El Chorrillo, 5 de abril de 2020
La capacidad que tiene este
momento que vivimos para hacernos reflexionar es pasmosa. Desaparecidas las
nimiedades que nos entretenían en el día a día de nuestro vivir, ahora, como si
hubiéramos dado un salto en el tiempo, de repente cada mañana nos encontramos
entre las manos un puñado de caóticos pensamientos que sin ser reclamados nos
llegan en tropel a la cabeza como materia de reflexión. Hoy, entre ese casi
millar de fallecidos del día anterior nos encontramos con la noticia de la
muerte de Aute, y con ella, cómo no, nuestros pensamiento se visten de esas canciones
que escuchamos con deleite durante décadas. “De alguna manera tendré que
olvidarte… Esta mañana un vídeo que me mandó un amigo homenajeaba a la
generación de la posguerra en la que se está cebando especialmente la pandemia;
una parte de la población más vulnerable nos está dejando silenciosamente desde
hospitales y residencias de ancianos. La muerte se ha hecho fuerte en el mundo
y en estas circunstancias es inevitable que la idea de morir me sorprenda
reiteradamente a lo largo del día.
Estoy
sentado junto a la fachada de mi casa. Hace sol, oigo cantar a los pájaros, la
brisa mueve las ramas de los árboles. Parece una mañana no muy diferente a
otras muchas de otras primaveras, pero sin embargo qué distinta a cualquiera de
ellas por las que atravesó la vida. Y entre piar de pájaros y las hojas tiernas
que brotan sobre las ramas de los árboles trato de dar contexto a la idea de la
muerte. Primero intento imaginármela en mí mismo, ya lo hice hace un par de
días en un relato con el que trataba de hermanarme al sentimiento de profunda
soledad que se encontraban viviendo los que nos estaban dejando estos días,
como le contaba en un comentario a un amigo, y esta mañana, rodeado de pájaros
y con una gran paz en mi interior, pienso que si me hubiera llegado el último
momento probablemente no sería yo el más perjudicado, que quizás los malparados
realmente serían mi familia, mi chica, algunos amigos. Una gran tristeza más en
este mundo en que apenas llegamos a ser un grano de arena en una inmensa playa.
Reflexionar sobre la muerte constituye uno de mis "grandes hobbies” desde
que empecé a cumplir muchos años. Caro Baroja decía que después de los sesenta
y cinco el hombre tiene necesariamente que dedicar mucho tiempo a pensar en la
idea de la muerte.
En realidad
creo que se trata de algo enormemente subjetivo. Acostumbrados a hacer de
nosotros mismos el centro del mundo, no en vano el yo es la punta de la pirámide
desde la que percibimos a éste como si de una realidad menor se tratara en
relación a nosotros mismos; podemos llegar a perder el norte si nos agarramos a
la idea de nuestro propia importancia; tampoco sería para tanto, me dice en el
oído uno de mis numerosos enanitos. Creo haberme referido en más de una ocasión
a lo largo de esta facundia escritorio que me aqueja desde que me jubilé a la
insignificancia de lo que soy/somos. Probablemente en las otras ocasiones,
recordando mi larga experiencia en la montaña, tuviera que ver con esas
sensaciones que suscita mi pequeñez en medio de las tormentas acurrucado en una
mínima tienda de campaña o bajo el firmamento cuajado de estrellas cuando lo he
contemplado desde un vivac en una solitaria cumbre de Alpes o Pirineos; quizás,
pero de todos modos es una sensación que siempre me visitó desde mi temprana
juventud cuando empecé a frecuentar la montaña y los bosques. La Naturaleza en soledad
produce en mí esa clase de pensamientos, a veces, incluso, la emoción de esa
pequeñez puede desembocar en un exultante estado de ánimo. Ser pequeño e
insignificante es un modo de ser que cuadra bien con el espíritu de la Naturaleza , que con ser
grande y múltiple está constituida en esencia por seres diminutos.
No sé si
quiero llegar a alguna conclusión. Creo que no. Y es que hoy recrearme en esa
idea de insignificancia produce en mí un algo de humilde pertenencia al mundo
que me gusta, que alimenta mi alma y me dispone a querer mirar la muerte con
una paradójica normalidad que en “esta vida”, la que hemos inaugurado en estas
pocas semanas, está lejos del cómo podía mirarla el pasado invierno.
El silencio
de estas noches cuando me voy a la cama me habla también de todas estas cosas.
En general soy bastante quisquilloso con los ruidos de la noche, cualquiera,
por pequeño que sea, los motores de la cercana autovía especialmente al
amanecer, un ladrido o incluso el canto de un ruiseñor, me impiden dormir y me
obligan a ponerme los tapones de cera, pero sucede que desde que llegó el
estado de alarma el silencio en mi casa es sepulcral, ningún ruido de motor
turba el silencio de la noche. Ya no necesito tapones. Esa autovía que cerca de
las seis de la mañana ya empezaba a llenar el ambiente con el ruido de los
coches guarda ahora silencio como un cadáver. Y así, ese silencio que se cierne
por la noche sobre mi cabaña vuelve a hablarme, ahora tanto más, que los datos
de defunción y contagios que leeré a la mañana siguiente en los periódicos.
La pasada
noche, sin embargo, tuvo algo de diferente. Cuando como todas las madrugadas
salí fuera a regar las plantas, me llegó de repente el croar de las ranas de
allá entre los almendros del arroyo Villar, un poco más a la izquierda por
donde sobre el horizonte empezaba a descender la luna, una señal de que el
silencio no era total y que al cabo, quién sabe, las ranas estarían anunciando
de verdad una primavera. Además, después de todo probablemente no sea tan terrible
eso de morirse, especialmente si el dolor no es tal que anule la capacidad de
pensar y de despedirte de los tuyos.

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