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Esos bastones amigos |
El Chorrillo, 20 de diciembre de 2021
Era medianoche, estaba leyendo y repentinamente un par de cosas llamaron mi atención. Primero fue el repentino despertarme cantando La Montanara hace un par de días mientras dormía en la cima del Cerro de la Escusa y después el recuerdo de un amigo que tiempo atrás había perdido su bastón en una salida por Guadarrama y que ayer mismo, empujado por el dios de las pequeñas cosas, ese que hace que nos encariñemos de objetos de uso personal, unas botas, una prenda, un bastón en este caso, había vuelto a la sierra empeñado en buscar y recuperar ese viejo bastón que en tantas trepadas por los montes le había acompañado. Tal como lo contaba me imaginaba al bastón suspirando en justa correspondencia como un huérfano en la soledad de las frías noches de la sierra. Allí solo añorando el contacto de las manos de su dueño, esa presión afanosa sobre la empuñadura cuando el sendero se adentra en los peñascales o la ladera coge una pendiente de órdago, cuando frena en el descenso lo excesivo de la pendiente, en fin, en mi caso cuando cumple la honrosa tarea de servir de mástil a mi tienda de campaña, ahí toda la noche aguantando el tirón del viento o la robustez de una lluvia capaz de aplastar la tienda. Y recordaba días atrás cuando acampando bajo la cima del Lanchamala en Sierra del del Valle, tras una noche de perros de violentísimas ráfagas de viento, al final por la mañana una de ellas había rajado mi tienda y dispersado por los alrededores algunas de las piquetas. Cuando busqué el mástil, mi bastón, resultó que no apareció entre el burruño de la tela de la tienda. Lo busqué en medio de la ventolera durante un rato. Miraba aquí y allá por los alrededores y pensando ya que algún gnomo me estaba gastando una broma, hasta tuve que atender a la tienda para protegerla de otro desgarrón. Cuando estuvo recogida, volví a la búsqueda, esta vez más sistemáticamente fijándome en la dirección del viento. El bastón apareció veinte o treinta metros pendiente abajo sumergido entre la nieve y los piornos. Casi me dio un ramalazo de ternura cuando lo descubrí allí tras un insospechado vuelo como paria alejado de su tierra.
Bueno, no sólo me encariño con los bastones. También tengo una relación de afección grande con mi tienda. Después de haber pasado tantas batallas juntos, cuando he tenido que deshacerme de alguna de ellas, siempre he tenido un momento íntimo de despedida y agradecimiento. Mi saco, mi colchón de aire, el plumífero, que me hace de almohada, los patucos en esta época, terminan a la fuerza en convertirse en algo mucho más que objetos de uso personal. Quizás el ir solo agudiza mis sensaciones, pero basta pensar en cualquiera de esas noches que paso en las cumbres para hacerse a la idea de la estrecha cercanía sentimental que un saco, un “mullido” colchón, una mórbida almohada de plumas puede reportar. Mientras las bajas temperaturas o el viento arrecian fuera hasta convertir el medio litro de agua de mi desayuno en un puro bloque de hielo, yo, dentro del saco, caliente sobre la blandura de mi colchón, casi me estremezco de gusto. Las cumbres no son un lugar para vivir, Carlos Soria decía el otro día en una conferencia que las cumbres son para pisarlas y después salir echando leche para abajo, y sin embargo, y aunque las nuestras tengan mucha menor altura de aquellas de las que él hablaba, las cumbres, cuando se habitan, aunque sólo sea una noche, proporcionan inusitados placeres a sus visitantes nocturnos. Ah, pero con una condición, a condición de que uno esté debidamente hermanado con esos compañeros de fatiga que componen nuestra impedimenta personal.
La sensación de bienestar que puede apoderarse de ti arrebujado en el calor del saco de tu vivac mientras arriba van cambiando las constelaciones cada vez que te despiertas y miras el firmamento aunque tu saco se haya cubierto de una fina capa de hielo, es tan grande y tan hermosa que casi te entran ganas de hablar con él; en ocasiones el saco es como el regazo de una mujer en el que ovillas tu cuerpo a punto de sentir como si los brazos de ella te rodearan durante el sueño. Me gustan las mujeres pero confieso que en tales circunstancias mi saco de invierno suple ese regazo como mucha eficacia :-).
Además suceden cosas bonitas como la de la pasada noche en la cima del Cerro de la Escusa. Había optado por poner la tienda porque había posibilidades de lluvia, pero dejé totalmente abierto el ventanal. Total, que me despertaba de tanto en tanto y echaba una ojeada fuera; la claridad de la luna estaba siempre ahí, pero la niebla iba y venía descorriendo a veces el cortinaje de su veladura, que dejaba ver abajo las luces de los pueblos del llano. Este era el ambiente. Pero lo más curioso fue, creo que nunca me había pasado, es que una de las veces ¡me desperté cantando La montanara¡, así, con la voz grave que los viejos coros de la SAT y Rosalpina cantaban en aquellos años en que unos pocos españoles eran sorprendidos a la tarde en un refugio de las Dolomitas por el improvisado canto de alguna de aquellas canciones de montañas a las que se unía toda la concurrencia. ¡Qué cosas, tú! Comprendí después que lo que había sucedido era que soñaba una reunión familiar en la que por turno todos cantábamos. Total, que abandoné el sueño y una tras otra fui recordando y cantando una parte del repertorio de aquellos años cuando con Moisés Castaño, Fernando Vázquez, el Pichón, Nena o Graciella pasábamos parte del verano escalado en Dolomitas: Era una notte che pioveva, Gran Dio del cielo, Era nato poveretto… tantas. Yo soy malísimo cantando, pero la verdad es que sonaban de puta madre esas canciones a las cuatro o cinco de la mañana en una cima cubierta por la niebla.
¿Y qué o a quién agradeceremos tantas bondades? ¿No tiene nuestra impedimenta, cada una de las partes de nuestro equipo de montaña algo de humano, algo que nos impulsa a relacionarnos con palabras que sólo usamos para referirnos a otros humanos? El otro día leía un relato de José Mijares sobre una pequeña expedición solitaria que había realizado con Lonchas, su perro, a Spitzbergen, unas islas a tiro de piedra del Polo Norte. Me llamó enseguida la atención que “yendo solo” hablara continuamente en primera persona del plural en su relato. Ya, ya sé que un perro no es parte de nuestra impedimenta, pero para el caso la verdad es que a veces me entran ganas también a mí de hablar en primera persona del plural cuando me refiero a mis bastones, a mi saco, mi tienda, mi colchón, mis botas. Todos nosotros juntos constituimos una pequeña expedición… y es que si falta alguno de ellos no hay expedición que valga ni recorrido por Guadarrama que se tercie.
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