sábado, 25 de julio de 2020

Yoni y Juancho se hacen amigos en el Transiberiano





El Chorrillo, 25 de julio de 2020

 

Ella era Li… No sé por donde empezar para no dañar la sensibilidad de una amiga, porque el caso es que Li era Li y su hermosa feminidad, que acaso mi amiga tomaría como la cosificación de lo femenino, ese viejo tema en el que para nada estamos de acuerdo. No importa. Juancho, que había viajado desde la salida de Moscú apaciblemente recostado en la tibia compañía de los muslos de su amigo el viajero, en ese famoso tren llamado Transiberiano, pronto, cuando las amistades entre los viajeros y viajeras de los departamentos vecinos, chinos todos ellos, empezaron a fermentar al calor de las larguísimas horas del trac trac del monstruo de hierro, comenzó a sentir cierto cosquilleo producido por la dulce voz de una chinita que había empezado a frecuentar el departamento y que se había sentado peligrosamente en la proximidad intentando aprender del viajero español algo de castellano. Juancho no sabía muy bien lo que sucedía, pero era el caso que aquella voz le había sacado definitivamente de su somnolencia. ¿Qué estaba pasando?, se preguntaba, notando cierto estremecimiento cuando la voz de Li aparecía en el umbral de la puerta del departamento. Él, tan tranquilo que ni siquiera se había inmutado desde que había comenzado el viaje en aquel ruinoso avión ruso que de tanto en tanto daba unos bandazos de mil demonios, resultaba que ahora, ante la presencia de una chinita pequeñita y de ojos rasgados, empezaba a palpitarle el corazón cada vez que escuchaba el arrullo de su voz en los pasillos del tren.

Creo que lo que le sucedía a Juancho en aquel largo viaje –¡China estaba tan lejos!– es que echaba de menos a una amiguita con la que jugar de vez en cuando, por eso cada vez que la oía se le estiraba el cuerpo como quien se asoma por una ventana y lo alarga para buscar entre el gentío a su amiga del alma que él adivinaba tan cerca. Ah, si el pudiera encontrar un yoni con quien jugar en las largas noches del viaje por la tundra, se dijo desde el momento que ahora oía la bonita voz de Li a su lado interesada por el cómo se dice esto y lo otro en español. Desde entonces sus largas siestas amodorrado en los muslos de su dueño habían terminado, ahora era todo expectación. De hecho también había sentido algo raro en su amigo el aventurero desde que Li se aproximara y le pidiera el diccionario de chino-castellano en el que él pasaba horas enfrascado; notaba que algo le temblaban las piernas cuando ella se acercaba, temblaúra con que se contagiaba él mismo de inmediato y que le hacía dar un respingo inexplicable.

Sucedió que una de aquellas noches, en el silencio de los pasajeros que dormían profundamente acunados por el trac trac, encontró que el viajero, su inestimable amigo de aventuras en la vida, no dormía, acechaba de continuo, lo supo después, los pasos de Li en el pasillo. Los pálpitos del corazón eran tan notorios que llegaban hasta la cabecera de su propia cama, ese muslo tibio sobre el que todas las noches se dormía acurrucado y encogido como un bebé. Su amigo el viajero miraba por la ventana una luna grande que aparecía y desaparecía entre un bosque oscuro como de carbón, pero su oído, era obvio, estaba tenso como un arco esperando oír en el pasillo los delicados pies de Li acercándose a su compartimento. Dios, qué nerviosito estaba el pobre; igualito, igualito que Juancho, que también él había empezado a soñar que en algún momento su inesperada amiga Yoni aparecería por la abertura de la puerta acurrucada entre las piernas de Li, pero deseosa también ella de acariciar a su nuevo amigo entre sus brazos.

Fue una noche larga en que ni Juancho ni su amigo pudieron pegar ojo. La luz de la luna barría las literas y un viento templado entraba por la ventana formando con su tac tac sobre el balasto y los raíles un acogedor rincón donde sólo faltaba Yoni para llenar de felicidad la noche. En algún momento Juancho recordó que una vez tuvo una novia, aquella Yoni de rizos encantadores alrededor de su cuevecita que le tuvo loquito durante tanto tiempo. Ella venía todos los domingos por la mañana a su casa apenas el sol de dorados dedos entraba por la ventana. Buenos días, cosa bonita, le decía él metiendo enseguida su cabecita en su agujero como quien busca el regazo de su mamá; y ella, que antes de subirse a su cama ya había llenado todo su rinconcito con la esencia húmeda del amor, lo apresaba con sus brazos y emitía un prolongado uuuhmmmmm mientras Juancho despacito despacito entraba hasta el final de la cueva, momento éste en que aún siendo ateo se le oía en medio de un suspiro algo así como un reiterado: “¡Oh, Dios!” Cuántas, cuántas horas habían pasado él y aquella antigua amiga abrazados así, domingo tras domingo, quietos, como sumidos en una prolongada meditación zen. Sartori lo llaman los budistas zen, ¿recuerdas?, le diría ella, muy entendida siempre en las maravillas del Tantra.

No fue vana la espera. En algún momento de la noche se abrió después una pequeña rendija en la puerta y un listón de luz inundó el compartimento. Era Li la de ojos de carbunclo y risueña mirada de sirena. El aventurero, nervioso y anhelante como un flan, empujó la hoja de la puerta y tomó la mano de ella que miraba preocupada al interior inquisidoramente como si de la oscuridad pudiera salir un duende que descubriera en sus ojos el fuego de ese deseo que se le había encendido, también a ella, en todas las partes de su cuerpo. Entre sus piernas se podía percibir a Yoni agitando la mano derecha a Juancho que, encerrado en los pantalones, se movía enérgicamente presa de una excitación repentina.

Cuando Li cerró la puerta tras de sí, sólo quedó la luz de la luna iluminando la pequeña estancia. El viajero había tomado de la mano a Li y ahora la atraía hacia su cama. Ella se dejó llevar, se dejó besar y enseguida deslizó la mano hacia Juanchito que, aupado sobre las puntas de sus pies, recibía encantando las caricias de Li mientras su anhelada Yoni esperaba con las pupilas dilatadas su turno. Fue un instante bonito cuando Juancho y Yoni por fin pudieron besarse sin la molestia de las bragas o los calzoncillos por medio.

Hubiera sido deseable conocer la conversación que se trajeron Juancho y Yoni pero siendo ella china y él un apabullado madrileño de repente abismado ciego y sordo en la cuevecita de su amiga, mal lo veo. Creo que no, que no es posible tal, y no porque no tuvieran una lengua en común. Digamos que ambos, abismados en la dicha del encuentro, pito pito gorgorito, inauguraron en medio de esta silenciosa Siberia adormecida bajo el dosel de la luna que atravesaban camuflados en el silencio de la noche, un espacio de tan acariciadora ternura que poco faltó para que ambos se quedaran fritos en medio los arrumacos, cosa que no sucedió porque al pronto los gemidos de Li les sacaron de su ensueño en medio de una agitación que poco a poco fue creciendo al punto de poner en apuros la estabilidad del mismísimo transiberiano sobre las vías.

Allá quedaron tras muchos muchos kilómetros de atravesar espesos bosques de abedules y abetos nuestros amigos hasta que, las del alba serían, no tuvieron más remedio que separarse deseando que el viaje hasta Manchuria se demorase todavía durante meses y años.

No ocurrió tal cosa. Tres días más tarde el tren atravesaba Manchuria y hacía su entrada en la ciudad de Harbin, punto de destino de Li, a la que Juancho vio con las lágrimas en los ojos desaparecer andén adelante junto a su querida Yoni.


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