viernes, 19 de octubre de 2018

De la Obsesión de Jelinek a la Nada de Carmen Laforet




Gracias a José Manuel Vinches por haberme motivado para volver a leer esta pequeña joya literaria de Carmen Laforet.

El Chorrillo, 19 de octubre de 2018

Andar entre los libros como quien pasea por un bosque y decides aquí o allí qué sendero tomar y encuentras que aquel sendero no cuadra con tu disposición actual, o que no te gusta, o que está en exceso empinado y entonces echar un vistazo al mapa o al paisaje y elegir a tu gusto. Así me sucedió días atrás que, llegado a un punto me cansé de las gafas con que Elfriede Jelinek ve la realidad, de su ir y venir por un mundo de en que los personajes no tienen en la cabeza más que apetitos de propiedades o el deseo recalcitrante que duerme bajo las faldas de las féminas o más allá de la bragueta de un gendarme; me cansé de su verbosidad sin freno donde no es posible encontrar el alivio del agua fresca de una fuente o un rincón donde codearse con la gente de la calle y su discurrir cotidiano y, tras un breve intervalo decidí coger un sendero que me llevara del Austria de hoy a la España de lo años cuarenta. Tenía yo un débito con Carmen Laforet desde que un compañero del FB usó a esta autora para dar un zurriagazo en los morros a un presuntuoso personaje que aparece de tanto en tanto en las redes para sentar cátedra en todo lo que se le presenta delante. La cita que usó era ésta: “Eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño”. El personaje a que se referían estas líneas tenía tanto de narciso que tuvo que plegar sus alas y eliminar el comentario. Total, que pasé unos días paseando por la Barcelona de la posguerra releyendo y redescubriendo a esta autora que a los veintitrés años escribió una de las novelas más esenciales de la literatura del último siglo. 

Terminando esta tarde con Nada pienso que no el no haber estudiado critica literaria favorece la calidad de lectura porque así no hay nada que distraiga mi emoción, soy yo y lo que el libro me comunica en cada instante, no hay referencias, cánones con los que tenga que comparar el relato, no hay afán de análisis o de saber qué quiere o no comunicar la autora con su relato. Es su historia, lo que piensan y sienten Andrea, Ena, su madre, la abuela, lo que aprendes del perturbado temperamento de Juan, de la lastimosa situación de Gloria, de las dañinas fijaciones mentales de la tía Angustias, del desperdicio que hace Román de su vida, de las emociones, el dolor, las contrariedades de la vida, su benevolencia, conoces del rumor de una ciudad, del afán… y eso es todo, unas cuantas tardes sentado frente al campo, hoy ventoso y lleno de lluvia, ayer y los días anteriores soleado, mientras las páginas del libro iban pasando lentamente ofreciendo conocimientos elementales, daguerrotipos de una Barcelona salida de la lucha fraticida de una guerra miserable que partió el país en pedazos.

A última hora, tras la plácida lectura, no exenta del dramatismo que provoca la muerte de Román, vuelvo a retomar la lectura de Obsesión, de Jelinek, que había abandonado a mitad del libro, con la idea de tratar de averiguar por qué la lectura de Nada se me hace tan grata y por qué Obsesión termina pareciéndome soporífera. Hay obras literarias que bajo el aspecto de un anarquismo narrativo o una concepción críptica del lenguaje, esconden pequeñas joyas que tras recorrer farragosos párrafos terminan encontrando la luz a la vuelta de algún párrafo. La recompensa por el esfuerzo acaba ofreciéndosenos con una fuerza inusitada; a mí me sucede, por ejemplo, con El hombre sin atributos, de Musil, con T.S. Eliot y con un buen puñado más de autores. Pero no es el caso de Obsesión, que resistí leer hasta la mitad del libro, pero que llegado a este punto me pareció ocioso continuar. “Obsesión trata de la caza del dinero, del irrefrenable anhelo de posesión y de cómo hacerse con el cuerpo y después con las propiedades de las mujeres”. Es cierto que el tema, que te puede ser ajeno o indiferente, será un motivo suficiente como para dejar la lectura de un libro, pero aún así me parece que en un buen libro siempre termina uno por encontrar materiales o formas de decir que, como el paisaje que atraviesa tras la ventanilla de un tren, animan la retina del viajero, luces, colores, el perfil de un personaje, también el horror que acecha en algunos párrafos, el alma truculenta de un mercader de Venecia, el grito desesperado de amor de Isolda, los ojos deslumbrados de Andrea en Nada, cuando descubre qué mundo se esconde en la casa de sus tías de la calle Aribau. Algo que no es el caso en la novela de Elfriede Jelinek y que, sin embargo, brilla con tanta frecuencia en las páginas de Nada.


 En la novela de Laforet los personajes se han vuelto locos con la guerra, afirma Rosa Montero en la introducción. Yo nací en el 48 y mis primeros recuerdos de niño, en torno a los cinco años, nebulosos pero firmes y precisos en algunas escenas, me hacen pensar que sí, que algo de esa locura que menciona Rosa Montero debía de andar esparcida por las calles de las ciudades de nuestro país. La casa de mis abuelos no era la de la calle Aribau de Barcelona, donde la vida contradictoria de una tía Angustias de hábitos mojigatos y temperamento de general sometiendo bajo su bota a sus soldados, o la irascibilidad de Juan apaleando a su esposa, o Román, asumido de la nobleza de un melómano pero viviendo en un cuartucho de muerte, creaban un clima que hacía insoportable la vida en un hogar, pero sí recuerdo gritos, portazos, malas maneras, un mundo en que todos iban a lo suyo en medio de medio de unas condiciones de vida muy elementales donde el dinero jamás llegaba a final de mes. Un patio grande a donde daban las ventanas de una veintena de viviendas como una corrala de un solo piso en la que la intimidad era casi inconcebible y donde era posible compartir las peleas, los gritos, las disputas y también la espontaneidad de todos aquellos a los que un repentino buen humor invitaba a cantar voz en grito mientras se oreaba la ropa en una ventana o se trabajaba en algún arreglo casero. Las películas del neorrealismo italiano son un buen muestrario de aquella época en una Italia que había pasado igual que nosotros por el castigo de una guerra.

El cuento de la vida cuando ésta se hace fea y dura de llevar, cuando las pasiones hierven descontroladas alimentadas por la necesidad o la diversidad de las posiciones políticas que han llevado al enfrentamiento y a la delación a familiares y amigos entre sí. Y en medio de todo este desbarajuste, pillada entre varios fuegos, la protagonista Andrea que con los ojos como platos parece mirar una realidad que la sobrepasa y que tan lejos está del sentido común y de la armonía de una convivencia medianamente civilizada. Hay que volver a leer Nada, ese pequeño tesoro de la posguerra puede echar algo de luz sobre parte de nuestros orígenes como ciudadanos que compartimos este espacio físico que llamamos España.


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