jueves, 18 de octubre de 2018

El arte de Fred Beckey




El Chorrillo, 18 de octubre de 2018

La conciencia de ser un tanto salvaje en medio de una civilización hace que mis percepciones del arte y el modo como me acerco a un cuadro tenga mucho de ese mirar del hombre de las cuevas que, sin conocimiento de otra cosa que nos sea lo que ven sus ojos o perciben sus sentidos, aprecia en la composición, en los colores o en las formas, aprecia mirando un cuadro, cierto pálpito interior del que no sabría explicar su procedencia pero que como un atardecer especialmente atractivo se posa en el ánimo con la suavidad con que las olas de un mar en calma acarician la arena de la playa. Sensaciones.





A veces me imagino indagando en libros los conceptos que envuelven la crítica del arte moderno y no me siento capaz más allá de sobrevolar con los ojos alguna ilustración, presiento que entre el artista y el espectador no debería haber ningún intermediario y que si un cuadro es capaz de llegar a las lindes de mi emoción bienvenido será, pero no creo que pueda pretender acceder a la pintura que no me dice nada por mediación de ningún gurú de las artes. Con la música me sucede otro tanto de lo mismo. Si fuera a vivir tropecientos años probablemente debería atender a los trabajos de los estudiosos para penetrar más profundamente en una obra de arte, pero siendo que los años que uno vive son una misérrima cosa en relación a todo lo que nos puede ofrecer la vida, no queda más que seleccionar y acercarse a la realidad, al arte, con los pocos medios que uno tiene, su inteligencia, la capacidad de percepción, la sensibilidad y, por supuesto, sí, algo de ese mínimo conocimiento que requiere acercarse a cualquier realidad.
Hoy tenía la mañana libre en Madrid y entre dar una vuelta por el Retiro y pasar un rato allí leyendo Non ti farò aspettare: Tre volte sul Kangchendzonga de Nives Meroi y acercarme a ver algunos cuadros, elegí pasarme por el Museo Thyssen. Había algo en mi cabeza que me decía que debía de encontrar alguna relación entre alguno de los cuadros que más me gustan y la vida de Nives y Romano, y aquí podría igualmente anotar a personajes de mis lecturas recientes, Juanjo San Sebastián, Kurtika, Casarotto o personajes de lecturas que me esperan, Miriam García en su libro Bájame una estrella, Hermann Buhl. Total, que me fui al museo con esa idea en la cabeza.
El arte abstracto no es mi fuerte, pero de vez en cuando encuentro algunas sugerencias en las formas, los colores o la composición que hacen que me detenga ante un lienzo; incluso puede suceder que inesperadamente un grupo de colores suscite una débil emoción sin que mi razón pueda dar en absoluto cuenta del porqué; otras veces puede ser la fugacidad de unas líneas o el aspecto de juego infantil con sus colores primarios o la broma de un sol coloradote colgando del extremo de un cuadro como me sucede con algunas pinturas de Miró.


En algún momento tropiezo con una obra de Kurt Schwitters que me hace pensar en un abuelo construyendo un complejo juguete para su nieto pequeño.


En otro me paro frente a un cuadro de Max Ernst que lleva este bonito título: Treinta y tres muchachas salen a cazar la mariposa blanca, y comprendo que además de pintar también se puede estar jugando, algo quizás similar a lo que hacen los alpinistas que juegan con su vida en pos de una seducción que se les ha metido en el corazón.


Y entonces encuentro que tanto Miró como Schwitters como Max Ernst lo que están haciendo es jugar e invitarnos a participar en su juego. Luego hay tipos más serios como Liubov Popova, que nos propone con su Juego de arquitectura un trabajo como el que ofrece el test de Rorschach en donde adivino una fría mañana de altas montañas al fondo de un bosque de abetos junto a la promesa del calor que surge del fuego de una chimenea.


O una fiesta de colores, esta vez de Sonia Delaunay, sus Contrastes simultáneos, que también me gusta; colores cálidos y fríos entreverados caprichosamente bajo la mirada inquisitiva de un círculo que como ojo de cíclope mira desde el balcón de una buhardilla lo que sucede bajo la baranda.



Después del Thyssen, a la tarde, asistiría al Festival de cine de montaña que se celebraba en la sala Golem, así que no tenía más remedio que recurrir a la personalidad de Fred Beckey para seguir mi reflexión, ya que este era el personaje que glosaba The Legend of Fred Beckey, la película de la tarde.

Si hacemos el esfuerzo de contemplar la vida de las personas desde un punto de vista estético acaso nos sea más fácil establecer ciertas correlaciones entre la armonía y los colores de un cuadro y la armonía de los hechos y los conceptos de la vida de una persona. Si uno se pone a contemplar a algunos personajes de la vida pública española, pongamos por caso algo un tanto absurdo, es fácil que nos pueda dar un patatús ante la fealdad que encontramos en algunas personas, un Aznar, un Rato, un Casado, un Trump, obviamente no me refiero al físico; ahora, si en el extremo opuesto ponemos, pongamos por caso de nuevo, y para seguir en el mismo ámbito de lo público, a un Pepe Mujica la cosa cambia diametralmente. Lo bello y lo feo son constitutivos de la vida y naturalmente es de cajón que nos sintamos atraídos por lo bello mientras rechazamos lo feo.




Así que yendo desde la similitud entre la belleza que nos ofrece un lienzo a aquella otra que se desprende de la vida de una persona, ya que en ambos casos, aunque de constitución tan diferente, se da el hecho de que existe un espectador que se emociona o se conmueve ante la presencia de su objeto de contemplación, de repente me encontré en la sala oscura del cine con ese personaje, Fred Beckey, del que desconocía todo y que secuencia a secuencia me iba revelando algunas facetas de su personalidad que para mí eran constitutivas de belleza, pese a la torpeza de los realizadores de cargar las tintas en aspectos anecdóticos de su vida presentándonos al personaje como un devorador de comida basura y un mujeriego sin remedio, ofreciéndonos para ello un amplio muestrario de mujeres propias para ilustrar las páginas de un Playboy.



Cada personaje y cada actor de estas empresas de montaña en las que buceo estos días, tiene algo diferente que ofrecerme y Beckey empezó a caerme muy bien desde el principio. Dormir allí donde le pille, vivir casi con lo puesto, hacer auto-stop, vivir la pasión de la montaña hasta convertirse en un alpinista con cientos de primeras ascensiones, más que cualquier otro escalador norteamericano, seguir en la brecha incluso después de sus noventa años, hace que su persona sea enormemente atractiva. No es que me fíe de la película de la que sospecho, creo que con razón, adolece de un estudio serio y fundamentado de la persona pareciendo lamentablemente encerrar en la anécdota a su personaje al que según ellos sólo le interesaba la escalada, el tiempo y las mujeres, según se afirma en el film. No es que me fíe, pero puedo imaginarme su vida como una de esas grandes obras maestras del arte de vivir. Y por tanto, para retratarla se requiere un análisis fílmico mucho más profundo que las anécdotas que nos muestra la película, que nos ofrece bellas imágenes pero que podían haber hecho un esfuerzo mayor por mostrarnos esa escondida belleza que deben albergar las almas de alguno de estos seres excepcionales que dedicaron su vida a la montaña.

De arte iba la cosa en el día de ayer y después del recorrido por las salas del Thyssen y por la vida de Fred Beckey estoy convencido de que sí se puede hablar de arte en ambos casos. Dos artes bien diferentes, por supuesto, el de la vida y el que cuelga de las paredes de algunos museos o que llega a nosotros a través de la música o se traduce en versos, pero que en cualquier modo ambos se presentan como imprescindibles para seguir transitando amablemente por la existencia.

  











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