Soy reacio a tomarme la tensión. En el fondo me niego tajantemente. Pasan semanas y semanas que me autoengaño haciendo que me olvido. El pasado año me dio un subidón a ciento noventa y el médico al teléfono me mandó una ambulancia a casa. Desde entonces ando vigilante. Hoy, al final, leyendo El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, me decidí. Un respiro: 130/80. Creo que de todos los deseos que pueda albergar en estos años el de conservar una buena salud es el predominante con mucho. Quizás porque si no se cumple ese los otros deseos serán inútiles. Hace unas semanas me diagnosticaron una condropatía de grado 4 en la rodilla derecha, ahora en igualdad de condiciones las dos, algo que podría impedirme hacer una de las cosas que más llenan mi vida: moverme por las montañas. No me lo he pensado dos veces y ahora dedico cada día un larguísimo rato a fortalecer cuádriceps y demás músculos que puedan ayudar a suplir la amortiguación de los cartílagos. Ando siempre vigilante con la salud como marino pendiente en tiempo de tormenta de la arboladura de su nave. La memoria que zozobra, un amigo al que han diagnosticado Alzheimer, la sombra de
No creo que sea hipocondría, es que la salud apenas era algo en lo que pensara antes, que siempre imaginaba que alguien que ama los bosques y las montañas y vive en ellos con asiduidad estaba bajo el amparo de los dioses. Ahora sin embargo pareciera que los dioses se hubieran refugiado con frecuencia en el mutismo, de ahí que haya que suplir su gandulería con un esforzado ejercicio de previsión.
Que la memoria se marcha de paseo y te deja ahí abandonado con esas malditas palabras que no te vienen a la boca, que no recuerdas donde coño has dejado el destornillador y te pasas la vida buscando las gafas… Joder, de seguir así dentro de unos años lo mismo me despierto y no me acuerdo de mi propio nombre. Que tienes que andar con los pies de plomo cuando te subes a una escalera porque lo mismo te da un vahído y te rompes la cabeza. Que como te descuides se te atasca un cálculo en la uretra y ya la has jodido, ya estás de dolores como de parto y pidiendo una ambulancia. Que…
¡Dios santo! Con lo bien que se está vivito y coleando. Si yo fuera creyente le echaría una bronca de mil demonios casi todos los días al dios que me correspondiera. Recordemos lo que hacía sin más Zeus mientras arqueos y troyanos se partían la cabeza a sablazos en los campos de Troya. La tierra llena de cadáveres, Patroclo desangrado, Héctor camino del Hades atravesado en el cuello por la lanza de Aquiles, la muerte por todos los lados, y arriba, y mientras tanto sobre las nubes, Hera en pleno trance erótico que toma de la mano a Zeus y le dice: “Vamos, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora”. Hete ahí, esa es la reacción de los dioses ante las desgracias ajenas y el dolor de los humanos, buscarse una nube donde follar rodeado de flores y del dulce sándalo mientras el personal abajo se rompe la crisma en el campo de batalla. Así que nada de dioses que cuiden de nuestra salud; mejor currárselo uno por sí mismo y prevenir para no tener que curar.
Las conversaciones que nos traemos cuando voy con los amigos del Navi, todos veteranos septuagenarios y octogenarios del monte, ya se puede imaginar de qué pueden estar sembradas en muchas ocasiones. El monotema de la salud baila sobre nuestras cabezas como un disco rallado.
Tengo la sensación de que llevo una temporada literariamente encerrado en una burbuja temática. Anoche opté por la novela de Joan Didion con la única referencia de una página subrayada que nos había mandado nuestra hija Lucía que leía a
El conocimiento de la vida de la edad madura, cómo sienten y viven esos últimos años los hombres (...y mujeres :-)), ha creado en mí una relación de empatía que hace que me sienta más cerca de ellos, cerca dentro de la amplísima variedad de circunstancias que pueden darse, pero que tienen denominadores comunes que con mucha probabilidad serán los míos cuando traspase, si llego, esa franja de edad de los ochenta.
No es otra cosa, en parte, esa afición que le tenemos a las novelas y a las películas, afición a conocer historias, gente, formas de pensar y de sentir, modos de vida. El cerebro parece funcionar así; le encandilan los relatos, el cómo, el cuándo, los desenlaces. Y por supuesto con más razón cuando el relato se centra en circunstancias y edades a las cuales tú te vas acercando.
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