El
Chorrillo, 17 de noviembre de 2022
Hoy
estuvimos en el tanatorio. El ambiente era distendido. Se contaban anécdotas
sobre el difunto, abundaban más los chascarrillos que las caras largas. Sólo vi
aparecer las lágrimas en una ocasión en los ojos congestionados de la hija
menor. Después de un rato un grupo nos fuimos al bar de la esquina. Encuentro
de familiares que se ven tan solo en acontecimientos así, bodas, decesos;
esporádicamente en alguna Navidad.
De
camino a Aranjuez, en el coche, le comentaba a Victoria que me extrañaba mucho
que una persona tan preparada y culta como Salvador Pániker vertiera todavía
hace diez años en sus diarios la incertidumbre sobre el origen divino del
universo, que hablara de las religiones y del misticismo con la actitud de
quien todavía se debate entre la esperanza de un más allá y la cruda realidad
de nuestra animalidad abocada a lo efímero de una existencia. En
contraposición, le decía a Victoria entre curva y curva más allá de Torrejón de
Hasta finales del siglo XIX se justifica que nuestros pobres conocimientos sobre la evolución del
mundo vivo hicieran posible la vigencia de un pensamiento basado en una
voluntad creadora en el origen de la vida, se justifica que grandes pensadores sucumbieran
al pensamiento mágico de interpretar el origen del mundo desde la óptica de la
leyenda del Génesis. Sin embargo, que
en el momento actual, de tan avanzados conocimientos sobre el cosmos y el
origen de la vida, todavía se encuentre quien rodee la muerte de una especie de
aura de trascendencia, es un anacronismo difícil de entender.
No tuve
ningún interés en contemplar el aspecto que el cadáver pudiera
tener allí encerrado tras el vidrio del mostrador del tanatorio. Nos detuvimos
a pocos metros y allí, en corro, recordamos algún detalle del difunto; alguno
de los presentes contaba que había conseguido llegar al hospital en su propio
coche, y que ingresado de urgencias, se arrastraba poco después de su ingreso hasta
la puerta del hospital porque decía que tenía que llevar su coche al garaje de
su casa, que como iba a estar varios días internado, quizás en el parking se lo
pudieran robar. Al hilo de tal circunstancia yo conté cómo mi padre en sus
últimas horas de vida reclamaba su libro, una historia de amor, y ponía todo su
empeño en que su nieta fuera a su casa y se lo trajera. Se estaba muriendo,
acaso no lo sabía, pero él lo que quería era saber cómo terminaba aquel relato
amoroso.
Vivimos
como si tuviéramos la eternidad por delante, que quizás es la mejor manera de
vivir el presente, porque siendo así nuestra pasión, nuestros gustos, siguen
operando sin tener en cuenta lo que pasará mañana, si existirás o no. Lo que te
mueve es que tu coche, el gran amor de tu vida, no sufra desperfecto, no te lo
roben; lo que de inmediato llama tu atención es saber en qué acaba esa dichosa
historia de amor. Un día mi padre me llamó de urgencia; mi madre estaba muy
mal. De hecho en el hospital aquella misma mañana la diagnosticaron un cáncer que
terminaría con ella antes de tres meses. Sin tiempo para llamar a una
ambulancia Victoria y yo decidimos llevarla directamente al hospital en nuestra
furgoneta. Bajamos las escaleras con ella con mucha dificultad porque no se
tenía en pie, atravesamos la puerta de casa y cuando ya la introducíamos en el
coche se volvió repentinamente para comprobar que puertas y ventanas estaban
bien cerradas. ¿Seguro que habéis dejado todo bien cerrado? Semiinconsciente,
pero insistió, lo repitió dos veces. Mi madre tenía obsesión con que los
ladrones se colaran en su casa. Había llegado al final de su vida, pero su
preocupación principal era que las puertas y ventanas de su casa quedaran bien
cerradas.
Mi
suegra, fallecida a los noventa y cinco años, era muy religiosa, no faltaba a
misa y no había manera de quitarse de encima sus sermones religiosos cada vez
que charlábamos con ella. En algún momento en su cuerpo se quebró algo y hubo
de ser hospitalizada. En los pocos días que estuvo en el hospital antes de
fallecer –ella sí sabía que su vida estaba a punto de terminar– en ningún
momento se le ocurrió recordar a su Dios, ni pidió la presencia de un sacerdote,
nada, estando en la plenitud de sus facultades mentales ninguna alusión a esa
creencia que había arrastrado durante toda su vida. Tampoco ni una sola alusión
a algo que ella nos había repetido tantas veces, a la esperanza de encontrarse
con su marido, fallecido veinte años atrás, en la “otra vida”.
¿Hasta
dónde llega esa presión social de que hablaba más arriba, eso que te hace creer
en un dios, en una vida eterna?: hoy, en la actualidad. ¿No hay un conflicto
entre la realidad del momento y las creencias religiosas activas en nuestra mente
producto del hábito y las costumbres? Este último comportamiento de mi suegra
me hace pensar que el principio de realidad termina imponiéndose sobre nuestras
concepciones religiosas en el momento crítico en que el alma ya no necesita de
las florituras de un corpus de creencias. La razón ha caminado por su lado
durante tantos años, pero llegado el momento definitivo ésta cede su paso a esa
única realidad del presente, ese momento en que todavía estás vivo y que acaso apuras
mirando el rostro de tus hijos.
La
muerte sin dramatismos, sin dioses, un vivir el presente del último instante
recordando tu vida, apretando tus manos la mano de tu pareja, tus hijos, algún
amigo. No tuve interés en ver en el tanatorio el rostro del difunto. Su cuerpo
habría tenido la misma consistencia que la de los pajarillos que me encuentro
muertos de tanto en tanto en nuestro parcela. Cuando ello sucede, los tomo en
el hueco de mi mano y les digo: se te acabó la vida, amigo. Nada más.
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