El Chorrillo, 23 de noviembre de 2018
Antes de seguir adelante quisiera aclarar que cuando uso el
término hijo de puta en el título y en párrafos sucesivos no me estaré
refiriendo a lo que las palabras en sí enuncian sino a toda clase de
indeseables, ladrones, hipócritas, ese tipo de gente que ha tomado este país
como su cortijo particular. La razón es que la expresión tiene tanta fuerza en
el ámbito de los que aprendimos la lengua materna en la calle que es difícil
encontrar otra que más cuadre a este tipo de gente. Nada que ver pues con
ninguna madre ni con ningún hijo.
Es un lujo tener a alguien, este alguien que es un simple
diario, un blog, para en cualquier
momento en que a uno se le pasa por las mientes algo, una idea, una noticia que
llama su atención, pueda agarrar el teléfono y ponerse a discutir con ese
alguien sin tener que esperar a un encuentro en que podamos dar pábulo a los
interrogantes que nos surgen. Un lujo sí, porque aunque estas líneas no las
leyera absolutamente nadie habrían cumplido dos funciones importantes, una dar
salida a esa necesidad de expresarse que corre por dentro de los humanos desde
que los hombres del Paleolítico se reunían en una cueva alrededor de una
hoguera a la caída de la tarde para contar los sucesos del día a sus congéneres, y dos, reflexionar sobre hechos y sucesos de la vida cotidiana que de no
pararse a pensarlos podrían derivar a un retroceso en la evolución de la
especie empeñada en buena parte en estos tiempos en pensar lo menos posible
visto que para pensar ya tienen a los voceros de toda condición dispuestos a
darles todo masticado y comido de manera que sólo les quede tiempo para
depositar un voto o protestar por esto o lo otro porque... bueno, etcétera, que
ya se entiende.
El caso es que esta tarde venía yo leyendooyendo una
novela de Camus, La caída, mientras
en el horizonte el sol parecía estar preparando el fuego para asar castañas,
cuando de repente me acordé de ese personaje que de vez en cuando está en el
candelero público por mor de sus salidas de tono, que diría alguien, pero que
yo voy a poner en cuestión a ese alguien a partir de aquí. Por la mañana había
escuchado en El País al considerado y
amante de las buenas maneras Iñaqui Gabilondo y la verdad es que mientras le
oía llamando al personal del Congreso al orden para restituirles a una forma de
conducta más educada, encontré que sus palabras, tan educadas, no se correspondían
a estas alturas con lo que se debía hacer dada la tomadura de pelo a que se nos
somete a los ciudadanos continuamente.
Sucede en este nuestro mundo tan “civilizado” por fuera pero
tan salvaje y criminal por dentro, que cuando los hijos de puta de siempre se
ceban en la gente envolviendo toda su bazofia, robos, manejos de jueces,
mentiras, codicia, en los paños templados de la hipocresia, pareciera que, pese
a sus tácticas y actos criminales, nadie pudiera desfogarse llamándoles lo que
verdaderamente son. No es que defienda el uso de las malas maneras, pero es que
hay situaciones en este país que claman tanto al cielo que no hay manera ya de
decir las cosas más alto para que nos oigan. Las buenas formas, con todo lo
deseables que puedan ser, pueden llegar a ser un gran impedimento a la hora de
poner a alguien en su sitio. Se ríen de nosotros de continuo, en nuestra cara,
usando la televisión y todos los medios a su disposición, se ríen y nos roban y
nos toman el pelo. ¿Qué hacer para que dejen de tocarnos los huevos? ¿Nada? ¿Manifestarnos
cuatro gatos? ¿Escribir cartas a sus “majestades” los reyes, pedirle por email
las facturas de las comisiones del petróleo al rey emérito? ¿Decirles a todos
los que se oponen a la subida del salario mínimo interprofesional que cobran
diez, cien, mil veces más que esos asalariados que eso es injusto? (El vídeo del
diputado canario Alberto Rodríguez de más abajo habla de estas “tontunas”.
¿Qué hacer cuando el cabreo de la gente desborda toda la
capacidad de aguante, cuando las palabras no bastan? Bueno, pues lo que dice
este diputado de ERC puede ser un modo de hacer en un contexto de tomadura de
pelo de los ciudadanos que se hace insostenible. Iñaqui Gabilondo dirá lo que
quiera, pero el problema no es que el Congreso de los Diputados se esté
convirtiendo en un barrizal, el problema real es que los hijos de puta de este país han
convertido España en un lodazal.
La primera vez que supe de Rufián, el diputado de ERC, me
encontraba en una manifestación multitudinaria junto al Congreso en la plaza de
Neptuno. El motivo no lo recuerdo, pero en aquellos momentos se llevaba a cabo
la moción de censura de Rajoy. Yo andaba pendiente de la definitiva abstención
del PSOE, que es la que permitiría seguir teniendo a Rajoy en el gobierno y
seguía con los auriculares en mi teléfono algunas intervenciones que tenían
lugar en el Congreso en ese instante. Fue entonces cuando, en medio del follón
de la manifestación, oí a Rufian; el modo en cómo llamó Iscariote al PSOE y cómo
dio un repaso al parlamento que permitía seguir en el gobierno a tamaño sinvergüenza,
su contundencia y modo de debatirse en el hemiciclo en medio de la hipocresía y
los intereses cruzados, me pareció entonces elogiable. No es que apruebe todas
sus intervenciones, pero tengo la impresión de que en un país como el nuestro y
en las circunstancias actuales un individuo así cumple un papel que alguien
tendría que desempeñar si no estuviera él. Cuando las palabras no sirven para
nada, las manifestaciones otro tanto de lo mismo, cuando la presión social
queda paralizada o amortiguada desde los medios, pareciera que no quedara otra
cosa que el exabrupto, que no es un medio, por supuesto, pero que puede ser
necesario al menos para decir en alto que dejen de tratarnos como gilipollas, cuando las alternativas se acaban. Recordemos que los hijos de puta de finales
de los años treinta, más o menos de la misma familia que los de ahora, dejaron
en España un rastro de medio millón de cadáveres.
Es tan lastimoso sentirse tratado como imbéciles por esos
personajillos de la política, de la banca o de los juzgados, que no es de
extrañar que a alguno los sapos y las culebras se les salgan por la boca. Quizás
cuando seamos un país civilizado donde la gente se respete mutuamente,
gobernantes a gobernados y viceversa, quizás entonces los “rufianes” deban
desaparecer, pero mientras tanto bienvenidos sean, incluso aunque a veces se
puedan pasar de rosca, que también puede ser cierto.
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