El
Chorrillo, 17 de septiembre de 2020
Uno
debería tener el don de hacer presente en un momento concreto todas esas líneas
que año tras año hasta completar la entera vida ha ido subrayando en los libros
que ha leído. Cuando subrayamos unas líneas, un párrafo de un libro, es que
algo ha entrado en el círculo de nuestra intimidad, de nuestro corazón, algo
que debe incorporarse a nuestra conciencia de la realidad, tenerlo en cuenta
sea porque se nos ofrece como un descubrimiento, sea porque refuerza ideas
propias, aparecen como pensamientos
nobles a considerar o simplemente porque destilan una belleza a la que en algún
momento desearemos volver como se regresa a un preciado rincón de la costa o a una
montaña de la que se guarda un recuerdo memorable.
Deberíamos;
sería como volver a encontrarse con uno mismo, el lector de entonces,
encontrarse con las enseñanzas y la belleza que han pasado por nuestra
conciencia a lo largo de nuestra vida de lectores. Sin embargo las cosas
suceden de manera diferente. Asoma a nuestro pensamiento un lejano recuerdo,
una idea que sabemos que procede de un libro leído acaso décadas atrás, pero su
forma escurridiza y ambigua exige un rastreo que no siempre termina con éxito.
Días atrás había comentado una entrada en el muro de Francisco G. Romero que
evocaba el mar como esa otra alma de la naturaleza esencial. Yo andaba entonces
por las montañas camino precisamente del mar y vivía bajo la presión de una
cierta ensoñación relacionada con mi llegada a un collado desde el que podría
ver al fin el Mediterráneo después de haber partido un mes y medio atrás desde la
otra parte de la cordillera a las orillas de otro mar, el Cantábrico. En esa
ocasión recordé alguno de los libros de Gaston Bachelard, La poética de la ensoñación o La
poética del espacio, por ejemplo. En Bachelard, el poeta filósofo de
luengas barbas canas que le dan un aspecto de gurú hindú, debería encontrar yo
una buena colección de subrayados que aventaron los recuerdos de sus ideas,
pero no encontré los viejos ejemplares que yo había leído. Tuve que conformarme
con ciertas reminiscencias que registraba mi memoria.
Los
contenidos de cientos, miles de libros leídos durante toda la vida desaparecen
con frecuencia en el fondo de la memoria a lo largo de los años, pero siempre
queda algo, eso que dicen que es el conocimiento, lo que resta después de haber
olvidado casi todo lo que leímos. Y es ahí donde reside acaso una parte
considerable de aquellas ideas que alimentaron nuestras ensoñaciones o nos
ayudaron a conocer más de cerca la belleza del mundo, de las montañas o del
mar. Los libros nos enseñaron –no sólo los libros, claro– tantas cosas sobre el
arte de ver, sentir y emocionarnos que por fuerza es necesario volver a ellos para
reconocer en viejas lecturas una parte importante de lo que somos, una parte
considerable del amor que sentimos por la montaña o del sentimiento profundo que
nos inspiran las aventuras marinas.
De
dónde vienes, me preguntaron muchas veces este verano mientras caminaba por el
Pirineo viendo sobre mis espaldas un voluminoso macuto que ya señalaba una
larga ruta por recorrer. Del mar, respondía siempre. Y naturalmente la pregunta
siguiente era ¿a dónde vas? Al mar. La idea del mar se me había impuesto como
otras veces a modo de un final de peregrinación en que habrían de confluir dos
mundos, montañas y mar, y a los que Francisco G. Romero en otro comentario aludía.
“Como en las viejas civilizaciones, escribía, todos los caminos salen y
regresan al mar”. La poética del mar se repite, contestaba yo a mi vez. El mar,
aquel que surcaron los grandes navegantes de los siglos XV y XVI, o que atravesó
Julio Villar en solitario en una barquichuela de siete metros de eslora y que
sirvió para escribir uno de los más bellos libros que conozco, ¡Eh, petrel!, incluso para los amantes
del mar como un servidor, que escasamente ha navegado, pero que ha recorrido
miles de kilómetros de costa durmiendo bajo las estrellas junto al rumor de las
olas o el fragor de los acantilados, levanta emociones tan hondas, tan
profundamente arraigadas en las largas caminatas al filo del alba o a cualquier
hora del día por costas de mares ruidosos como el Atlántico o calmos como el
Mediterráneo, que es imposible substraerse a cierta ensoñación poética cada vez
que uno se acerca a ellos.
Esta
ensoñación que ha marcado tantas veces mis recorridos por Alpes y Pirineos,
cuando el objetivo preciso ha sido enlazar el Mediterráneo con el mar Adriático
a través del arco montañoso de los Alpes, o el Cantábrico con el Mediterráneo a
través de nuestra cordillera pirenaica, parece que contuviera en sí implícito,
en los Alpes especialmente con sus tres meses consecutivos de vagar por las
montañas, como les sucedía a los peregrinos desde tiempos remotos, hace de ese
tránsito, ese día a día de atravesar collados y bosques, una suerte de peregrinación
tanto hacia la esencia de uno mismo como por lo más profundo y salvaje de la
naturaleza. La sensación del yo, las emociones que proporciona el contacto con
la naturaleza cuando el final del camino propuesto termina junto a la orilla
del mar, parece que redondeasen un ciclo, un momento relevante en donde la
memoria de tantos y tantos paisajes y la certeza de la propia fuerza se solazan
junto a esa playa que estaba esperándote al final de la larga peregrinación.
Recuerdo
que en el verano de 2017 en que hice la travesía de Alpes entre el Adriático y
Niza, al llegar a esta última ciudad me encontraba en tan buena forma y había
hecho de mi vagabundeo un modo tal de vida que me resultaba difícil pensar que
allí junto al mar había concluido mi travesía. Aquella mañana había ido a ver los
cuadros de Chagall y Matisse y allí, contemplando uno de los lienzos del
primero, mientras reflexionaba sobre esas profundas intuiciones que habían
llevado al espíritu del artista a crear obras que más parecían salidas de un
especial estado de gracia que hubiera propiciado dar a luz un pequeño tesoro de
clarividencia y color, pensando paralelamente en qué haría al día siguiente, se
me ocurrió que en realidad los Alpes no se terminan junto al mar. Consideré que
se sumergían y reaparecían en algún lugar del mar. ¿Dónde? Imaginé que emergían
en Córcega, lo que a lo mejor era cierto, y a partir de ahí ya no tuve más música
en mi cabeza que la de atravesar el mar para volver alcanzar de nuevo las
montañas al otro lado. Imaginé a los Alpes como un inmenso monstruo antidiluviano
que se sumergía en el mar pero que al otro lado todavía le emergía la cola,
toda la secuencias de tan bellas y abruptas montañas que atraviesan la isla de
Córcega.
El
mar y las montañas volvieron a convertirse en una metáfora, una poética, y yo
pude alargar todavía durante tres semanas aquel paseo por los Alpes siempre
entreverado por la idea de un mar que me esperaba en su última etapa.
Amanecer en Cap de Creus |
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