miércoles, 7 de noviembre de 2018

Alex Honnold y “El milagro de Ana Sullivan”, dos emociones para una noche de otoño.




El Chorrillo, 7 de noviembre de 2018

Anoche probé dos clases de emociones, la primera consiguió que se me humedecieran los ojos, extraña circunstancia por las que muy raramente, y hace ya muchísimos años, pasé y que no creí atravesar nuevamente y que sin embargo ahí estaba frente a las secuencias de El milagro de Ana Sullivan que trataba de resucitar el alma muerta de una niña sordomuda de nacimiento a la que los mimos desde sus primeros días habían convertido en una tirana de su familia y a la que su maestra consigue resucitar en medio de una lucha titánica que bien podría compararse con la lucha que han mantenido contra las tormentas en las cumbres del Himalaya los más grandes alpinistas. Se nos olvida fácilmente que la lucha por la vida no es solamente lucha contra los elementos y las dificultades de las montañas y que tiene también sus paralelos en el campo de la pedagogía, que es el caso del relato de esta película basada en un hecho real y que anoche me conmovía tanto o más que aquella última ascensión de Hermann Buhl al Nanga Parbat sobre la que escribía días atrás. La segunda emoción por la que había sido visitado en la tarde venía de la lectura del libro de Alex Honnold, Solo en la pared, que había comenzado horas antes mientras mi nieto trasteaba por mi cabaña encantado con el tren de madera que se había encontrado inesperadamente en casa de sus abuelos.

De madrugada, tras la película, y sirviéndome como música de fondo, colgada más arriba del hueco de la chimenea una pantalla de un metro y medio de ancho, ésta, mientras reflexionaba sobre lo que debía de pasar por el cerebro de Alex Honnold cuando se enfrentaba con lo puesto a una pared de máxima dificultad, me fue suministrando imágenes de  este joven de aspecto tímido y sencillo escalando en free solo, primero el Capitán en Yosemite y después en otras paredes del planeta, siempre ascensiones de dificultad extrema. Usaba, lo repito, estas imágenes de música de fondo como quien sumergido en sus reflexiones necesita de un apoyo ambiental que estimule sus pensamientos. En esas circunstancias Youtube me sugirió al final de uno de los vídeos uno de Alexander Huber escalando, también en free solo la pared Norte de la Cima Grande de Lavadero. Escribía alguna cosa en mi portátil, levantaba la vista y, unas veces veía a Honnold buscando presas minúsculas y elevándose con pasmosa tranquilidad en una pared que caía rigurosamente vertical por debajo de él quinientos metros, mientras que otras era Alex Huber con barba de una semana y la melena asomándole por debajo del casco superando solo y sin ningún tipo de seguro un espeluznante techo en la Cima Grande de Lavaredo. En el vídeo se alternaba una entrevista en alemán, que no podía seguir, con la ascensión; ahora con la melena al aire como un sioux ajeno a nuestro mundo que en vez de haber nacido para domar caballos en el Oeste americano dos siglos medio atrás había elegido las paredes de las Dolomitas para explorar su fuerza y su inteligencia.



No sé si habrá alguna conexión entre ese misterio de la Santísima Trinidad que es tratar de entender lo que sucede en el cuerpo y la mente de estos dos escaladores y aquel otro misterio de la mente humana en el que se sumerge Ana Sullivan para tratar de resucitar Ana el alma soterrada de su discípula sordomuda. En ambos casos las sinapsis que transmiten las impresiones a mi cerebro son tan complejas que no soy capaz de discernir lo que está sucediendo en mí cuando me enfrento a ese tipo de realidades. Eso indefinible que se va imponiendo en nosotros y que llamamos emociones y sensaciones debe de tener sus raíces en algo muy profundo de nuestra naturaleza para que sea capaz de inquietarme, emocionarme y dejarme al final en el cuerpo una delgada hila de nerviosismo.

En el caso de El milagro de Ana Sullivan creo que la emoción arranca de la confrontación de un mundo terrible el primero, en que vive encerrada la niña sordomuda condenada a vivir en la sordidez de su aislamiento y otro, el segundo, el de su maestra, firmemente convencida de que esa alma que los padres perdieron la esperanza de rescatar, puede ser resucitada. Si nadie deja, reflexiona la maestra, que el cuerpo de una niña quede sepultado bajo unos escombros y trata de utilizar todos los medios posibles para salvarla, ¿cómo no hacer todo lo imaginable para conseguir salvar su alma y recuperarla para la vida?



En el caso de Alex Honnold es la perplejidad del lector ante otra lucha, la del individuo contra sus propias flaquezas y sus miedos. Así, cuando oigo a Honnold hablar con esa tranquila voz que le sale de dentro si un periodista le hace una entrevista y le plantea esas dos preguntas que aparecen en todos los cuestionarios, es decir, “¿No te da miedo que puedas matarte?, o ¿Por qué haces esto?”, a mí me parece que lo que subyace siempre en estas cuestiones es la conmoción que podemos sentir ante alguien que roza voluntariamente muy cerca muy cerca la posibilidad de perder el bien más preciado que todos tenemos: la vida. Cuando estos amantes del free solo nos hipnotizan viéndoles subir a pelo, sólo con lo puesto y una bolsa de magnesio atada a la cintura las paredes más difíciles del mundo, incitando así en nosotros esa actitud que mantenemos para los misterios sin resolver porque nos resultan inexplicables y les vemos al fin tocar la cumbre, o cuando ante la abundancia de dificultades insalvables en la educación de la sordomuda de la película, vemos aparecer, tras la perseverancia de la maestra y su forcejeo con todo tipo de dificultades, un rayo de luz que puede llegar a poner en comunicación a la alumna con el mundo que le rodea y hacer expandirse hacia los demás sus emociones y sus afectos, el requiebro emocional es enorme, grande como el alivio que un amigo o familiar pueda tener cuando Alex Honnold asoma por encima de la pared del Gran Capitán después de cuatro interminables horas de escalada en las que cualquier espectador no dejará de ver cien veces la posibilidad de que Honnold se mate, grande también cuando la alumna de Ana Sullivan llega a pronunciar la palabra “agua” y a identificar los nombres que ha aprendido con los objetos que aquellos se refieren.   



El modo en como las pasiones se nos agarran al alma, tantas veces sin comerlo ni beberlo, sigue siendo un gran misterio. Las ansias de escalar tal o cual pared siempre una tras otra que le asaltaban a Hermann Buhl a partir de los trece años, o en el caso de hoy a Alex Honnold y tantos conocidos alpinistas, o ese afán con que Ana Sullivan se vuelca en la educación de su alumna, tiene parecidas características a esos “anómalos” flechazos que se producen en los corazones de los enamorados. Es tópico hablar de los porqués que llevan a muchos a escalar montañas, pero a la luz de estos últimos ejemplos que encuentro en mis lecturas, cada vez creo encontrarme más cerca de la “explicación” de sus porqués. Si echamos la vista a las grandes pasiones que se agarran al corazón humano, y que bien podían quedar representadas por las serpientes marinas que estrangulan a Laocoonte y sus hijos, acaso no habría nada que explicar, de manera parecida a que no hay nada que explicar cuando dos personas se enamoran hasta el deliquio. La pasión de la escalada, la pasión del dinero, la pasión del amor, la pasión del poder, podrían ser esa serpiente que se ciñe al cuerpo de Laocoonte, probablemente, hasta estrangularlo. Si a ello añadimos el dicho de San Agustín de que la virtud está en el medio, tendremos el retrato del hombre común y mediocre (en su acepción no peyorativa) en que nos situamos la gran mayoría de los humanos que preferimos un determinado grado de seguridad a satisfacción personal de vivir las pasiones hasta nuestros límites.  















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