El Chorrillo, 4 de abril de
2020
Me resisto a irme a la cama.
He tenido un largo soliloquio junto al lecho de un difunto y mi ánimo está tan
agitado que me va a ser difícil pegar ojo. Así que es necesario que eche algún
leño más en la chimenea. Me gusta ver las llamas, altas, juguetonas como
diciéndome "hola, tú ¿Qué tal estás?" El fuego de la chimenea de invierno y yo
somos dos sujetos inseparables, yo, con mi disposición a la ensoñación y ella,
con el calor y la belleza insinuante de sus formas tal una mujer que bailara en
el interior de un sueño, formamos desde las primeras fogatas de mi infancia que
acaricié en los largos veranos de vacaciones junto a las aguas del río Alberche
cuando era niño, un tándem que se recrea en las noches de invierno en una mutua
compañía que roza la veneración.
No en vano el dios védico del
fuego, Agni, era mensajero entre los dioses y los mortales y protegía a los
hombres y a sus hogares. Además Agni, según la etimología sánscrita, significa
moverse tortuosamente, magnífica sabiduría del sánscrito que, buceando en el
alma de nuestros ancestros supo encontrar en la percepción del fuego, el
símbolo de una agitación. Porque agitación, como música que hiciera cimbrear
las ramas de nuestro interior, es, leve agitación que da alas a nuestros
pensamientos, los peina y les invita con su crepitar y sus chispas a relajarse
unas veces, a diseñar nuevas ideas, pero sobre todo invita a recordar. Extasiada
frente a las llamas, mi memoria vuela frecuentemente en la oscuridad de mi
cabaña a tantos amados lugares de mi vida, se recrea en tantos preciosos
momentos que en las prisas del instante no tuvo tiempo de saborear y de
exprimir, tantos que no bastaría todas las noches del invierno para dar
satisfacción a estos recuerdos que florecen al calor del fuego de la chimenea.
Cada día que pasa se me hace
más extraña esta vida de confinamiento. Constreñido a no moverme de casa, pese
a que alrededor de ella hay un poco de terreno por el que pasear; constreñido y
alimentado por lo que sucede en el mundo o lo que se anuncia desde algunos
círculos de científicos, esa idea de que la pandemia puede dejar veinte
millones de muertos en el planeta y la posibilidad de que no pueda ser
erradicada del todo, me encuentro con que mi ánimo se ha vuelto errático. Ya
nadie en este mundo pisa tierra firme, me llena la sensación de estar sobre un
iceberg a la deriva que igual nos puede llevar al infierno que a un mundo nuevo
en donde la pertinaz terquedad de los ciegos que no ven cuál es el real sentido
de la vida, descubra al final de esta catástrofe un resquicio de luz y todo
empiece a cambiar.
Extraña vida que, dándole
vuelta a muchos de nuestros supuestos y hábitos, se pregunta atónita en
este instante no solamente qué es lo que va a pasar, cuántos morirán, cómo
quedará el mundo física, económicamente, después de la erupción de este volcán
que asola el planeta, sino, y ella es la pregunta esencial, si seremos capaces
de reconsiderar firmemente nuestra situación, nuestra fragilidad y a vez la
fragilidad del planeta que habitamos.
El artículo 128 de la Constitución , en
nuestro caso, es un ejemplo que se presenta hoy como una de las sendas
económicas y morales esenciales por las que caminar. De la misma manera que
todos los bienes de una familia han de estar al servicio de sus miembros, y muy
especialmente en momentos de crisis, esta idea debería calar en nosotros y no,
evidentemente para alimentar la gandulería de nadie, sino para tener presente
que es siempre el beneficio de la comunidad lo que ha de primar sobre los
intereses particulares, y no como sucede en este momento en que la jauría de
los avaros de este mundo etc.
Extraña vida por tantas
razones, extraña por la ignorancia que reina en unos tiempos en que todo el
mundo tiene herramientas más que suficientes para curarla sin apenas moverse de
casa; extraña porque una mayoría prefiere, pongamos un ejemplo representativo,
la telebasura en lugar de algo medianamente más inteligente y enriquecedor;
extraña vida porque un futbolista, un individuo cuyo trabajo consiste en dar
patadas a un trozo de cuero, puede ganar 239.000 euros al día mientras que un
médico, o un maestro puede no llegar a los cien; mientras una cajera de
supermercado, que se juega entre tantos la vida estos días en favor del la
comunidad, puede no llegar a los 30 euros. ¿Qué muestran todos estos ejemplos
para certificar que llevamos una extraña, muy extraña vida?
Y no he mencionado los
problemas ambientales, ni los millones de niños que mueren inanes al cabo de
del año, ni… ni… etc. Extraño mundo este el que hemos creado con nuestra docilidad y el sí humillante al sistema que nos atenaza, que hemos alimentado
día a día con nuestros votos domesticados por las grandes fortunas y sus
adláteres.
Extraño mundo, sí.
Como todos estos días últimos,
el fuego de mi chimenea a esta hora ya languidece. En este momento de silencio me
pregunto por cuántos serán a los que la vida no les llegará al final del día que
comienza. Me pregunto por todos los ciudadanos que ayudaron con su voto a
esquilmar la sanidad pública, por los que arriman el hombro en las urnas para
que la brecha de desigualdad entre los que lo tienen todo y los que apenas
tienen nada sea cada vez mayor. Me pregunto por esta clase de ciudadanos,
mercenarios en esencia de nuestros males comunes, porque a ellos corresponde en
última estancia la responsabilidad de los males de este país y del resto del
mundo.
Extraño mundo, sí, de cuyos
males es responsable en definitiva esa ignorancia sistémica de aquellos que
votan en las urnas a los que les están jodiendo la marrana detrás de cada
esquina. Ignorantes, manipulados, engañados que, atentos a lo que les dictan
los mamporreros del país, nos van a llevar a todos al desastre si de una vez
por todas no son capaces de pensar por sí mismos y abandonar la mentalidad de
rebaño domesticado.
Extraño mundo, sí.

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