martes, 2 de octubre de 2018

Una hermosa arista de hielo



Casarotto remolca el material de escalada y víveres bajo la cresta sureste del McKinley


“The wonderful things in life is the things you do, 
not the things you have” (Reinhold Messner) 


El Chorrillo, 2 de octubre de 2018

Hoy salí de casa antes del amanecer camino de un promontorio donde saludar al sol. Los campos no tardaron en surgir de la noche y llenarse poco a poco de la cálida lechada de la mañana. Los rastrojales, más allá de la hondonada del pequeño valle desperezando entre los almendros y los olmos, se fueron vistiendo poco a poco saliendo de la tenue oscuridad hasta formar extensas manchas de amarillo claro distribuidas aquí y allá como un disforme tablero de ajedrez en donde los escaques negros correspondían a la tierra recién labrada y los blancos a los restos de paja abandonados sobre los surcos del campo.

Después de saludar al sol, esos armoniosos movimientos que desentumecen los músculos y dan elasticidad al cuerpo, los ojos cerrados, el resplandor en los párpados, el aire penetrando en los pulmones como un chorro de luz que fuera acariciando el rocío de la mañana en mi adormecido interior, me senté frente a él, crucé las piernas y estuve un largo rato escuchando el flujo de mi respiración que entraba despacio hasta mis pulmones, que bajaba por el esófago hasta mi estómago, que quedaba allí retenido por unos instantes saludando a mis vísceras, dándoles los buenos días y que tras esa pausa volvía a subir muy despacio hacia mi tráquea y poco más allá hacia la luz. Seguía el movimiento del oxígeno que alimenta mis células con la atención de quien mira a cámara lenta el funcionamiento de un motor de explosión, la pequeña chispa en las bujías, las bielas arriba y abajo, la expulsión de los gases, todo ese anónimo trabajo que hace nuestro cuerpo. El corazón a su vez, bomba aspirante impelente, toc, toc, toc. Mi pensamiento y mi atención, gracias a una compleja evolución e intercolaboración de estos pequeños mecanismos, mirándose a sí mismos, contemplando el mecanismo entero, eso que llamamos nuestro yo, huesos, músculos, cerebro, sentidos, conciencia, voluntad de vivir.

Y algunas breves escenas, que aparecen en el anverso de mis párpados como si estos fueran una pantalla de cine en donde se reflejaran las imágenes que traen mis pensamientos, atraviesan mi mente, una ascensión de un alpinista italiano que recorre en invierno una cresta, larga arista de cinco kilómetros, que lleva a la cumbre del McKinley. Cuarenta y cinco grados bajo cero con fortísimo viento que incrementa todavía más si se puede el frío, dificultades de escala extrema, una caída, dos semanas en estas condiciones hasta llegar a la cumbre.

El sol bañaba mi rostro pero hacía frío, era sin embargo placentero escuchar los ritmos de la naturaleza dentro del pecho mientras asistía al espectáculo de Renato Casarotto arañando sus límites cada vez más allá, más lejos, su voluntad y su entero cuerpo abatiendo no molinos de viento sino gigantes y monstruos perfectamente reales, el miedo, la Mermelada, que diría Kurtyka, despachadas a golpe de piolet de tracción sobre una pared de hielo que ronda los noventa grados.

¿Quién será ese tal Renato? A ese no le conozco, decía un comentarista en uno de mis post últimos en el que Renato aparecía franqueado por Mari Ábrego y Chema Casimiro después de que estos bajaran de la cumbre del K2. Sólo tengo un conocimiento aproximado de la historia del alpinismo pero si tuviera que hacer una lista con lo que conozco no dudaría en colocar a este hombre en la cabecera del alpinismo mundial.

Bueno, de hecho, si esta mañana estaba ahí meditando en posición loto en mitad del campo mientras el sol se alzaba sobre el horizonte en una fría mañana de octubre, era porque una de sus ascensiones había logrado echar por tierra mi pereza de estas últimas semanas; vamos, su lectura me había dado una patada en el culo y me había puesto de nuevo en disposición de andar un poco más erguido que los días anteriores. Me sentía estremecido por su relato. Alguna breve anotación de su diario me hacían pensar que en esa ascensión Renato había traspasado la línea de lo humanamente posible y cuando quiso expresar algo de aquello se encontró como quien regresa a su casa después de haber permanecido largo tiempo en un lejano planeta interestelar y es incapaz de dar cuenta de aquel otro mundo. “Me es tremendamente difícil rehabituarme a medir el tiempo y dejarme invadir por los deseos de todos los días, por las sensaciones más elementales. Me es muy difícil hablar y contar lo que pasó allí. Es siempre duro llegar tan cerca de la esencia de la vida, y más tarde retornar y sentirte prisionero en la estrechez del lenguaje, totalmente inadecuado para traducir en símbolos los conceptos y la totalidad de la experiencia vivida”.

Había algo en el relato de la ascensión que había trascendido la satisfacción de la simple curiosidad de la lectura para traspasar la dura epidermis de una voluntad adormecida y hacerme comprender una vez más que esa voluntad de vivir que subyace en este tipo de alpinismo, y que aunque de otra manera está también presente cuando el esfuerzo y el íntimo contacto con la naturaleza se congracian en la prístina soledad de las montañas, era algo que debería requerir una prolongada atención por mi parte si quería mantener ese mínimo de tensión que necesita el ser humano para sentirse felizmente vivo.

La lectura de estos relatos refresca el espíritu. No es que nos ponga en disposición de pretender escalar el K2 en el próximo invierno ;-), es que nos señalan constantemente dónde está la vida y, descubrir o reafirmarse en que la vida no está en la comodidad y en vivir repantigado en el confort de una casa, nos acerca, a unos más y a otros menos, a eso que Casarotto llama la esencia de la vida, que sin saber muy bien en qué consiste, todos los que hemos frecuentado la montaña desde nuestra temprana juventud experimentamos en las contadas experiencias de plenitud que hemos tenido escalando o vagando por Pirineos, los Alpes o algunas de las otras montañas del mundo.

Transcurrida media hora, abrí los ojos, me incorporé entre los rastrojos y busqué el camino de mi casa. La luz había iluminado plenamente el campo, vestido ya a esta hora de los delicados amarillos y ocres que anuncian los tiempos del otoño. Me sentía bien, la lectura y mi rato de meditación me habían predispuesto para un biencomenzar una nueva jornada más.  























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