El Chorrillo, 12 de noviembre de 2018
(Hoy amaneció precioso en nuestra parcela y sus alrededores, un velo de niebla lo cubría todo, así que tomé la reflex y salí a hacer unas tomas: algunas de las que aparecen hoy en el post sin que tengan relación con el mismo.)
* * *
Me subo en el cercanías después de una larga tarde de cháchara con Concha, una sorpresiva y larga conversación que acompañamos con un café, un té y unos chupitos de crema de orujo, y después de mirar unas fotos en la reflex que había hecho por la mañana, una preciosa mañana de niebla, me coloco el auricular y pongo en marcha mi audio-lectura de estos días cuando me subo a la bicicleta estática para pedalear durante media hora, y que hoy hago en el tren camino de casa. Castaneda, Viaje a Ixtlán, ha ido a visitar de nuevo a don Juan y éste, tras unos minutos de introducción en que ve a su interlocutor poco brillante, le espeta: “lo que te pasa es que estás adormilado”. Y paro inmediatamente la reproducción y escribo estas palabras: "estás adormilado". Y después de hablar de mil cosas con Concha, vegetarianismo, animalismo, autismo, algo sobre pedagogía y el origen de la moral, caigo en que hoy estaba más despierto de lo acostumbrado. ¿La razón?, quizás porque tenía a una interlocutora con que hilar fino, lo que provocaba que nuestra conversación fuera una gimnasia mental destinada a poner en cuestión nuestras propias certezas. Un ejercicio que confieso que me gusta, destripar las propias certezas y ponerlas bajo las lentes del microscopio es un deporte que todos deberíamos practicar para mejor la gloria de la especie ;-).
Tratar de saber por qué leches uno se hizo animalista,
católico, ferviente parroquiano de un partido político o por qué en vez de
dedicar la vida a acumular dinero se enroló en las filas de Médicos Sin Fronteras tiene su gracia,
la del que además de divertirse tratando de sacarle partido a la vida, se
empeña en descubrir los entresijos de la propia conducta que se ha ido formando
casi sin darnos cuenta a lo largo de las décadas. Nuestros conceptos morales,
nuestra ideología, nuestras creencias religiosas, nuestros hábitos sociales,
parecieran que están ahí en nosotros como si hubiéramos nacido con ellos y
hubieran sentado cátedra sin más, porque sí, sin que lleguemos a preguntarnos
con qué permiso se han instalado en nuestra conciencia. Uno, que no ha firmado
ningún contrato social con la sociedad en la que vive, acepta sin más sus
leyes, sus hábitos, su constitución, todo un entorno de comportamiento que, de
haber nacido en el Estrecho de Bering o en las profundidades de la Selva
Amazónica, serían muy otros; y junto a ello así vamos adoptando una religión,
una manera de ver el mundo, de entender lo que está bien o lo que está mal. De
vivir en el siglo XVIII pensaríamos, como San Agustín, que las mujeres eran
seres inferiores no dignas de la nobleza que se otorgaba a los varones. Nos cuesta siglos aprender, sí.
La seguridad con la que nos movemos en el mundo de nuestras
pequeñas y grandes verdades se desmorona frecuentemente como gigantes de pies
de barro cuando viajamos y visitamos lejanas culturas, o cuando estudiamos
civilizaciones ancestrales, pero no hace falta irse tan lejos para entender que
lo que nosotros consideramos moralmente deplorable en nuestro entorno social puede
ser no más que un error óptico producido por los hábitos de ese medio en donde
hemos crecido. Concha, que batalla en el campo de los que denuncian las
brutalidades que cometemos con los animales y de la que tuve que oír durante un
rato las denuncias de esa brutalidad con que tratamos a éstos en una economía
que queriendo abaratar costos los hacina en condiciones denigrantes, como buena
vegetariana intentaba echar este “salvajismo” en la cuenta de los que comemos
carne, cosa que a mí, buen “comedor de todo tipo de carne” como soy, me hacía
caer en el dilema de una incómoda culpabilidad; razón por la cual me sentía inclinado,
un decir, a objetar que, una vez descartada esa brutalidad a la que ella
aludía, yo no veía gran diferencia entre un animal y un vegetal, y menos desde
hace días que tengo propensión a hablar con las plantas e incluso con las
piedras o las montañas, sin descartar esa sedosa niebla que cubría esta mañana
los alrededores de mi casa, a la que yo consideraría también, llegado el caso,
como digna de trato, conversación y agradecimiento por la belleza en que había
envuelto los bosques de almendros y los álamos de los alrededores.
No era cosa de dilucidar si las plantas o las piedras tienen
o no terminaciones nerviosas, que ahí no llegaba la cosa. Se trataba más bien
de establecer en qué criterios reales nos basamos para denostar esto o aquello,
y si eso es válido para todas las culturas. Una vez descarta la brutalidad, que
es algo que todo el mundo entiende y puede llegar a rechazar, no es fácil
encontrar un término universal objetivo sobre el que podamos basar nuestra
moralidad. Descartada las instancias divinas y todo aquello que el hombre
inventó para tapar los agujeros de su conocimiento con el ánimo de escapar a
nuestra evidente caducidad, de la muerte no regresa nadie, no hay posibilidad
de decir lo que es moralmente bueno o malo si no es por un consenso social que
la comunidad, por costumbre o cuestión práctica, establece como norma de
convivencia entre sus miembros. Ese convenio, que generalmente aceptamos, pero
que en cualquier momento se puede poner en duda, como efectivamente se puso en
muchos instantes a lo largo de la historia, puede incluir aspectos como los que
debatíamos esta tarde Concha y yo. A mí me pueden repugnar los toros, esa
actividad, y lo que sucede en el ruedo, una violencia gratuita que antiguamente
ejercían los gladiadores entre sí para diversión de la plebe, y que hoy es
inconcebible porque dos mil años de civilización algo nos ha cambiado, pero no
me parece en absoluto una violencia el que me alimente de su carne, que concibo
como un acto totalmente natural. Digo no al sufrimiento de los animales, pero
igualmente me afecta cualquier acto agresivo contra el medio ambiente, contra
la devastación de la flora o los bosques o la destrucción de los paisajes
naturales.
El respeto, y también el amor, que impone la Naturaleza a mi
persona no me permite hacer de los animales una clase especial de seres. Si
hubiera de hacer causa común con seres en concreto no siento en mí que los
animales tengan un status especial a la hora de servirme ellos de alimento o
no. Hay una interrelación en el ciclo biológico de los seres vivos, en donde en
absoluto son ajenos los componentes minerales, partes ellos también del proceso
de la vida, en el que me parece vano establecer jerarquías. Todo es vida o
dador de vida, como el agua, los minerales o la tierra que pisamos y es de la interrelación
de todos ellos de donde surge una existencia que se renueva continuamente en
otros seres vivos con la aportación de todos. Mis cenizas y la de todos los
seres vivos, incorporadas al suelo, serán el plantel sobre el que se
desarrollarán más adelante futuros y diversos seres vivos, plantas o animales.
Vistas así las cosas no concibo ese empeño en hacer de una parte del proceso de
la vida, los animales, unos seres a los que haya que dar un trato diferente al
que tenemos con las plantas.
Si hoy hubiera estado adormilado no se me hubiera ocurrido
todo este largo exordio, al que tendría que continuar la chicha de la cuestión
sobre la que escribir, pero como el tal preludio ha sido tan largo y estoy que
me caigo de sueño, no me va a quedar más remedio que ir terminando esto dejándolo
en estado de prolegómeno a secas. Qué le vamos a hacer, a fin de cuentas, como
nos sucedía esta tarde en nuestra larga conversación, no se trata de llegar a
ninguna conclusión, sino de hacer un viaje más, ya que ambos éramos buenos
viajeros. Viajar por un puñado de ideas, dar un sorbo de cerveza y chao, como
en el cuento, cada mochuelo a su olivo. Buenas noches.
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