El Chorrillo, 23 de noviembre de 2021
Cuando la montaña arropa de blanco su soledad invernal. Recibo
esta mañana un whatsapp de una amiga con la imagen de la primera nevada, un
rincón en las montañas de Teruel donde ella pasa el invierno sola: “Bienvenido
el invierno”, dice. Y me quedo pensando que no es el invierno que viene, que son
las montañas que se recogen sobre sí mismas para hibernar como los osos. Las
montañas, que hasta ahora se han dejado pasear y han gustado de la compañía de
los hombres, en estos días se aíslan en una intimidad blanca. Se ha hecho
silencio en los montes y la nieve ha empezado a caer suavemente como una
caricia gélida sobre los valles y los bosques. Nada perturba ahora su soledad
mientras los helechos y la rocalla empiezan a cubrirse con el níveo blanco invernal.
Sí, quizás el paso de un zorro hambriento buscando infructuoso su yantar entre
los helechos, una lagartija, un ratón de campo que echarse a la boca; una cabra
que sorprendida por esta irrupción de blancura busca cobijo entre las rocas
para pasar la noche. Los pájaros han huido y ahora sólo la música del silencio
se escucha mientras los copos de nieve se van depositando blandamente sobre hojas y ramas.
Los valles y montañas que visitaste últimamente, los
refugios, las chozas han amanecido con su nueva vestimenta y ahora hacen
justicia al silencio que se ha impuesto en la montaña donde la quietud y el
frío han dejado los piornales cubiertos por los abalorios que el hielo ha ido formando
en sus hojas; joyas con que el frío viste ramas y vegetales como si éstas formaran
el atuendo de una novia camino del altar.
Las montañas son algo más que una elevación anónima del
terreno a gran altura. Después de habernos servido de tan íntima compañía, más
que amiga ella, bien cabe asignarles el favor de un alma que acaso con estas
primeras nieves siente en sus entrañas la infinita soledad de su aislamiento. ¿Qué
ser por solitario que sea, y las montañas lo son en gran medida, no sentirá en
lo más hondo de sí el penetrante estilete de quedar abandonado al frío y al
aislamiento total? Porque ni siquiera en
las grandes montañas del Himalaya los muertos abandonados a su suerte en altas
cotas les pueda servir de consuelo y compañía. Aunque acaso sí. Los alpinistas
desaparecidos el pasado invierno en el K2, las decenas, quizás cientos de
fallecidos en campamentos de altura; Mallory, Hermann Bulh desaparecidos en la
inmensidad blanca; el hermano de Messner vagando su alma por las laderas del
Nanga Parbat; Julie, la compañera de Diemberger, acaso su espíritu practicando
la espada japonesa por siempre en el último campamento del K2 del que sólo unos
pocos se libraron de la muerte. Todos, sus espíritus, pasaron a ser compañeros
de la soledad de las montañas que acogieron sus cuerpos.
Atravesaba
en cierta ocasión los Alpes, cuando en las cercanías del Bernina me
tropecé con una lápida fijada sobre uno de los grandes monolitos de granito.
Estas palabras estaban talladas en el mármol:
Fernando Pagnoncini. Fra le tue amate montagne riposa nella pace del
Signore. (Reposa entre tus amadas montañas en la paz del
Señor).
Recuerdo que lo primero que
hice cuando vi la lápida fue acercarme a ver el rostro de aquel hombre, quizás
quería descubrir en sus facciones ese amor que se nombraba bajo su imagen;
después mis pensamientos volaron a un mundo irreal en donde los muertos guardan
cierta conciencia de su estado de quietud tras la muerte, en cuyo caso amante y
amada permanecerían juntos como Romeo y Julieta en el mausoleo de Verona. Recuerdo
que fantaseé con ello, en el fondo de mí había algo que me hacía grata la idea
de vivir tras la muerte entre aquellas montañas. Yo me autoinmolé en los
barrancos del Cañón de Añisclo en una de mis novelas, pero entonces era una
razón ajena a la montaña, estaba relacionada con una frustrada fidelidad, el
caso en el que pensaba ahora era diferente, la bondad de mi fantasear sobre el
hecho de ser enterrado en la montaña, en aquellas más amadas y visitadas en
vida, tenía que ver con un sentimiento de integración, de mutua pertenencia en
donde las montañas y el hombre se integran como un todo. Simplificando, me
estimulaba la idea de vivir esa vida sin vida en un apartado lugar de la
montaña, la llegada de la nieve y el frío, el silencio, la noche, más tarde el
deshielo. Un balcón sobre el bello panorama de las cumbres. Imaginaba el
tránsito de las estaciones desde mi rincón junto al gran monolito de granito,
la primera nevada, las cumbres cubriéndose poco a poco del blanco manto
invernal; la primavera y el deshielo, las primeras flores despuntando en los
prados encharcados, el paso de los primeros caminantes con la proximidad del
verano; en fin, el cielo cuajado de estrellas, las lluvias intensas de un mes
de octubre. Y yo mientras tanto, muerto, allí quietecito quietecito
contemplando aquel solitario y espléndido universo.
Quizás si hoy recuerdo aquella circunstancia de mi
paso por el Bernina tenga que ver con esa sensación de gran soledad que me
produce trasladarme mentalmente a los parajes de Gredos que he recorrido
últimamente. Si cuando yo los recorrí, en ningún momento me encontré en el
camino con ser viviente alguno, qué será ahora esa soledad sino una soledad
mucho más profunda, mucho más silenciosa.
La montaña sola, aislada en la intimidad de su ser,
ahora fría, con los copos de nieve cayendo intemporales cubriéndola a modo de
sudario, se me aparece esta mañana como revestida de una hiriente belleza, como
una solitaria ermitaña que se aislara de los hombres y de los animales para
vivir el retiro preceptivo de un tiempo de borrascas que la dejará preparada
para una nueva etapa de su existencia. La montaña ha corrido el telón, se ha
refugiado en su intimidad y durante unos días, quizás semanas, se irá cubriendo
de blanco para ofrecernos más tarde, tras su aislamiento, su nuevo vestido de
nieve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario