lunes, 10 de diciembre de 2018

Las bondades de leer literatura de montaña




El Chorrillo, 10 de diciembre de 2018

Hace un rato que ha amanecido. Salgo de la cabaña, entro en el baño, corro la cortina de la ducha para proteger la madera de las paredes, abro el grifo del agua fría y antes de meterme bajo su chorro visualizo a un alpinista trepando penosamente por una pendiente de hielo a muchos grados bajo cero. Ya está. Ahora el agua cae sobre mi cabeza y mi cuerpo con fuerza, ya no tengo frío, mis músculos se vigorizan. Me froto enérgicamente todo el cuerpo con las manos. El agua cae deliciosamente acariciando mi piel. Esto se lo debo a una ascensión invernal de Casarotto en una arista del McKinley. Friolero y perezoso como soy, si alguien me hubiera dicho meses antes de que este iba a ser uno de mis rituales a partir de mediado el otoño le hubiera tomado por loco.

Cada cual se lo monta como puede ya sea para engañarse a sí mismo justificando el seguir fumando hasta las puertas de la tumba como para cualquier otra cosa que nuestra pereza haga infranqueable. Sin embargo cabe también montárselo de otra manera tratando de no engañarse y tomando el toro por los cuernos. Algo de esto me está sucediendo a mí últimamente desde que empecé a leer asiduamente literatura de montaña. Saber que uno puede ser algo más que un disminuido, algo que se aprende comprobando cómo otros mortales se enfrentan a dificultades sin cuento, saber que no sólo se puede hacer vida a cuarenta bajo cero sino que además se puede estar varias jornadas sin comer mientras pies y manos se empeñan en catapultar el cuerpo hasta una cumbre, no es sólo un conocimiento teórico que se instala en nuestro cerebro de parecida manera a como se almacenan la información en un disco duro.

Leer es una actividad compleja que tiene mucho de estímulo personal cuando los sensores de nuestro espíritu (llámalo X, si quieres) están dispuestos a trabajar y a creer que nuestra voluntad puede realmente ser un rector de nuestra conducta. Hace unos minutos, por ejemplo, mientras pedaleaba yo en la bicicleta estática escuchandoleyendo un libro de Castaneda, Viaje a Ixtlán, se me ocurrió que si el brujo Juan hablaba con las plantas que se encontraba en el camino, por qué no iba a poder hacerlo yo. Todas las plantas de nuestra parcela son hijas de mis manos, los pensamientos que pusimos días atrás, los árboles, algunos troncos imposibles de abarcar ya con los brazos, todos los arbustos que crecen por aquí y por allá; ¿por qué no podría yo hablar con ellas y contarles mis pensamientos, más cuando sabiendo que mi cuerpo les servirá de abono en algún momento; un instante en que yo seré por demás parte de esas plantas, y sobre todo pensando en los años que me han acompañado y la dicha que su compañía me han proporcionado? Hablar con las montañas es algo más difícil, cuestión de tamaños, imagino, pero puestos a probar y a perder la incomodidad de estar haciendo algo raro y novedoso, seguro que en mi próxima salida al monte lo pruebo.  

Son tantas las cosas a probar últimamente. Desde que hago caso a los libros y descubro que pese a la edad todavía es posible cantar, bailar, ducharse con agua fría, aprender cualquier cosa que uno se proponga, me siento mejor. Antes no podía, no tenía disposición ni voluntad para ello, pero, ah, con tanto empacho de literatura de montaña parece que las cosas están empezando a cambiar. Muchos nombres propios, alpinistas, escaladores de élite, practicantes del solo integral, solitarios empedernidos, han empezado a bailar en mi cabeza como un referente que día a día cosquillean mi voluntad haciendo que me proponga asuntos que estaban ya fuera de mi conciencia; incluso hay por ahí un fotógrafo solitario que con sus vivacs sobre las cumbres nevadas y sus tomas trabajadas como pequeñas joyas de arte, ha logrado convencerme para desenterrar mi cámara reflex y lanzarme también yo al monte con trípode, raquetas, material de vivac y todo lo que haga falta con tal de sacar una buena fotografía (gracias, Julio). Y es que todo esto me parece un milagro.

Carajo; es obvio que nada de lo que hace/hacía Alexander Huber, Hansjörg Auer, Alex Honnold, Kurtyka, Juanjo San Sebastián, John Bachar, Catherine Destivelle, Casarotto o la pareja Nives Meroi-Romano, tiene que ver conmigo más que en el sentido del espectador que contempla atónito cómo estas personas asumen su vida como un sofisticado arte en donde la voluntad y la prestancia mental y física son los útiles con que ellos cincelan un estilo de vida. Leer durante semanas y acompañar las lecturas con los vídeos oportunos termina por inocular en el lector una suerte de nueva disposición capaz de hacerle enfrentarse a los pequeños problemas cotidianos, el frío, la pereza, el aplazamiento de las tareas, las obligaciones corrientes, como quien despierta de un largo sueño en que la voluntad se había ido de paseo y costaba encontrarla, y se incorpora a la vida activa con el ánimo lleno de fuerza. Es algo así como recibir un gran puntapié en el trasero.  “Entrenar, ganar fuerza, escribe Alexander Huber en Free Solo, para al final convencer a mi mente del trabajo que debe de hacer”, que debe de hacer porque mi voluntad se lo ha propuesto.  

Lo que me enseñan últimamente los libros de montaña no tiene apenas que ver con las montañas, es algo que encuentra relación más bien con la vida en general y el modo en como las personas nos enfrentamos a ella. La posibilidad de hacer todo aquello que quieres sin dilación (gadulería llamaría a lo contrario Castaneda), asumiendo la convicción de que la pereza o la desgana no existen, no deben de existir, le da a uno un margen de movimiento en donde caben montones de asuntos que antes eran prohibitivos porque simplemente no éramos capaces de asumirlos seriamente. Entrenamiento, preparación, constancia, nada de la rutina acostumbrada, todo un manojo de decisiones que pueden llevarnos por dónde nuestra voluntad lo decida. Ese tipo de cosas son el fruto de mis lecturas últimas.

Leer a Alexander Huber sobre la preparación que conlleva, preparación mental esencialmente, la ascensión de la Directísima a la pared norte de Cima Grande de Lavaredo, esta noche era entender que cualquier cosa que un hombre se proponga, y que esté en el ámbito de sus posibilidades, puede ser hecho sin más que dejarse de memeces y ponerse a ello. Los límites que la voluntad adormecida puede imponernos durante largos periodos de tiempo no son más que producto del adormecimiento que sufrimos y que de algún modo desenmascaran los hechos y actos de todos aquellos que recrean sus vidas en los libros que leo últimamente.

“La autoridad que controla mis pensamientos necesita dar luz verde” antes de enfrentarme definitivamente a una pared en solo integral, escribe Alexander Huber; y cuando esto sucede todo parece tremendamente sencillo. Si tenemos en cuenta las dificultades mentales y físicas a que se enfrenta un alpinista de élite, sea en una gran pared de roca o alguna montaña del Himalaya, y con más razón cuando éste lo hace en solitario y sin seguro, y las comparamos con cualquier otra actividad humana, es probable que no encontremos nada que exija una fuerza de voluntad, un arrojo y una preparación tan exigente en ningún otro ámbito, especialmente como en este caso cuando se tiene la muerte cosquilleando en las yemas de los dedos. Una ascesis así, llevada a su última expresión, obviando el uso de la cuerda al punto de convertir la escalada en un inaudito ejercicio de libertad que pone al hombre en un reto tú a tú consigo mismo y ante un riesgo tal, no tiene parangón con ninguna otra actividad humana.

El único problema con todo esto es que a uno se le ocurren tantas cosas cuando ve que todo es posible con solo proponérselo, que necesitaría días de cuarenta y ocho horas o más para estar al tanto de los sueños y proyectos que le pasan por las mientes.








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