El Chorrillo,
26 de julio de 2020
Estos días
sin más que vivimos la novedad de tener a nuestros nietos Manuel y Manuela en
casa, dos terremotos que tan pronto organizan una enfermería con papel
higiénico en mi cabaña vendando las patas de las mesas o sus propias cabezas al
modo de heridos de una guerra reciente, como entran en el frenesí de golpear
globos, chapotear en la piscina o resolver construirse un trampolín desde el
que tirarse sobre una montaña de cojines que habían amontonado en la
biblioteca.
Era la hora
acostumbrada de los domingos de mi partida de ajedrez con Paco, así que le
mandé un guasap: ¿negras o blancas? Pero ni negras mi blancas, Paco y su
compañía habían vivaqueado en Hoya Amorós de la sierra de Béjar y ahora se
hallaban tribulando en el descenso bajo la bonita temperatura de cuarenta
grados. Miro la hora, es pronto, Manuel y Manuela todavía duermen la siesta,
así que aprovecho para escribir algo. A ella la he oído hasta hace un rato
leerle un cuento con el silabeo de quien hace sus primeras armas en ese
maravilloso mundo que será a lo largo de la vida la lectura. Antes de que se
quedaran dormidos me he asomado al cuarto de estar, ella balanceándose en una
hamaca, él, escuchando atentamente desde otra, parecía absorto en el ambiente
de la historia. De vez en cuando Manuela se incorpora y le muestra las
ilustraciones a su hermano. Ahora Manuel duerme y ella recuerda, piensa o
imagina alguna historia. Manuela en realidad no duerme, permanece despierta
durante la hora de la siesta. Cuando ayer le preguntaba si no se aburría sin
hacer nada durante ese rato de recogimiento, su contestación fue que no, que le
gustaba recordar momentos “superespeciales”. Esa fue la palabra que usó.
Manuela tiene seis años y ya ha acumulado momentos muy especiales en los que
recrear su memoria. Me contaba de un día de esos en que ella era muy pequeña.
Habían llegado muy tarde a un lugar en el que sólo había una cuna y una cama
pequeña para pasar la noche. Ella durmió en la cuna y su madre en la cama. Lo
recordaba como una de las cosas más bonitas de su vida. Manuela ha viajado por
muchos sitios en una furgoneta con su madre y los viajes parecen haber dejado
en su memoria pequeños y recoletos rincones que resucitan en sus recuerdos en
ese rato de no hacer nada que es la hora de la siesta.
![]() | |
La cabaña se convierte en enfermería |
El día que
llegaron les propusimos hacer una excursión nocturna a unos cerros cercanos
sobre el río Guadarrama para ver el cometa Neowise. Les explicamos qué era un
cometa y lo que haríamos y, aunque Manuel pareció quedarse a dos velas, cumple
cuatro años en agosto, la idea de caminar en la noche y el que fuera encargado
de llevar los prismáticos fue suficiente para entusiasmarle. Así que allá
fuimos cargados con linternas, trípode y cámara con el sol a punto de desaparecer
tras el horizonte trepando por cerros entre las jaras y las retamas, Manuel
pegado a su abuela contándole no sé qué y Manuela a mi lado proponiéndome algún
acertijo. Pero según subíamos acercándonos a la atalaya que habíamos elegido
para observar las estrellas y el cometa las nubes fueron ocupando más y más el
cielo hasta el punto de que se formara una tormenta a lo lejos que amenazaba
con caernos encima. Tuvimos que darnos media vuelta.
No dejaron de
hablar en ningún momento. El cielo se cubría de nubes amenazantes pero Manuel
estaba tan ocupado en ver con los prismáticos las luces de Arroyomolinos que no
había manera de acelerar el paso. Manuela mientras tanto volvía a interesarse
por eso del movimiento de
La segunda
noche vimos con ellos Nicky, la aprendiz
de bruja, de Miyazaki. Mientras se proyectaba la película yo me refugié en
el ajedrez al final de la sala. Era una manera de observarlos. Si la primera
vez que vimos con Manuel una película fue un espectáculo, sus ojos como platos
siguiendo las aventuras de Nemo buscando a su madre, hoy era algo parecido sólo
que con una interrupción continua preguntando a la abuela esto y lo otro. Su
entusiasmo cuando Nicky volaba en su escoba para salvar a su amigo colgado bajo
el dirigible le hacían brillar los ojos de alegría.
Los nietos
son la vuelta espiritual a nuestra infancia, la línea del eterno retorno que
nos devuelve a la niñez en la que el mundo se recrea, de crear. El abuelo ve en
el nieto la evolución de su propio ser, no ya ese que ha recordado toda la vida
persiguiendo en los años de la infancia rastros de ese yo que en sucesiva
progresión nos ha llevado después a la adolescencia y más tarde a la madurez.
La vida de todos nosotros está anexada a circunstancias y aprendizajes que,
ahora, cuando vemos a nuestros nietos, les seguimos en su reacciones, sus
alegrías o sus lloros, reconocemos el esfuerzo por vivir e ir haciéndose poco a
poco una personalidad.
Salidos como
somos de la nada, apenas con el bagaje de nuestra carga genética, percibir el
crecimiento y la progresiva madurez de nuestros nietos, sus conflictos y
alegrías nos dan una visión expresada en los sucesivos presentes en
que los vemos que nos sirve de espejo de nuestra propia vida al modo de quien
pudiera dar marcha atrás al cinematógrafo de nuestra existencia y pudiera ver
en los nietos el reflejo del crecimiento personal. Es curioso pero es algo que
no sucede, creo, con los hijos. A los hijos los tenemos tan cercanos, estamos
tan imbuidos de los asuntos de la crianza, de las preocupaciones de su
educación que no es posible ver en ellos nuestra propia vida, cosa que sí
sucede con los nietos con los que nuestro comportamiento no está relacionado
con aspectos de primera necesidad, lo que nos deja margen para la ensoñación y
para observarlos dentro del marco de una objetividad que invita a ver en ellos
el reflejo de nuestra propia infancia.
![]() |
La hora de la lectura y de la siesta |
No hay comentarios:
Publicar un comentario