El Chorrillo, 3 de abril de
2020
Pero fíjate, tanto que
pensaste en ese momento rodeado de tus hijos, tu mujer, tus amigos, y ahora
mira cómo cambió el mundo. Nunca pudiste imaginar una cosa así, ¿verdad? Tener
que morirse en este inmenso hospital de campaña, sin tus hijos al lado, sin la
mujer a la que uniste tu vida, sin… solo acaso, si es que una enfermera, un
médico de los que corren de arriba abajo de este enjambre atendiendo sin parar
a un ejército de enfermos, tiene tiempo; el roce de la mano de un desconocido a
tu lado que te mirará con la angustia pintada en sus ojos, su alma llena de
conmiseración y de impotencia porque te vas a morir ya mismo y no puede hacer
absolutamente nada, nada para evitarlo, nada para consolarte, nada para que los
tuyos puedan acompañarte en el último momento. La vida inesperadamente ha
entrado en un callejón sin salida, sí, ya lo ves.
Aquella tarde te habías
encontrado mal, simplemente un poco de dolor de garganta y algo de fiebre. No
quisiste darle importancia, tu cabeza quiso negarse desde el primer momento a
que la inquietud te robara el sueño, pero ya ves, fue inevitable que días más
tarde tomaras el teléfono. Lo que vino después fue simple, tu vida, como si
fuera un sueño, se había encontrado repentinamente en otra dimensión, la despedida de Merche en el
umbral de la puerta con un pañuelo apretado entre las manos a la altura del
pecho, sus lágrimas cayendo por su rostro como agua de lluvia sobre el cristal
de una ventana; más tarde la ambulancia, las calles desiertas, aquella inmensa
sala sembrada de camas, el olor a desinfectante. Y posteriormente esa
dificultad para respirar que te dejaba a punto del colapso.
Ahora ha pasado una semana.
Qué largas se te habían hecho las horas, ¿verdad?, esas noches interminables
llenas de arrastrar de pies, de quejidos, del cavernoso roncar de tu vecino de
la izquierda, un anciano de cabello cano y facciones angulosas encerrado en un
hosco silencio al que no has podido arrancar una sola palabra. Todo mientras
desde fuera te llegaba el barullo insoportable de la cháchara de los medios que
sólo calmaba la apacible voz de la enfermera que te ajustaba el respirador o te
preguntaba amablemente si habías dormido bien mientras te tomaba la temperatura.
¿Recuerdas qué bonita estaba la Pedriza hace un mes cuando
recogimos aquel manojillo de narcisos en las cercanías del Cancho de los
Muertos?, ¿o el olor de los cantuesos con sus largas orejas violetas salpicando
los roquedales antes de llegar al collado Cabrón?, ¿o ese rotundo culo de
piedra que tanta gracia nos hizo cuando en una curva del sendero que baja al
Tolmo nos tropezamos con él? Ahora ya se nos han acabado las bromas y los
culos, ya no hay espacio para eso. Después de tanto tiempo de vivir y de
imaginar este momento, preparándote para ello, alimentando un encuentro casi
cordial con ese fantasma de negro cargado con la hoz de la película de Bergman,
ahora resulta que la prosa de la vida, sin piedad y sin algún asomo de poesía,
te ha abandonado ahí sin apenas resquicio para encontrar un momento de
recogimiento en que puedas pensarte y recorrer los espacios de la existencia
por los que caminaste ahíto de ganas de vivir. Ahí, envuelto en la espantosa
soledad de un hospital de campaña.
Ah, si al menos existiera un
Dios a quien cercenar la cabeza por todas las desgracias que pudiera haber
traído a este mundo… pero es inútil. Aquí los únicos dioses verdaderos, los
únicos, sí, son toda esta gente que te rodeaba y os atendía estos días, ángeles
de la guarda que os iban a ayudar a morir de parecida manera a como tantos años
atrás te ayudaron a nacer. Hoy, viéndote, la estúpida idea de ese Dios
justiciero que inventaron los cristianos me provoca un vómito parecido al que
suscita esa carroña humana que recorre las redes sociales estos días. Sí,
porque es inevitable acordarse de Dios, última instancia que los ingenuos
inventaron para librarse de la muerte.
A última hora yo notaba en tus
ojos lo que me estabas diciendo, que sí, que me estaba poniendo algo dramático.
Cosas del temperamento, lo reconozco. Disculpa. Sé que era el momento propicio
para alentar otro modo de ver las cosas, por ejemplo recordarme a mí mismo esa
cantinela que repetiste más de una vez en tus escritos cuando aireabas la
importancia del buen morir trayendo a colación aquellas palabras que sacaste de
una vieja lectura sobre budismo zen. ¿La recuerdas? Aquello de bebe tu sake,
vaga como un león, y muere, también como un león, cuando llegue tu hora, sin
dejar rastro. Ese momento en que te dije, “no, no te retires la mascarilla del
respirador, no hables, es mejor”. Estaba intentando aislarte de este entorno buscando
entre los últimos minutos que te quedaban un espacio para la memoria, un
instante para dar gracias a la vida que tanto nos ha dado.
Gracias, por esa comprensión
que vi en tus ojos y que me decían que estabas de acuerdo cuando con la mirada
quise hablar contigo invitándote a dejar vagar a la memoria recordando a ese
león del cuento y que te ayudaría a encontrar la paz en medio de este mundo que
hace aguas. Busquemos entre los dos, te dije con la mirada, el rastro de
nuestros pies y manos en las montañas que recorrimos toda la vida, busquemos la
compañía de los que con el alma en vilo piensan en nosotros y añoran la caricia
de tu presencia, recordemos el mar, el inmenso firmamento estrellado que acunó
nuestro sueño en los vivacs a lo largo de media existencia.
Sí, así. Descansa en paz.
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