jueves, 17 de noviembre de 2022

En el tanatorio

 



El Chorrillo, 17 de noviembre de 2022

Hoy estuvimos en el tanatorio. El ambiente era distendido. Se contaban anécdotas sobre el difunto, abundaban más los chascarrillos que las caras largas. Sólo vi aparecer las lágrimas en una ocasión en los ojos congestionados de la hija menor. Después de un rato un grupo nos fuimos al bar de la esquina. Encuentro de familiares que se ven tan solo en acontecimientos así, bodas, decesos; esporádicamente en alguna Navidad.

De camino a Aranjuez, en el coche, le comentaba a Victoria que me extrañaba mucho que una persona tan preparada y culta como Salvador Pániker vertiera todavía hace diez años en sus diarios la incertidumbre sobre el origen divino del universo, que hablara de las religiones y del misticismo con la actitud de quien todavía se debate entre la esperanza de un más allá y la cruda realidad de nuestra animalidad abocada a lo efímero de una existencia. En contraposición, le decía a Victoria entre curva y curva más allá de Torrejón de la Calzada, yo tengo la impresión de que en la actualidad la mayoría de la gente normal, sin estudiar teología o plantearse en profundidad la existencia o no de Dios, o mejor, porque van parejos, la existencia o no de otra vida tras la muerte, sienten con toda normalidad que sus vidas, como la de cualquier otro animal, no tienen  otra existencia que la que media entre el momento de ser engendrado y la muerte. Tengo la  sensación de que hemos vivido durante interminables siglos bajo el signo de una presión social proveniente de centros de influencia afines a concretas creencias religiosas tan envolvente, de una magnitud tan universal y densa, en donde la magia y la superstición a falta de conocimientos científicos fue la norma, que hoy, cuando la realidad llama a la puerta con toda clase de conocimientos que constatan la inexistencia de un dios o la fantasía de un más allá, todavía es posible encontrar rastros importantes de esa presión social en abundantes capas de la población que, anclados en la Edad Media, no se apean del carro, no se sabe si por pereza de pensar o simplemente porque alguna idea imperante sigue aferrada en su interior con la esperanza de algún día alcanzar el hipotético Reino de los Cielos.

Hasta finales del siglo XIX se justifica que nuestros pobres conocimientos sobre la evolución del mundo vivo hicieran posible la vigencia de un pensamiento basado en una voluntad creadora en el origen de la vida, se justifica que grandes pensadores sucumbieran al pensamiento mágico de interpretar el origen del mundo desde la óptica de la leyenda del Génesis. Sin embargo, que en el momento actual, de tan avanzados conocimientos sobre el cosmos y el origen de la vida, todavía se encuentre quien rodee la muerte de una especie de aura de trascendencia, es un anacronismo difícil de entender.

No tuve ningún interés en contemplar el aspecto que el cadáver pudiera tener allí encerrado tras el vidrio del mostrador del tanatorio. Nos detuvimos a pocos metros y allí, en corro, recordamos algún detalle del difunto; alguno de los presentes contaba que había conseguido llegar al hospital en su propio coche, y que ingresado de urgencias, se arrastraba poco después de su ingreso hasta la puerta del hospital porque decía que tenía que llevar su coche al garaje de su casa, que como iba a estar varios días internado, quizás en el parking se lo pudieran robar. Al hilo de tal circunstancia yo conté cómo mi padre en sus últimas horas de vida reclamaba su libro, una historia de amor, y ponía todo su empeño en que su nieta fuera a su casa y se lo trajera. Se estaba muriendo, acaso no lo sabía, pero él lo que quería era saber cómo terminaba aquel relato amoroso.

Vivimos como si tuviéramos la eternidad por delante, que quizás es la mejor manera de vivir el presente, porque siendo así nuestra pasión, nuestros gustos, siguen operando sin tener en cuenta lo que pasará mañana, si existirás o no. Lo que te mueve es que tu coche, el gran amor de tu vida, no sufra desperfecto, no te lo roben; lo que de inmediato llama tu atención es saber en qué acaba esa dichosa historia de amor. Un día mi padre me llamó de urgencia; mi madre estaba muy mal. De hecho en el hospital aquella misma mañana la diagnosticaron un cáncer que terminaría con ella antes de tres meses. Sin tiempo para llamar a una ambulancia Victoria y yo decidimos llevarla directamente al hospital en nuestra furgoneta. Bajamos las escaleras con ella con mucha dificultad porque no se tenía en pie, atravesamos la puerta de casa y cuando ya la introducíamos en el coche se volvió repentinamente para comprobar que puertas y ventanas estaban bien cerradas. ¿Seguro que habéis dejado todo bien cerrado? Semiinconsciente, pero insistió, lo repitió dos veces. Mi madre tenía obsesión con que los ladrones se colaran en su casa. Había llegado al final de su vida, pero su preocupación principal era que las puertas y ventanas de su casa quedaran bien cerradas.

Mi suegra, fallecida a los noventa y cinco años, era muy religiosa, no faltaba a misa y no había manera de quitarse de encima sus sermones religiosos cada vez que charlábamos con ella. En algún momento en su cuerpo se quebró algo y hubo de ser hospitalizada. En los pocos días que estuvo en el hospital antes de fallecer –ella sí sabía que su vida estaba a punto de terminar– en ningún momento se le ocurrió recordar a su Dios, ni pidió la presencia de un sacerdote, nada, estando en la plenitud de sus facultades mentales ninguna alusión a esa creencia que había arrastrado durante toda su vida. Tampoco ni una sola alusión a algo que ella nos había repetido tantas veces, a la esperanza de encontrarse con su marido, fallecido veinte años atrás, en la “otra vida”.

¿Hasta dónde llega esa presión social de que hablaba más arriba, eso que te hace creer en un dios, en una vida eterna?: hoy, en la actualidad. ¿No hay un conflicto entre la realidad del momento y las creencias religiosas activas en nuestra mente producto del hábito y las costumbres? Este último comportamiento de mi suegra me hace pensar que el principio de realidad termina imponiéndose sobre nuestras concepciones religiosas en el momento crítico en que el alma ya no necesita de las florituras de un corpus de creencias. La razón ha caminado por su lado durante tantos años, pero llegado el momento definitivo ésta cede su paso a esa única realidad del presente, ese momento en que todavía estás vivo y que acaso apuras mirando el rostro de tus hijos.

La muerte sin dramatismos, sin dioses, un vivir el presente del último instante recordando tu vida, apretando tus manos la mano de tu pareja, tus hijos, algún amigo. No tuve interés en ver en el tanatorio el rostro del difunto. Su cuerpo habría tenido la misma consistencia que la de los pajarillos que me encuentro muertos de tanto en tanto en nuestro parcela. Cuando ello sucede, los tomo en el hueco de mi mano y les digo: se te acabó la vida, amigo. Nada más.


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