Para mi hijo Mario en recuerdo de su invierno de trashumancia por la Sierra Norte.
El Chorrillo, 14 de octubre de 2018
El Chorrillo, 14 de octubre de 2018
Hoy me desperté con ganas de jugar conmigo
mismo: el juego consistía en algo así como en saltar por encima de obstáculos que
en mi vida corriente ni se me pasa por la imaginación superar. Si hace frío me
abrigo un montón, si me tengo que duchar, naturalmente uso el agua caliente,
vamos, que sigo el comportamiento que más se ciñe a la comodidad y al confort.
Y es que estos días con tanto leer libros de montaña, eso, de gente que en
lugar de estar en su casa calentitos y seguros conformándose con ver lo que la
tele le va largando durante una tarde de ocio, elige pasar frío, superar
dificultades sin cuento que no pocas veces lo ponen al borde de darse un
tortazo de muerte; sí, con eso de tantas lecturas “estimulantes” se me abrió el
apetito de poner a prueba mi pereza, así que visualicé algunas circunstancias
de la ascensión invernal de un alpinista al que leí recientemente, los muchos
grados bajo cero, el viento helador, una pared de hielo de quitar el hipo, y
eso me bastó para levantarme predispuesto a hacer algo que no hago en época de
frío desde hace más de cuarenta años, es decir, meterme bajo el chorro del agua
fría de la ducha.
A alguno esto le puede parecer un
hecho baladí, pero de baladí no tiene nada cuando uno ejerce de vagoneta desde
hace ya tiempo, que eso de madrugar, por ejemplo, y de ponerse a correr por la
mañana o marcharse a caminar o levantar el culo del asiento para hacer alguna
actividad que requiera cierta prestancia, si estás hundido en la pereza se
puede convertir en una heroicidad. Así que esta mañana el jueguecito resultó,
salí de la ducha con un subidón de energía de ponerme en disposición de subir
un ochomil de inmediato. Así que a
rebufo de este pequeño acontecimiento en mi vida cotidiana decidí también poner
en marcha otras disposiciones largamente barruntadas como dedicar un rato antes
de desayunar a saludar al sol y a hacer un rato de yoga. Con esto ya tuve el
día encarrilado y dispuesto a caminar por él con la cabeza erguida de un hombre
nuevo. En ese juego a tres de ver quién podía más, el frío, la pereza o yo
mismo había ganado yo, así que: marchando…
El caso es que poco antes de levantarme había tenido una fiesta
privada a cargo de alguna de mis fantasías sexuales más queridas –¡ah, benditas
ellas que se posan en mi cerebro como vagarosas mariposas dispuestas a
ofrecerme el néctar de sus flores– que corrientemente dejan mi cuerpo en una
dulce laxitud de quedarme en la cama hasta el mediodía, pero esta mañana,
además de este bonito juego matinal mis ganas de jugar continuaron en otro
sentido y nada más terminar esta fiesta tuve la inspiración de probar otra
manera de comenzar el día.
¿Cómo seguiré jugando esta mañana?, me preguntaba después. Tenía
que solucionar antes unos problemas de la instalación eléctrica de casa que me
llevarían un par de horas, pero ¿y después? Cierto que uno no puede estar continuamente
tocando el cielo con la punta de los dedos porque los brazos en alto a la larga
terminarían por acalambrarse, pero esta mañana había descubierto un filón con
eso de hacer lo contrario que la comodidad de mi cuerpo pedía y tenía que
seguir explorando la cosa. Y ya que no puedo subir ochomiles en esta época, ni
en ninguna otra, que ya me tengo que conformar con las montañas de vacas y
senderos que no provoquen en exceso mi vértigo, pensé en situaciones menos
comprometidas e imaginé ser cabrero en invierno al modo en como lo ejercía mi
hijo Mario algunos inviernos atrás cuando asumido del espíritu de la trashumancia
de los tiempos de María Castaña, decidió pasar parte del invierno pastoreando
su rebaño en las montañas de Somosierra. Por entonces, armado de un par de mantas
y poco más, recorría los valles al sur del macizo del Pico del Lobo-Cebollera
buscando el abrigo de algún cobijo natural o viejas chozas de pastoreo que
encontraba por el camino.
Su vida era simple como la de un pastor del Neanderthal que
soportara el viento y el frío arrebujado en sus pieles a la boca de alguna
cueva. A la tarde, si el techado que había encontrado lo permitía, recogía leña
por los alrededores y en un rincón encendía un fuego que amén de calor que daba
esparcía por los alrededores el profundo olor de las jaras. Allá, frente al
fuego, mientras Cancho, el grandote mastín que defendía al rebaño de los lobos,
dormitaba tendido a su lado como viejo servidor al servicio de su dueño, el
pastor, recogido en su primigenio mundo donde sólo parecían existir el cielo,
los desérticos montes y el huraño viento del invierno que entraba por los
resquicios de los muros de una choza donde el aire emitía guturales sonidos a
intervalos, pensaba en un mundo hecho de las cosas elementales de la
naturaleza. Alguna noche, cuando la ventisca silbaba fuera del cobijo, entre
las ráfagas del viento, procedente de la choza, se podía oír la voz del pastor
que entonaba viejas canciones de la tierra.
Un día de invierno en que al pastor se le había acabado el
tabaco y el sustento en mitad del monte, su padre, yo mismo, me decidí a
visitarle en mitad del monte. Salido del confortable calor de mi casa y
encontrarme de repente en el “hogar” del cabrero, un chamizo en forma de U en
cuyo rincón ardía un fuego de jaras junto al que Mario se había hecho un lecho
formado por ramas y paja, fue como pasar de la era digital a los tiempos del Neolítico.
Al pastor, mientras se fumaba los restos de un pucho que sostenía entre sus
labios, yo le miraba con curiosidad y la verdad es que encontraba que tenía un
aspecto saludable, un poco angulosos los pómulos y sin carnes las mejillas,
pero su mirada respiraba una paz muy especial. Me explicaba, con un rictus de
vivacidad en sus ojos, que había estado pensando que tenía que endurecerse y
habituarse al frío. Y yo que hoy que rememoro aquella escena me acuerdo también
de esos hombres del Himalaya sobre los que leo últimamente o incluso de mis
lejanas experiencias en invierno en Gredos, el tiempo aquel en que el
entrenamiento también consistía en habituar las manos y el cuerpo a las bajas
temperaturas, y me entran ganas de probar y hacer alguna experiencia más con mi
cuerpo.
Mi memoria evoca también un invierno que pasé en la choza de
Mario trabajando en enfoscar sus paredes con paja, barro y excrementos de
caballo. Construíamos una gran chimenea y un horno y a primera hora de la
mañana con un frío que pelaba me subía al tejado y, con la argamasa que había
fabricado mezclando íntimamente la paja y el barro con las manos, iba
extendiéndola por el muro. Recuerdo el suave contacto con el barro, el primer
sol de la mañana rasando sobre la sierra de la Cabrera, unos cabritos como
criajos pequeños divirtiéndose saltando junto a la huerta, al fondo el llano de
Madrid, otro mundo, despabilando con el primer sol, la nieve pintada de rosa sobre
la cima del Mondalindo y la Najarra.
No puedo agenciarme un rebaño y largarme al monte este invierno,
pero casi me quedo con las ganas. Esto
escribe Juanjo San Sebastián en su libro Cita
con la cumbre: “Todas las cosas que nos hacen disfrutar en plenitud, pueden
hacernos sufrir enormemente, no podemos pretender disfrutar sin estar dispuestos
a sufrir proporcionalmente”. Y concluye el párrafo de esta manera tan
clarividente: “Así es el amor, la pasión, por las montañas o por lo que sea,
así es la vida”. Si en la vida de un pastor en invierno o en la de un alpinista
somos capaces de encontrar momentos de plenitud ¿por qué coño no sobreponerme a
un “exceso de comodidad” con actos que sé que me van a hacer sentirme mejor, más
cercano a la plenitud? Ni siquiera habría que llegar a ese extremo de sufrir
proporcionalmente como afirma Juanjo San Sebastián. No, no voy a meterme a
cabrero ni voy a desconectar la calefacción de mi casa este invierno, pero de
momento las duchas de agua fría de por la mañana ya me están indicando el
camino para esta temporada de otoño.
Joder, a la vejez te estás volviendo estoico.
ResponderEliminarEl libro de Juanjo me ha parecido de una sencillez y humildad que sin ser una joya literaria, es uno de los libros de montaña que más me ha gustado.
Encontré a Juanjo en Skardu este verano pasado él estaba con Sebastián Alvaro y coincidimos en el mismo hotel, en el desayuno estuve hablando con Juanjo y le animé que siguiera escribiendo, me dijo que está preparando otro que editará pronto.
Como su libro el me pareció una resonancia humilde y nada pagado de sí mismo, me emocionó como persona.
Llevo un par de noches duemiéndome arropado por la escritura de Juanjo. Me sucede una cosa curiosa últimamente. Echo de menos haber estado totalmente ausente de los ámbitos de montaña a partir del año 71 cuando en un accidente escalando conmigo en Alpes murió mi amante-amiga Nena Bazanna, momento en que dejé definitivamente la escalada. Incluso no llegué nunca a ver un solo episodio de Al filo de lo imposible. Estoy redescubriendo ahora esa época a través de mis lecturas en torno al Himalaya. La curiosidad consiste en que en mi FB resulta que tengo "amigos" que, ahora lo descubro, que van apareciendo en los libros, como es el caso de Ramón Portilla.
ResponderEliminarUn día de estos voy a mandar uno de mis libros, una edición que fabriqué yo mismo en casa y en donde aparece gentes y lugares como la Pedriza y Gredos, a David de Esteban (que me regaló su guía de Gredos recientemente). Creo que tengo alguna copia más, así que voy a aprovechar para enviarte un ejemplar también a ti. Se trata de una novela y creo que te puede gustar.