El Chorrillo, 24 de noviembre de
2018
Es la hora tras la comida. El
sol entra por la ventana lateral de mi cabaña. Tomo posición en el sillón,
coloco las piernas sobre una mesita, me tumbo, pongo en el amplificador
la Suite para cello de Bach, cierro los ojos y así, con
las manos en los bolsillos del chaleco, me sumerjo en la calidez del momento.
Recuerdo a Catherine Destivelle descendiendo con la pierna rota una montaña de
cuatro mil metros en la Antártida. Quinientos kilómetros a la redonda no hay un
alma. Deben descender una peligrosa pared de quizás dos mil metros de desnivel.
Con el hueso saliendo por la espinilla, sí; pero mi pensamiento vuela enseguida
al Congreso de los Diputados donde los insultos se cruzan entre sus señorías. Ahora
suenan aplausos al final de la Suite número 1.
Mientras tanto oigo
una pieza que lleva el título de Beethoven’s Silence. Una nube me
roba el sol por unos instantes y cuando éste vuelve la música se ha desplazado
hacia uno de los nocturnos de Chopin. Termino por adormilarme pero un cambio
repentino del ritmo me despierta: es la guitarra de Paco de Lucía, el
álbum Entre dos aguas. Mi cuerpo está relajado y deliciosamente
contemplativo. Esta mañana bailé un rato nada más levantarme, hice un poco de
ejercicio y después salí a la parcela a hacer un poco de yoga antes de
desayunar. Trabajé un buen rato fuera arrancando plantones de caña indica que
invaden la rampa de entrada y después arreglé algunas fotos con el Photoshop.
Eso es todo.
Cierro los ojos e intento pensar
que nada existe más allá del momento presente, el sol, la guitarra de Paco de
Lucía, el calor de mis mejillas… Los gritos del Congreso se han esfumado,
Catherine Destivelle ya no está en la Antártida ni en el bloque empotrado de la
Norte del Dru, ni siquiera hay rastro de una mínima preocupación que altere mi
estado de placidez sumido en el ritmo de una guitarra. Sí, quizás deba subirme
un día de estos con la motosierra a alguno de los olmos de enfrente para serrar
las ramas que hacen sombra a esta hora sobre mi ventana. Acaso incluso podría
talar un par de olmos para aprovechar del todo este sol de las cuatro de la
tarde; mataría dos pájaros de un tiro porque sus ramas alimentarían mi chimenea
por la noche cuando quiera continuar este recreo en el presente que ahora
alimentan la música y los recuerdos y que más tarde, tras la cena, serán
sustituidos por el fuego. No, talarlos no, esa hilera de olmos, cuyos troncos,
gruesos de no poder abarcarlos con los brazos, llevan ahí muchos años; los
plante yo mismo, no medían más de dos palmos de altura hace treinta años. En
realidad forman parte de mi vida aunque ahora me quiten por un rato el sol. No
soy Diógenes para decirles, como a Alejandro Magno, apartaros de ahí, que me
quitáis el sol.
Ando con un programa de pérdida
de peso por indicación médica y esta tarde todavía me toca quemar un millar de
calorías. Pensaba hacer una larga caminata al caer el día pero me parece que
las voy a quemar picando en la parcela y arrancando la caña indica; después de
eso un rato de bicicleta estática, mientras leoescucho una novela de Camus, me
servirá para conseguir acabar mis deberes del día.
Ahora pedaleo bajo la cristalera
de un invernadero, es de noche y mientras subo una teórica empinada cuesta miro
al horizonte donde las luces del Navalcarnero y Batres titilan como estrellas
en el horizonte. Llevo buen ritmo, como si estuviera ascendiendo desde La
Granja por las Siete Revueltas al Puerto de Navacerrada. Desde que empecé a
usar la bici estática no sé por qué cuando pongo el aparato a partir de la
posición tres siempre me imagino esta cuesta. Es agradable pedalear en la noche
por esa carretera bajo el palio de las ramas de los pinos, el rumor cercano del
Eresma al lado junto a la carretera, el sprint cuando me voy acercando al
puerto y a la Venta Arias, que es donde suelo terminar mi recorrido en bici.
Después me bajo, salgo del invernadero y atravieso en la oscuridad la parcela
camino de la cabaña. Siempre viene a buscarme nuestra perra que me tiene tomada
la hora y se acurruca pacientemente a mi lado hasta que dejó de pedalear. A
esta hora hace algo de frío y Gaza agradece el calor de la cabaña. Allí estará
junto al fuego y su dueño contemplando adormilada las llamas hasta que me
marche a dormir, momento en que cambiará de lugar y se acurrucará junto a mi
cama para pasar la noche. Incluso es posible que después de la cena la
hortelana y yo veamos una película juntos mientras la perra dormita a nuestros
pies.
Hoy no existe más que este instante,
ahora está el crepitar del fuego después de Mr. Arkadin, la
película de Orson Welles; sí, es lo que toca, este hombrón que tanto ama
recrearse en su propia persona es además un buen acompañante cuando llega la
hora de apagar las luces y sumergirse en la magia del cine, aunque hoy la
película resulte un tanto caótica y de un frenético movimiento que no se
corresponde con la acción del momento. Algún instante brillante, escenas como
la del domador de pulgas o una mascarada goyesca que compensan el ir y venir
trepidante del protagonista por Europa. Tras un rato de conversación vuelvo a
sumirme en Ascensiones, el libro de Catherine Destivelle, pero
no me llena. Los libros de montaña son a veces insoportablemente aburridos
cuando se lee uno tras otro durante semanas. La lectura merece la pena sin
embargo porque de tanto en tanto aparecen, como los níscalos bajo la
pinácea, alguna pequeña sorpresa con la que llenar el cestillo de las emociones
compartidas.
Es tarde, Gaza dormita a mis
pies emitiendo un leve ronquido. Si apago la luz puedo ver por la ventana de
poniente a lo lejos las luces de innumerables pueblos. Nuestra casa, situada en
un pequeño cerro, emula a una breve atalaya que se levantara sobre la llanura
presidiendo la noche. Primero un llano de terreno ondulante donde ya empiezan a
brotar tiernas hebras de cebada, después, más lejos, hileras de almendros y
encinas que se hunden en un pequeño valle por donde discurre el río Guadarrama;
más adelante, ahora todo cubierto por el velo de la noche, el llano extendido
como una gran alfombra hasta estrellarse con la sierra de Gredos. En los días
muy claros puedo llegar a identificar el Almanzor y las cumbres que le rodean;
incluso la hondonada del valle que sube desde Guisando hasta los Galayos puede
observarse algunas veces.
Me da pena que se acabe el día,
me da pena que la vida vaya tan deprisa y un día tras otro vayan acercándome a
la muerte. Una pena leve, ligera, sin aspavientos; una lástima sentir que un
día me iré y se quedarán los pájaros cantando; los tiernos árboles
que planté y que son ahora robustos y bellos ejemplares de bosque, el prado de
los tréboles, ese arce y esos perales que estos días pasados vestían su
espléndido ropaje de otoño, los carboneros y los petirrojos o los chillones
gorriones despertándome cada mañana cuando bajan al comedero a desayunar,
nuestra querida perra que cada madrugada entra en la cabaña a darme los buenos
días con sus lametazos.
Pero en fin, no nos pongamos
nostálgicos, a fin de cuentas es el mismo destino que el de esa urraca que me
encontré muerta esta mañana bajo los ligustros, o que las flores que se
marchitan y terminan por inclinar sus pétalos hasta desvanecerse en el suelo.
Mis cenizas también terminarán sirviendo de abono a los narcisos o a los lirios
del bancal de poniente; o no, quizás prefiera que las esparzan entre los
rosales que fueron abonados con las cenizas de mi padre; o acaso sirvan para
alimentar un lilo como el que plantamos sobre las cenizas de mi suegra. Me
gusta la idea de que algún día mis cenizas estén ahí alimentando a otros seres
vivos frente a la ventana donde trabajo.
Es tarde y no quiero estar muy
dormido cuando por la mañana me despierte y comience de nuevo el día bailando
un buen rato al ritmo de alguna rumba o un pasodoble, una idea que debo a mi
amiga Nuria y que me hace comenzar la jornada con muy buen pie. Como en aquella
sinfonía de Hyden en que al final las velas se van apagando y los músicos
desapareciendo uno a uno hasta quedar el escenario en plena oscuridad, así
sucede hoy; el fuego de mi chimenea languideció, se quedó en brasas y ahora
solo queda incorporarse y meterse en la cama y dar gracias por la dicha de
haber vivido un día más en este suave y espléndido otoño.
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