vida está hecha de muchas cosas curiosas. Esta mañana hablaba con un amigo que
me contaba de alguien que era capaz de seguir, mando a distancia en mano, cinco
programas de televisión al mismo tiempo sin perder en absoluto el hilo. Igual
podía seguir media docena de películas al mismo tiempo, me imagino. No perder
el hilo, me decía yo después cuando abandonamos la conversación, no perder el
hilo en las redes, en lo que sucede en España o en el resto del mundo, saber
con pelos y señales de esto y lo otro… y claro, enseguida se me ocurre aquello
del “pa qué”. Y por tanto, si llega el caso, ¿entraremos por las puertas del
Museo del Prado y seremos capaces de ver todas las obras de sus varios pisos en
un par de horas?, y si lo hacemos ¿qué pretenderemos con ello? Ernesto Sábato
escribía en sus diarios que cada vez que iba al Prado sólo veía una sola
pintura. Una sola. Sin embargo hay algunos que pretendiendo no perder el hilo serían
capaces de “ver” todas las obras del museo en un par de horas.
El
placer, que requiere espacios dilatados de tiempo, se presta poco a las prisas.
Sucede con el sexo, bien un polvo rapidito en determinado momento, pero entre
esto y lo que confesaba el cantante Sting en una entrevista, donde mencionaba
que él y su pareja podían demorar en su relación sexual hasta siete horas, va
la diferencia del que demora en un cuadro el tiempo suficiente como para
empaparse de esa belleza destinada sólo a los sin prisas; va la diferencia del
que centra su interés en “no perder el hilo” y de aquel otro que se recrea en
las infinitas y largas secuencias de las películas de Béla Tark o la que vimos
ayer de Hu Bo, An elefhant sitting still.
Todo esto formas totalmente inútiles de perder el tiempo cuando, como decía Hitchkock,
que una película nunca debe superar el tiempo en que la vejiga necesita
vaciarse, es decir una hora y media máximo por película; que se equivocaba
porque el cine también es contemplación y sofisticada belleza, no sólo, trama,
suspense y estar pendiente de en que acabará la peli.
* * *
Nota:
Por
cierto, que también es un trabajo inútil enfrentarse a patanes como el alcalde
de Serranillos del Valle y a sus palmeros, un trabajo inútil, una voz en el
desierto, pero bueno, que ahí quede como testimonio de cómo son las cosas en algunos
pueblos de este país regidos por caciques como en los peores tiempos de la
historia de España.
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