miércoles, 16 de septiembre de 2020

Qué coño es eso del yo






El Chorrillo, 16 de septiembre de 2020


Anoche, Cristina, mi cuñada poeta y artesana, tras la cena, al calor de una conversación que indagaba por qué los hijos son como son y no de otra manera y que nos hizo hacer un recorrido por nuestra propia biografía, al final nos fue a meter a Victoria y mí en el laberinto del yo. Ese yo que nace y se va haciendo desde la infancia como si un Miguel Ángel anónimo fuera cincelando uno a uno su perfil, su voluntad, su consistencia como persona, su ciega religiosidad, su ateísmo, su orientación política o una pereza demoledora, o lo contrario, constituía al final del todo una gruesa incógnita porque desvestido a última hora en nuestra conversación de sus atributos, cuando yo intentaba dejarlo en cueros y en definitiva preguntar qué coño era eso del yo, la cosa se ponía tan cruda que era difícil seguir adelante en la conversación.

Hacía yo referencia al último libro que mal leía, por su complejidad, mientras caminaba días atrás por el Pirineo, Cómo funciona la mente, Steven Pinker, en el que sin llegar a entender qué era eso de la mente, al relacionarla con el trabajo de un ordenador uno sospechaba que tampoco los científicos lo tienen muy claro. Miro por ahí en la web y me encuentro con que el concepto de mente comprende un conjunto de actividades y procesos, tanto conscientes como inconscientes, de carácter psíquico, tales como la percepción, el razonamiento, el aprendizaje, la creatividad, la imaginación o la memoria. También leo que es la parte del ser humano donde se desarrollan estos procesos. Ni lo uno ni lo otro aclaran mucho las cosas.  Que la mente sea una parte del ser humano como lo es una uña o una costilla parece algo inconcebible y que lo que llamamos mente se reduzca a actividades y procesos definiría a la mente por lo que hace pero no lo que es en sí misma.

Suponer un alma independiente del cuerpo fue desde siempre la manera más cómoda de salir del atolladero y a la vez la más útil a las religiones para fantasear sobre la trascendencia del hombre y su bienamado deseo de no morir. La simplicidad del esquema alma-cuerpo clausuraba todas las dudas y nos dejaba por completo en manos de una ficción conveniente.

En esto andábamos al filo de la una de la madrugada intentando indagar con la ayuda de nuestras biografías o la de nuestros hijos, que por otra parte son/somos muy distintos entre sí, pese a haber recibido una educación similar, intentando saber en esencia no sólo cómo se formaba nuestra mente, nuestro yo, sino qué coño era eso, la mente, el yo, cuando recordé que en un antiguo viaje que atravesaba la selva siguiendo la corriente del río Orinoco, yo había escrito algo relacionado con el mismo asunto mientras leía un libro de Salvador Pániker, Cuaderno amarillo, creo que era. Me fui a buscarlo y lo encontré.

Mi diario de viaje narraba entonces nuestros derroteros por uno de los paisajes más bellos que pueda verse: los raudales de Atures. El Orinoco interrumpía allí su navegabilidad. En la otra orilla, sobre lomas no muy altas, las nubes dejaban pasar el sol último de la tarde. Abajo, a nuestros pies, corría el río levantando un bronco estruendo en una caída gradual que sorteaba en rápidos y breves cascadas un conglomerado de islas cuajadas de vegetación. Hacia septentrión otras muchas islas flotaban en la inmensidad del río, ancho en aquel punto como una enorme laguna que se apostara a pasar la noche jugando con los reflejos. Negros y blancos; las sombras de las colinas y los bosques se mezclaban con el reverbero luminoso del río. Dirigiéndose al sur, una pirámide de nubes incendiadas por el crepúsculo iban convirtiéndose en puro rescoldo a la vera de la vena líquida del río que corría ya lejos hacia el llano. Frente al río aquella tarde, cuando ya el rescoldo del cielo se hizo velo negro salpicado de estrellas, Pániker utilizaba en su escritura la palabra “alma” que a mí era un término que se me atragantaba probablemente por el uso excesivo que los curas habían hecho de ella en mis años de colegio. Si mi cuerpo y mis neuronas después de una década de existencia debían de haberse renovado en un noventa y nueve por ciento ¿qué era lo que permanecía?, me preguntaba.

No los átomos o las partículas, decía Pániker, sino las relaciones mutuas, un cierto programa. No sé si con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho, me decía; ¿así que mi yo, el conjunto de nuestros adorables yos centros del universo y sin los cuales el universo es incomprensible e inimaginable se reducía a un programa, unas relaciones?  Llegado aquí era difícil mantener la certeza de nuestro yo, el concepto del alma parecía una instancia que ayudaba a agarrarnos a algo, pero disuelta la dualidad cuerpo-mente, cuerpo-alma, sentía que al menor descuido un simple soplo de viento podía llevarse eso que tanto apreciamos y llamamos yo. Me tropecé más adelante en Pániker con una idea interesante: “la mente humana como una propiedad emergente que incide con un sentimiento del yo como lugar de intercambio con el mundo. Espíritu: emergencia inmaterial que depende de interacciones materiales” Y abundaba después en el concepto emergencia diciendo que ésta tiene lugar cuando se producen cualidades inesperadas que pertenecen a un todo organizado, pero a ninguna de las partes que componen este todo. Las neuronas de nuestro cerebro, las abejas de una colonia, cada una de ellas, persigue sus fines específicos, pero de su conjunto emerge una nueva inteligencia colectiva. Y así, “el yo, según Francisco Varela, citado por Pániker, es una propiedad emergente de ciertos mecanismos cerebrales; pero las propiedades emergentes no poseen una identidad real”. Ergo, el yo no posee una identidad real; no existo, vamos.

En aquella ocasión tras aquellas disquisiciones sobre el yo, dejamos atrás Puerto Ayacucho. No volví al libro de Pániker hasta una semana después ya embarcados en Manaus rumbo a Iquitos. Pero quedó ahí, sin embargo, ese interrogante sobre el yo que la pasada madrugada resucitaba al calor, como siempre, de esos porqués que le asaltan a uno como a chicuelo interesado en saber de qué está hecha la vida.



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