jueves, 29 de noviembre de 2018

Seguir siendo jóvenes hasta morir de viejos


Fotografía original de Fernando Sanz


El Chorrillo, 29 de noviembre de 2018

Habíamos terminado de ver El mensajero, de Joseph Losey, y en la chimenea ardían todavía un respetable fuego que invitaba a demorarse en el final del día, tan intenso, como si éste necesitara alargarse todavía algún tiempo más para adecuar el final de la sonata de la jornada a la armonía que se había ido tejiendo a lo largo del día: un paseo por la montaña con viejos amigos amantes de la montaña, una comida de confraternidad a la que siguió una larga tertulia (una delicia encontrarse con amigos con los que medio siglo atrás había compartido el riesgo y el amor juvenil por la escalada y todo lo que se relacionase con el mundo de las montañas y el fulgor de las estrellas –Bájarme una estrella cantaría en versos años atrás la poeta escaladora Míriam García Pascual–), un placentero regreso a casa desde Los Molinos mientras sobre la cumbre de la Maliciosa se desleían los cálidos colores del crepúsculo, más allá la autovía y el tráfico tranquilo, las luces, una larga caravana mientras en los altavoces sonaba la voz de Mercedes Sosa y los guturales desgarros de amor de Chavela Vargas.

Conservo la vieja costumbre de tomar nota de todo lo que llama especialmente la atención, citas de libros que leo, frases que me encuentro en algún diálogo de una película, cosas así. Sentado frente al fuego tras la película, que recreaba en algún momento el ambiente propio de las fotografías de David Haminton con sus sfumatos de personajes envueltos en la melancolía y la languidez, como si de escenas de En busca del tiempo perdido se tratara, distraídamente alargué la mano al teléfono y me encontré con un bloc de notas en donde aparecían algunas líneas que hablaban del regreso de un viaje de luna de miel, de la Noche de los Bastones Largos y que terminaba con alguna de esas afirmaciones que parecen como hechas para sintetizar alguna de las verdades que los años y la experiencia de la vida nos van descubriendo. Las citas, cuya procedencia descubrí después siguiendo un vínculo que había más abajo, correspondían a una entrada en FB de un fotógrafo con el que había coincidido en comentarios relacionados con temas de blanco y negro. La entrada, algo prolija, y que se refería a hechos sucedidos en Argentina, terminaba con algunas elocuentes citas, la última de las cuales rezaba así: “La clave es seguir siendo jóvenes hasta morir de viejos”




Como no podía ser de otra manera terminé recordando algunos momentos de la mañana mientras una larga fila de veteranos remontábamos las laderas próxima a Siete Picos en pequeños grupos, cada uno enzarzado, mientras asegurábamos el paso sobre la nieve dura del sendero para no dar un resbalón, en conversaciones dispares que algunos hacían recaer sobre viejas historias relacionadas probablemente con la cita del párrafo anterior. Era evidente que en un grupo de veteranos, todos ellos septuagenarios, o casi (por allí andaba también nuestra amiga Pepita, con noventa y uno), gente que ha dedicado, y dedica, una parte importante de su vida a la montaña, no podía faltar ese sentimiento que alimenta, pese a los hándicaps de la edad, la razonable juventud de ir haciéndose mayor con la dignidad que otorga una pasión que sigue cortejando a las montañas como viejas amantes, que lo fueron en nuestra primera juventud, que persistió en nuestra madurez y que ahora en la jubilación nos sigue acompañando y nos acompañará con seguridad hasta nuestro último día.






Fotos originales de Fernando Ruiz


Obviamente existen muchos modos de hacer efectiva esa afirmación, la clave es seguir siendo jóvenes hasta morir de viejos, que ya Séneca defendió diferenciando dos conceptos dispares como son existir y vivir. “No hay motivo alguno, afirmaba éste, para que pienses que alguien ha vivido mucho porque tenga canas y arrugas: ese no ha vivido mucho, sino que ha existido mucho… Somos guiados hacia las cosas más bellas y sacados de las tinieblas a la luz por el esfuerzo”. Hay quien existe muchas décadas sin llegar a vivir realmente en consecuencia. Subiendo junto a un riachuelo en donde pequeños carámbanos  de hielo colgaban de las rocas, Cruz Fernández y un servidor andábamos precisamente alimentando esta idea. Daba gusto reencontrarse con amigos de tantas batallas en las que todos nos hemos dejado la piel de nuestros dedos en la calida roca de los Galayos o la Pedriza y compartir esta pasión común con un fervor que no ha decrecido en medio siglo de vida. Oír confirmarse en las palabras y en el entusiasmo de los otros este hilo de vida que ha recorrido indemne los años desde el final de la adolescencia y confirmar, como también afirmaba Seneca, que “la vida es militar”, esforzarse, superarse y beberse trozos de Naturaleza a cachitos como un gran manjar, sea bajo las estrellas cuando vivaqueamos en las alturas o en lo profundo de un bosque o cuando hacemos grandes caminatas por nuestras montañas, constituía esta mañana un enorme placer cuando oía a otros compañeros hablar de sus respectivas experiencias en Gredos, Galayos, Alpes, Pirineos o incluso el Himalaya o los Andes. Era algo así como la afirmación que hacía Neruda en el título del libro de sus memorias: Confieso que he vivido.


Original de Fernando Ruiz


La verdad es que estos encuentros, aficionado como soy a los libros y a llenar montones de horas de este magnífico tiempo de la jubilación con lecturas que hablan del conocimiento de la vida de los otros, sus conflictos, sus temores, su amor o sus pasiones, cuando me acerco a estos amigos y calculo la cantidad de años que entre todos reunimos, algo así, sumando la edad de todos, de medio milenio, ¡medio milenio!, no deja de extrañarme la perplejidad que siento cuando regreso a casa y, frente a la chimenea ya a altas horas de la madrugada, recreo sus rostros e intento aglutinar la cantidad de hermosas experiencias que nuestras vidas suman. No sé si alguno de mis compañeros y amigos se habrá detenido a hacer el cálculo, pero puestas nuestras vidas una al lado de la otra casi podríamos llegar a la Edad Media.

Decía Hemingway que el tiempo era el río en donde él pescaba. Para nosotros hoy el tiempo era un río repleto de grandes truchas; más o menos como aquellas que en los años de nuestras primeras salidas a la montaña nos esperaban en los fríos del invierno al final de la Alta Ruta de Gredos en Bohoyo, punto final de una larga cabalgada que comenzaba en el puerto del Pico y terminaba tres días después, tras dejar atrás el Circo de Gredos, en una comilona que regábamos, como los griegos de vuelta de sus proezas de las tierras de los Cíclopes, libando nuestro vino al abrigo de un gracioso final de aventura.





Originales de Fernando Sanz





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