viernes, 18 de noviembre de 2022

Desolación

 


El Chorrillo, 18 de noviembre de 2022

El concepto que tenemos tantas veces de la realidad es falaz porque pareciera que la realidad fuera aquello que tocamos con las manos, lo que vemos con los ojos; sin embargo cuánto de nuestras vivencias más hondas tiene su origen en la escurridiza materia de nuestros sueños, en la música que amamos, en los versos que nos recorren por dentro como un escalofrío de emoción. En nuestra retina quedan retenidos a veces sin que lo advirtamos los colores de un campo de trigo que recogemos de un cuadro de un Van Gogh y que días después volvemos a encontrar en una pintura de Brueghel. Los cuadros andan por ahí, por el mundo, pero no es esa la realidad a la que yo me refiero. Es la otra, la que queda en nuestro cerebro como en un relicario una vez alejados de los cuadros, incluso olvidados. Un ejemplo para que se me entienda: un día Julio Gosán sube una de sus fotografías pedriceras en la que aparece él mismo en un conseguido claroscuro que tanto puede recordar las tonalidades de algún rincón de un cuadro de José Ribera como de Rembrandt. A mí ver aquella imagen enseguida me remitió al lienzo de Rembrandt titulado Filósofo en meditación. Hay dentro de mí una realidad de un lejano viaje al Louvre que resucita al contemplar la imagen de Julio. Hace tiempo Paco, de Hoyos, va y me muestra en su casa unos trabajos de pintura que se basaban en un cuadro de Van Gogh, Trigal con cuervos y La siesta. Date, me dije nada más ver aquello, esos son los colores de Brueghel. Como en el famoso arpa de Bécquer nuestro cerebro ha ido guardando a lo largo del tiempo toda clase de materiales, personajes de novela, estrofas de un poema, estribillos, motivos musicales, que al contacto con alguna concomitancia despiertan y nos hacen revivir lo que vimos, oímos en un lejano momento, sólo que ahora resucitado por la nueva presencia de un objeto, una música, un cuadro reciente.




Ese nuestro cerebro tan magnífico en su complejidad y en su contenido, ¿cuántos personajes de novela, de película albergará; cuántas músicas, cuantos colores, cuantas historias, cuántas sensaciones anexadas a antiguas experiencias? ¿Quién contemplando una escena religiosa de un cuadro de Chagall donde aflora ciertos morados y azules, en ese momento querría dejar de hacer funcionar a sus sinapsis para encontrar en su memoria esos mismos morados, casi únicos en la pintura, de El Greco? Magnífico cerebro nuestro.

Hoy había abierto un momento el FB a ver unos comentarios publicados en mi post de ayer y me tropecé con una entrada de José Manuel Vinches que hablaba de una película vista recientemente que le había gustado, El tiempo se ha detenido. Una vieja historia de la que se me perdieron muchos detalles, aunque conservé el ambiente invernal de dos hombres en una presa en construcción en los Alpes. Lo curioso del caso es que de toda esa peli el detalle que se me quedó grabado fue el cómo apagaban y encendían las luces; como en mi infancia, enroscando y desenroscando la bombilla. ¿Qué es la realidad en este caso? ¿La película, unos metros de celuloide, el tiempo en que transcurre la proyección? ¿O no será acaso más bien la realidad eso que ha quedado posado en mi cerebro esperando la mano de nieve que sepa arrancarla?


Las dos últimas veces que he ido al Museo del Prado, en las dos ocasiones he pasado a contemplar el cuadro de Rosales Doña Isabel la Católica dictando su testamento, que tánto me gusta, y muy especialmente esa desolación que el pintor supo plasmar en su cuadro. Ayer, buscando una imagen para mi post recordé el cuadro. Estaba contemplándolo, especialmente ese rostro del rey Fernando el Católico, cuando de repente esas sinapsis de que hablaba, corriendo a toda hostia por los circuitos de mi cerebro, fueron derechitas a un rincón en donde entre el revoltijo de otras miles de imágenes yacía allí, como aquel arpa, otro rostro querido y desolado, el de san Juan en el cuadro Descendimiento de la cruz, de Van der Weyden. Esos ojos húmedos del rey Fernando no eran otros que aquellos de san Juan, ambos compungidos y consternados, uno por la próxima muerte de su esposa, Isabel, y otros por la muerte de Cristo. ¡Qué fuerza la de esos ojos contritos!

Pienso a veces en la gente que no lee, que no aprecia la pintura, la poesía, las cantatas de Bach, la poderosa fuerza que Miguel Ángel sustraía del mármol y siento una especie de lástima por ellos. Recuerdo una vez que Victoria y yo remontábamos el río Orinoco camino de los Raudales de Atures, en Venezuela, que tomando conocimiento sobre los yanomanis y considerando el derecho de permanecer aislados siguiendo sus costumbres milenarias, a mí se me ocurría que si yo fuera yanomani y tuviera una idea aunque fuera vaga de la civilización que hay más allá de la selva, habría deseado con todas mis fuerzas tener la posibilidad de poder apreciar la música de Bach o Mozart. No apreciar y disfrutar de tantas maravillas que el hombre ha creado a lo largo de los siglos es un dispendio y un modo, dicho rudamente, de permanecer en la barbarie.

Y cogido por los pelos, y en paréntesis, por qué no citar a Borges que irónicamente pensaba que la democracia “era un curioso abuso de la estadística”, o a Salvador Pániker que se preguntaba cómo creer en el sufragio universal cuando la mitad de la población es analfabeta de hecho. ¡Que Dios nos libre de esa mitad de los madrileños que votan a quien votan! Cierro paréntesis.

El espanto del gitano de la camisa blanca de Los fusilamientos del 3 de mayo o el de sus compañeros con las manos en los ojos me resulta menos elocuente que esos dos rostros de Juan y Fernando. La desolación pintada en sus ojos me acompaña de esa manera en que las tragedias griegas contribuían en el espectador a hacerle a vivir sentimientos profundos sin necesidad de pasar por el drama que sustentaba la trama.  


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