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Original de Néstor Rodríguez Fiaño |
El Chorrillo, 24 de noviembre de 2021
¿Quién cuando el verano va quedando muy atrás no empieza a apreciar con gusto la caricia del sol que poco a poco, según avanza el otoño, se va metiendo en nuestra habitación hasta allá por el solsticio de invierno llegar a todos los rincones de esa habitación en donde pasamos horas leyendo o contemplando las musarañas? El dios de las pequeñas cosas es muy generoso con los pequeños detalles. Ese sol de invierno, por ejemplo, que se nos mete en casa y nos calienta el cuerpo mientras miramos por la ventana o leemos el periódico. Sol de invierno, seguro, ese que tras el verano poco a poco se va introduciendo en nuestra habitación como un invitado generoso que viniera a rescaldarnos el alma y a acariciar nuestros pies enfundados en las pantuflas mientras nuestros ojos andan ensimismados en las páginas de un libro, en el vuelo de un mirlo que se ha posado en una rama próxima.
La fotografía de Néstor de más arriba venía acompañada por una especie de pie de foto: “la única visita con la que hemos podido contar durante esta pandemia, ha sido el sol”. También eso es cierto.
Encuentro que en ocasiones somos en exceso cicateros con la realidad en la que estamos inmersos. Y quizás la culpa de ello la tiene el periódico que nos amarga parte del día cuando después del desayuno abrimos sus páginas y nos encontramos con un montón de gilipollas dispuestos a arruinarnos los favores del plácido sueño que la noche anterior provocó en nuestro ánimo, el tal Marlaska con su tanqueta y sus antidisturbios en la huelga del metal de Cádiz, las sandeces de Casado y su misa en honor de un asesino, la estupidez de los negacionistas, los nombramientos en el Tribunal Constitucional; eso y el no menos lamentable avance en Europa de
Sol de invierno. Todavía no estoy seguro si lo anterior ha de servirme de prólogo para algo diferente o si por el contrario habré de quedarme, a falta de otros asuntos, cebando el prólogo hasta completar ese mínimo de texto que vienen exigiendo mis posts. Leía anoche en el Tom Jones de Fielding, que dedica en el principio de sus capítulos a especular sobre lo que le viene en gana en el momento, que es de sobra sabido que el prólogo sirve al que escribe para ensayar su facultad de silbar, y de afinar su silbido como mejor le parezca, cosa en la que no le falta razón, porque siendo esto de escribir lo más imprevisible del mundo, puede suceder que empieces hablando del sol de invierno que viene a calentarte los tachines mientras te entretienes en cualquier cosa y termines hablando de cómo pudo concebir
Ergo, que teniendo que elegir entre la lógica del discurso, esa morcilla de Francisco Umbral, y la inclinación de mi mente a divagar allá por donde le plazca o el curso de los pensamientos la lleve, un servidor, que es dado a esto último en mayor medida que a pasar por el aro de la disciplina de la lógica y que ha disfrutado esta mañana mientras escribía la primera parte de este texto de ese sol de invierno entrando por la ventana de la cabaña, pero al que ahora ha sustituido un cielo borrascoso y desapacible, se ve inclinado a dejar el sol para mejor ocasión. A fin de cuentas está en el origen de la vida estar al sol que más calienta, porque si los primeros protozoos, ciegos y sordos como eran no hubieran tenido la capacidad de aproximarse a las circunstancias más favorables para satisfacer su yantar y bienestar físico, seguro que la evolución no habría ido mucho más allá.
Los estímulos que recibimos constantemente, esta mañana de otoño ese sol que entraba hasta el fondo de la cabaña, ahora el desagradable y desapacible cielo cargado de nubes y vientos, el hambre de las amebas o la necesidad de deshacernos del aburrimiento que puede cernirse sobre nosotros, son el equivalente anímico de lo que nuestro cuerpo necesita para vivir. Esta mañana por ejemplo hubo alguno de estos estímulos que me asaltaron, un vídeo sin más del Jane Goodall Institute en el que uno de nuestros abuelos primates abrazaba a Jane con el afecto y el cariño entrañable de dos almas que se quieren y que me daba para una larga reflexión sobre la condición humana.
Pero hay cosas más cotidianas, como el asunto ese de los talleres de escritura que un amigo analizaba en su blog con el título de Los talleres literarios: ¿un buen negocio?, en donde desbrozaba un tanto el terreno para llegar a la conclusión, creo, acaso, de que muchos de estos talleres son más negocio que literatura. Y que yo, que me gusta pasar el rato con lo primero que me encuentro, contesté a modo de divertimento así: “A mí, que algo me divierte hacer de abogado del diablo, más seguramente que pinchar en los likes, se me ocurre que, aparte el negocio, malo o bueno –que de algo tiene que vivir la gente– de esos talleres, que siempre hubo bribones en el mundo es de sobra conocido, no está nada mal que en la voluntad de cualquier hijo de vecino se abra paso la idea de hacer pinitos con la escritura, con la pintura, la música o incluso un cojo pretenda aprender a bailar claqué. Cuando le preguntaron a Marx qué podía hacer el proletariado con ese tiempo libre que le proporcionaría el mundo que diseñaría su doctrina, su genio no llegó más allá de decir que pescar o cazar. Si Marx viviera hoy probablemente su respuesta habría sido más amplia y lo mismo habría incluido en sus sugerencias un taller de escritura :-)”. En resumidas, que de estímulos nos alimentamos y que sin querer emular a Shakespeare, no está nada mal que unos se busquen un taller literario, que otros se dediquen a tomar el sol y que en definitiva podamos invocar como Montaigne al final de sus Ensayos:
Frui paratis et valido mihi,
Latoe, dones, et, precor, integra
Cum mente, nec turpem senectam
Degere, nec cythara caretem.
(Permíteme, ¡oh, Apolo!, gozar de lo que tengo, conservar, te lo ruego mi salud y mi cabeza, y que pueda en una digna vejez tocar aún la lira)
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