Lo que importa no es la vida eterna,
sino la eterna vivacidad (Nietzsche).
El Chorrillo, 22 de noviembre de 2018
O el Adagio de Albinoni en El Proceso de Orson Welles. Me pregunto esta noche si Orson Welles tendrá alguna
particular relación con el Adagio de
Albinoni, ocho minutos de música que Welles reparte en pequeñas dosis a lo
largo de su película El Proceso, para
en el momento final hacer explotar todo en un climax en que el absurdo ha
llegado a su máxima expresión y sus personajes no pueden hacer otra cosa que
saltar por los aires bajo los efectos de un cartucho de dinamita. Mi pregunta
viene dada porque precisamente hace tiempo confeccioné un material sonoro en
donde bajo las notas de este mismo adagio sonaba, como surgido de las entrañas
de un volcán, el fuego que precede a la consumación que la Naturaleza pide cuando
nos entregamos de pleno a la llamada que ella reclama de nosotros bajo el
imperativo de la la comunión de los cuerpos.
El tema, tomado de la novela de Kafka del mismo título, me
había venido de nuevo, esta vez de la mano de Camus en el último capítulo de El mito de Sísifo, que leía ayer y que
llevaba el título de La esperanza y lo
absurdo en la obra de Kafka. “Los dioses habían condenado a Sísifo a subir
sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a
caer por su propio peso”. En la película, el absurdo, que se ciñe como una gran
telaraña que en la oscuridad hubiera atrapado a su personaje entre los hilos de
sucesivas secuencias donde la lógica no tiene cabida, la música de Albinoni me
sorprende precisamente porque mi cerebro la tiene asociada a unas escenas
eróticas que no son capaces de desaparecer ante la desesperación de Josef K,
interpretado por Anthony Perkins, de continuo acorralado en los absurdo de sus
situaciones y que aparecen una y otra vez entreveradas con los trabajos del
protagonista por saber en qué consiste su falta y en cómo el proceso podrá
resolverse.
Desde el mismo comienzo de la película la música corre alfombrando
el paso del protagonista que desde el instante en que despierta se ve aturdido
por una realidad que sólo encajaría en los márgenes de un sueño. Me estorba esa
música, me distrae e impide saborear esa filosofía que Camus trata de apuntalar
con la obra de Kafka (“Quiero librar a mi universo de sus fantasmas y poblarlo
solamente con las verdades carnales cuya presencia no puedo negar”). Tal como
entiendo yo la correlación que pudiera haber entre el uso que hace la película
de la música y el uso que hice yo de la misma en cierto momento, parece como si
el absurdo, que nos cierra de continuo el paso a la posibilidad de comprender y
sabernos parte de una finalidad, nos diera como consuelo, sin embargo, y
obviando esa explosión que Orson Welles inventa para el final de su película, la
posibilidad de vivir encerrados en un presente en que la vida fluye sin ningún
reparo en lo angosto del yo donde las pasiones, los anhelos y la capacidad de
crear tienen su profundo porqué.
De este modo, la música, que parece explotar en las manos
del protagonista como una bomba destinada a poner un punto final donde no hay
ni final ni finalidad, sonando en el trasfondo de la conciencia, y desde luego
totalmente incoherente con las secuencias que vemos, podría, no obstante, estar
avisándonos de que pese a la absurdidad de nuestra vida sin sentido es posible
seguir viviendo, un paso más allá del absurdo, alimentando el alma con lo más
genuino de nuestro amor y nuestros deseos. “La gran obra de arte, afirma Camus,
tiene menos importancia en sí misma que la prueba que exige a un hombre y la
ocasión que le proporciona de vencer a sus fantasmas y de acercarse un poco más
a su realidad desnuda”. Una realidad desnuda que con toda probabilidad no
necesita ni de dioses ni de religiones para vivirla con plenitud.
Mi personal Adagio, que
es un canto a la vida que se esconde en el corazón de todo hombre y mujer, me
suena esta mañana una y otra vez no como en Welles como una terrorífica amenaza
de lo desconocido irrumpiendo en la lógica de lo cotidiano, sino todo lo
contrario, como una primavera que nace de los hielos del invierno con la
conciencia de pisar una tierra prometida tan pronto como estemos dispuestos a
dejarnos llevar sin prejuicios por el empuje que la naturaleza instila en
nuestros cuerpos, con amor, con el liviano deseo que corre por las venas y al
ritmo que la naturaleza nos marca, obsesionada también ésta por la vida, que si
es vida habrá de ser espléndido gozo y eterna vivacidad.
El encuentro que nace entre las brumas del Adagio, tras la prolongada soledad de un
actor, perdido como vagabundo sin rumbo en la soledad de las montañas que
encuentra al final de su camino el cuerpo de una mujer donde curarse las
heridas de sus pies y del alma, me suena en la enésima audición de esta mañana mientras
miro a través de la ventana de mi cabaña el campo yermo, las nubes taciturnas, como
ese nacimiento que debería seguir al descubrimiento de alguna verdad profunda. Inútil
especular sobre la realidad, sobre la soledad o el destino de los hombres si al
final del día, al final no es posible estrechar entre los brazos ese cuerpo y
esa alma en donde todos los sueños se aglutinan.
Quizás escuchando este pequeño fragmento de audio que
inserto más abajo se comprenda algo de lo que he querido expresar.
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